Fragmentos de Barracas en la Historia y en la Tradición, de Enrique H. Puccia, editada por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires en la colección Cuadernos de Buenos Aires Nº XXV en el año 1977.
EL TEMPLO PARROQUIAL MONSEÑOR MARIANO A. ESPINOSA
No es posible efectuar una reseña de los hechos salientes que jalonan el proceso evolutivo de Barracas, sin hacer mención especial de la iglesia parroquial de Santa Lucía que, situada en el Camino de la Ensenada de Barragán y Pampas, luego romántica calle Larga, Avda. Santa Lucía y hoy dinámica avenida Montes de Oca, simboliza el “corazón católico” del barrio sureño, sobre el cual irradia su luz espiritual.
Hubo antes un Oratorio y Capilla Pública de Santa Lucía, en una quinta propiedad de don Juan Antonio de Alquizalete. Sus orígenes datan de 1733, y se hallaba en el lugar que hoy cruzan las calles Sarmiento y Montevideo, lo cual fue causa de que la primera de las arterias nombradas se denominara, allá por 1777, Santa Lucía. En 1783, doña María Josefa de Alquizalete hizo trasladar la capilla a su quinta de Barracas, zona que hasta 1769 perteneció a la Parroquia de la Catedral, cuyo límite sur era el Riachuelo, que la dividía de la parroquia de La Magdalena, creada en 1730. La quinta de la señora de Alquizalete estaba “compuesta de catorce quadras y tres quartas de otra quadra, lindera por la parte norte y poniente con calles reales, por el sur con la quinta de don Bernardo Sancho Larrea y por el este con tierras de Cayetano Soto”.
En 1788 la quinta fue adquirida por Francisco Salvio Marull. Después de la muerte de Marull, el patronato y atención de la Capilla quedó a cargo de su esposa, Juana Selena; luego a la hija de ambos, Dolores Marull y al esposo José Modorell. Fallecidos ambos, se hizo cargo Antonio Modorell (o Modollel), y su esposa Paula Camps.
Pero expliquemos cómo se desarrollaron los acontecimientos desde el primer instante, con las distintas alternativas que se fueron produciendo.
La Iglesia de la Concepción, que desde 1731 funcionaba como Ayuda de Parroquia, fue erigida como tal el 3 de noviembre de 1769 por el obispo Manuel Antonio de la Torre, de acuerdo con esta disposición: “Por territorio y feligresía de la parroquia de la Concepción, considerando que en ella se han de poner dos curas propios, se le señaló por distrito el terreno que está a la vanda del sur de la zanja que desemboca al río, una quadra abajo del Hospital Real, siguiendo la costa del sur, de la misma zanja, y todas las casas que en aquella vanda huviese, hasta llegar hacia el poniente, a las quatro esquinas que en el deslinde de la Catedral y Montserrat quedan duplicadamente explicadas, y son de doña Juana Álvarez, Antonio Leyva, Miguel el jorobado, y el sitio de poblado de don Pedro Giménez, en que está el Tajamar; desde cuyas esquinas se sigue siempre línea recta al poniente hasta llegar a las cuatro esquinas explicadas en uno de los deslindes de Montserrat, que son: de Francisco Sánchez, y Margarita Romano, y sitios despoblados de don Vicente Hernández y Juan Ramírez y de aquí tirando línea recta hacia el sur, sigue el mismo deslinde de Montserrat, hasta encontrar con el Riachuelo en el medio de la chacra que fue del Oficial Real don Bartolomé de Montaner, y la que es de los reverendos padres betlemitas; de modo que si ésta estuviera de esta vanda del norte del Riachuelo, correspondería a la feligresía de Montserrat, y la del dicho Montaner que en esta vanda del norte, pertenece ya a la Concepción y cuya inteligencia, del deslinde de ésta por el costado del sud seguirá el mismo Riachuelo, hasta venir a encontrar de nuevo la desembocadura de la zanja, que pasa unas cuadras más adelante del Real Hospital, quedando dentro de este seno que se ha explicado, todo el distrito o feligresía de dicha Parroquia de la Concepción”.
Por consiguiente, en las fiestas de Santa Lucía de 1783, en la capilla de Barracas se hallaba presente el cura de La Concepción, Dr. Alonso de los Ríos. Éste eligió ese día para dar cumplimiento a un encargo del obispo de Buenos Aires, Fray Sebastián Malvar y Pinto, quien había dispuesto “que el Cura de Distrito en que esté colocada la referida quinta, deberá reconocer que antes de ponerse en uso el oratorio se dispondrá de una pieza que no tenga comunicación con el resto de la casa, separada de todo otro destino, que tenga el debido aseo, su altar con entera ara consagrada, cáliz y patena asimismo consagrados, ornamentos con la correspondiente bendición y los utensilios para la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. . . y, hallándolo en debida forma, lo certificará a continuación de estas letras, sin cuyo requisito nada valgan, que así es nuestra deliberada voluntad”.
Como expresáramos anteriormente, cumpliendo con el decreto firmado por el obispo el 31 de octubre de 1783, el cura de la Concepción comunicó haber visitado la quinta de Santa Lucía, y que “haciendo inspección de la pieza de dicho Oratorio lo encontró con el aseo y dexencia cual corresponde a tan alto ministerio, sin que falte utensilio alguno.. .”
Con ello se concedió a doña María Josefa de Alquizalete “el que pueda tener y tenga un Oratorio en su quinta, para que en él se pueda celebrar Misa por cualquier eclesiástico secular, o regular, que tenga las devidas licencias, y que en dicho Oratorio, pueda cumplir con el precepto de oír Misa los días festivos, la referida doña María Josefa de Alquizalete, su familia y criados, como cualquier u otras personas que concurran a ella, aunque no esté presente la precitada”. Fue capellán el propio sobrino de la Alquizalete, don Juan Antonio.
Al crearse el Curato de San Pedro González Telmo, de acuerdo con el nuevo deslinde, Barracas pasó a depender de esa parroquia y por consiguiente también la Capilla, como figura en el acto de erección de San Telmo por el obispo Benito de Luz y Riega, el 31 de mayo de 1806. Vienen luego los sucesos acaecidos con motivo de lo que se llamó “la conspiración de Alzaga” en 1812, y la estada de su jefe en la Capilla, lo cual hemos expuesto en capítulo aparte.
En 1838, Pastor Obligado describía la tradicional procesión de la virgen siracusana: “y es de esta Capilla de Santa Lucía, que sacaban la pequeña imagen el 13 de diciembre de 1838, entre repiques, bombas, cohetes y camaretas, orquesta de negros y mulatos con bombos, platillos y chinescos delante, y abastecedores, matarifes y devoto paisanaje a la retaguardia”. Años antes, cuando fueron prohibidas las corridas de toros que solían organizarse para celebrar las fiestas de Santa Lucía, comenzaron a realizarse carreras de “sortijas”, en un trayecto que iba desde la esquina de “La Banderita” hasta la quinta de Casajemas, siendo luego la “argolla” ofrendada a la virgen.
El 2 de noviembre de 1867, una ley del Poder Ejecutivo dispuso una nueva subdivisión del municipio, decretando la constitución de 13 Juzgados de Paz y de Parroquias, creando el 28 de junio de 1869 las de San Cristóbal y de Santa Lucía, comprendiéndole a esta última esa población y la de la Boca.
El párrafo IV de la ley expresaba: “El Juzgado y Parroquia de Santa Lucía tendrá por límites: al Norte y Noroeste, el costado norte de los terrenos de Brittain, desde el río, hasta cruzar el camino de la Boca; el costado sud de la calle del general Brown hasta su intersección con la de Bolívar, siguiéndose por el costado oeste de ésta, en dirección al norte, hasta la de Caseros, cuyo costado sud se seguirá hasta el camino que conduce al Puente Alsina hasta su desagüe en el Río de la Plata, y desde allí por la costa del Este, hasta tocar en el extremo de la línea Narte de los terrenos de Brittain. Linda este Juzgado de Paz y Parroquia por el Norte y Noroeste, con los Juzgados y Parroquias de San Telmo, Concepción y San Cristóbal.” Sin embargo, en el artículo 49 del párrafo XIII existía una cláusula por el cual se prevenía que la Parroquia de Santa Lucía no sería considerada erigida, hasta tanto no estuviera construido el templo necesario en ella.
Eran entonces principales benefactores de la Capilla, las familias de Aguirre, Almeida, Álvarez, Álzaga, Badaracco, Balcarce, Boneo, Botet, Cambaceres, Carrasco, Casajemas, Del Campo, Etchegaray, Femández, Gómez, Herrera, Hidalgo, Míguenz, Nóbrega, Noguera, Otamendi, Paso, Piñem, Sáenz Valiente, Sema, Somellera, Torres, Videla Doma, Villegas y, como expresara Pastor Obligado, extranjeros como Atkinson (el primero que contrajo enlace en Santa Lucía), Brighton, Brown, Plaut, etc.
En febrero de 1871 tuvo lugar la que fue llamada “Procesión de la sequía”. Con ella, los fieles de la Capilla se unían a los rogativas generales para que sobreviniese la lluvia que pusiera término a la sequía que asolaba al país. “La Santa fue sacada en solemne procesión a las seis de la tarde por la calle Larga -dijo un suelto- concurriendo todo y lo mejor de Buenos Aires. Comenzó la procesión bajo un cielo azul y despejado. Al terminar cayó una lluvia torrencial en la parroquia al igual que en el resto del país, que hizo unir en una misma plegaria la petición y la acción de gracias.”
En 1882, los hermanos Serantes, propietarios a la sazón de los terrenos donde se hallaba instalada la Capilla, que ostentaba entonces el N978 de la Avda. Santa Lucía, propusieron trasladarla a otro lugar de la propiedad, es decir, a la vuelta, en el terreno que miraba al sur (hoy calle W. Villafañe), frente a la plazoleta que allí existía.
El vecindario no se mostraba conforme con ese traslado, máxime que se hacía a una calle transversal, sin mayor tráfico y reduciendo sus dimensiones. Asimismo, el periodismo no cesaba de expresar su disgusto.
El 22 de noviembre de 1882, “El Diario” publicaba este suelto: “Santa Lucía, la pequeña Capilla de este nombre, en la calle Larga de Barracas, a quien aquélla dio el suyo para convertirla en avenida, está en vísperas de desaparecer o de cambiar de ubicación. Situada en terrenos particulares y capilla privada en un tiempo, los terrenos en que está edificada, pasarán del poder de sus antiguos poseedores a otras manos que no tenían empeño en conservarla para el culto, y decidieron aprovechar el terreno que ocupa dando el frente a la avenida para construir en él edificios modernos. La Parroquia de Santa Lucía, única del municipio que carece de una iglesia digna de su nombre, viene a quedar en peores condiciones aún desde que se suprime la que hoy tenía. Indicamos a los fieles católicos la oportunidad de ejercitar el espíritu de unión de que tanto alarde hacen, fomentando una gran suscripción para llevar a cabo la construcción de una casa de Dios en aquellos parajes. No es digno de la religión, ni de sus servidores, ni de sus votos obligar al buen Dios de Santa Lucía a irse a un hotel, desde que lo desalojan de la antigua Capilla”.
Huelgan los comentarios, ante tan conminatorio suelto periodístico.
En diciembre de 1883 se celebraron solemnemente las fiestas centenarias de la Capilla. Los diarios anunciaron el programa preparado entre los días 13 y 16, indicando: “….las fiestas estarán espléndidas y la iluminación será mucho más profusa que en los años anteriores, debido a que la Intendencia Municipal ha tenido a su cargo la colocación de los arcos y pago del alumbrado”.
Los actos -asaz extensos para detallados totalmente- incluían salvas de bombas, repiques de campanas, cánticos por los fieles que esperarían la salida del sol el día 13, una gran peregrinación que, partiendo de la Iglesia de la Inmaculada Concepción llegaría hasta la Capilla, solemne ceremonia y sermón a cargo de uno de los oradores sagrados de más fama, grandes masas corales e instrumentales integradas por distinguidos artistas, bazares-rifas, juegos populares con calesitas, cucañas, trapecios, rompecabezas, carpas, palos enjabonados y otras diversiones al atardecer, corso a lo largo de la avenida, con la actuación de varias bandas, “gran iluminación a giorno y luz eléctrica que llamaría la atención por su novedad”. Por la noche, fuegos artificiales “colocados en competencia por dos de los mejores pirotécnicos, recibiendo un premio el que ofrezca más novedades”. Y en tal ocasión llevóse las palmas el que ideó “La paloma de fuego” que, partiendo desde unos “castillos” chisporroteantes montados en la vecina quinta de Llavallol, cruzó en el momento culminante la arteria hasta la Capilla, para encender con su pico las luces de colores que ornaban en esa ocasión su fachada.
El programa indicaba además que la avenida, en toda su extensión, estaría adornada con arcos triunfales cubiertos de mirto y laurel; coronas de flores, estandartes y gallardetes; y que el pavimento sería regado y alfombrado de hinojo, colocándose banderas de todas las naciones. Los actos superaron los cálculos previstos, y una comisión se reunió para expresar la idea de cristalizar las antiguas aspiraciones del vecindario de poseer “un santuario digno de la devoción del pueblo de Santa Lucía y de conseguir la erección canónica de la Parroquia, ya que sin serIo, por su antigüedad ha dado nombre a este distrito y aparece como Parroquia en todos nuestros actos electorales”.
Los inconvenientes se fueron subsanando. Doña Nicolasa Serantes de Vaca Cuzmán compró a sus hermanos las partes respectivas, quedando dueña absoluta del terreno. A su vez, el l0 de marzo de 1885 dicha señora vendió al arzobispo Aneiros “con destino a la erección de la Iglesia Pública de Santa Lucía, un terreno (fracción del total) situado en esta Capital, sección novena, paraje que llaman Barracas al Norte, en la Avda. Manuel A. Montes de Oca, antes Santa Lucía, entre las calles de Brown (ahora Avda. Martín García) y Alegría, antes Brandsen (hoy W. Villafañe), con frente también a la calle Modolell (I. La Católica) lindando por primer rumbo, avenida en medio, con los sucesores de don Emilio Masculino, por el Norte con un terreno de forma triangular que se reserva la vendedora (después lo compró Julián Viola, quien pasó la compra a la iglesia en la parte que es hoy terreno y despacho parroquial), por el Sud con otro terreno que pertenece a la otorgante, y por el fondo, calle Modolell por medio, con don Faustino Gimenez.”
El 13 de diciembre de 1885, el arzobispo comisionó al capellán Mariano A. Espinosa la edificación del templo parroquial. Días después -el 17 de noviembre -se iniciaron las obras de construcción, y el 11 de diciembre de 1887 fue inaugurado y bendecido por el arzobispo monseñor Aneiros, con el padrinazgo del presidente de la República, Dr. Miguel Juárez Celman, representado por el ministro de Justicia y Culto, Dr. Filemón Posse, y de la señora Petrona C. de Lamarca, madre del eminente ciudadano Dr. Emilio Lamarca, a la vez presidenta de la Comisión de Damas e incansable colaboradora para la erección del templo.
El día 13, el Dr. Mariano A. Espinosa -el muy querido “Padre Antoñito”-, Provisor y Vicario General entonces, “a cuya alma y brazo fuerte” se debió la magnífica obra levantada en dos años, celebró la primera de las misas de ese día, en el que se dijeron más de sesenta. Una firma de la zona, la fábrica de productos cerámicos, tejas, ladrillos y baldosas “La Fe”, de R. Ayerza y Cía., en Puentecito 412, contribuyó con cien mil ladrillos para la construcción.
Desde entonces, las fiestas patronales fueron y siguen siendo algo excepcional en la ciudad, habiéndose perdido únicamente el colorido de los pintorescos festejos de fines de siglo, que duraban días y que fueron evocados por el presbítero Ignacio Paso Viola:
“¡Las fiestas patronales de ocho días, las carpas, murgas, calesitas, y el celebérrimo palo enjabonado de La Banderita, los acróbatas, etc.l ¡Aquel corso de la calle Larga con la doble hilera de grandes arcos de gas, gallardetes y banderas, a los que concurría lo más distinguido de la sociedad porteña y que más de una vez se vio honrado por presidentes de la República. . .!”
Los actos religiosos se cumplían en un marco de fervorosa unción y la gente olvidaba las categorías sociales, mezclándose ricos y pobres, blancos y negros, identificados en el culto a la venerada imagen. Muchos hombres y mujeres llegaban a las puertas del templo, de rodillas. Éstas les sangraban y las ropas mostraban las huellas del penoso trayecto; pero los rostros traslucían la satisfacción de haber dado cumplimiento a sus promesas. Otros, con el cabello dejado crecer ex profeso hasta los hombros, arribaban desde lejos cargando pesadas piedras.
Completaban el cuadro descripto, los bailes, los bazares al aire libre, los sones de la música que brindaba la banda de “La Marina Argentina”, el pregón de los vendedores de rosquillas, estampas y velas, y las carreras de “sortijas”, que daban oportunidad a muchos vecinos de sacar a relucir sus “aperos” y ropas de paisanos, a fin de dirimir supremacías con jinetes llegados de barrios y pueblos cercanos. El público asistía entusiasmado a estas demostraciones de agilidad y destreza, premiando a quien lograba sacar la sortija con vítores y aplausos. También solían hacerse “fogatas” como en las festividades de San Juan, y era dable observar a “orilleros de mi flor, con el clavel tras la oreja y la guitarra en la mano”, montados en sus caballos que avanzaban veloces y en briosa puja saltaban sobre barricas de alquitrán que, cedidas por los barraqueros del lugar, se colocaban en determinados tramos del colchón de arena que señalaba la pista.
En medio de este fervoroso espectáculo surgía magnífica, elocuente, la figura de monseñor Espinosa, “el Padre Antoñito”, abnegado varón cuya trayectoria merece ser plasmada en el libro y en el bronce. Hijo adoptivo de un antiguo vecino del barrio don Antonio Modolell, citado más adelante a raíz de su participación en la creación del “Mercado del Sud”, durante veinte años cumplió su piadosa obra en Santa Lucía, que sólo interrumpió cuando partió en carácter de Vicario General del Ejército en la Conquista del Desierto, para volver, cumplida la misión, a su querida iglesia, donde su bondad y su sacrificio por sus semejantes, en especial los desheredados de la fortuna, no conocieron límites. Fue menester una orden terminante de sus superiores para que abandonase su norma de dormir en el suelo, aun en las noches más crudas de invierno. Así era este santo varón, que tras celebrar su Primera Misa en la Ciudad Eterna, regresó a la patria con esa estampa suya, medio gaucha, que no abandonó nunca, aún al llegar a ser cuarto Arzobispo de Buenos Aires.
El Cura Párroco de Santa Lucía, R.P. Manuel Samperio (fallecido el 30 de abril de 1959), sacerdote con alma de poeta, trazó una emocionada semblanza de aquella figura excelsa. Asimismo, el R.P. Paso Viola lo evocó expresando: “¿Y qué decir de aquellas clases famosísimas de Catecismo. El padre Antoñito frente a un semicírculo de zanguangotes, a quienes apuntaba el bigote, mantenía el orden a base de una varilla de membrillo, la que, en el momento oportuno, iba a chocar en las piernas de aquellos traviesos con la consabida frase del Capellán: ‘Tomá para que no seas zonzo’. Y esos mismos muchachones se consolaban a pedido del mismo P. Antoñito, con traerle varas cada vez mejores y más largas. ¡Aquellos monaguillos inquietos que, revestidos de sotanita y roquete, se metían candorosamente entre el público y las carpas y que con la mayor frescura se ‘colaban’ en los tranvías pidiendo ,a los guardas, en nombre del ‘Padre Antoñito’, les cambiasen los cobres que los fieles dejaban de limosna! ¡Qué de los santos viáticos en que, precedido de algunos devotos y salvando alambrados y potreros, llegaba muchas veces a su Capilla todo empapado y embarrado hasta las rodillas! En fin, la mar de recuerdos que, en su encantadora sencillez, hablaban muy alto del celo y la actividad asombrosa del Gran Capellán de la antigua Capillita…” Por decreto del 16 de diciembre de 1889, el padre José Américo Orzali ocupó el lugar de monseñor Espinosa… En 1894 fundó el “Círculo de Obreros de Santa Lucía” y en 1896, en una casa de Martín García 534, creó el Instituto de “Hermanas de Nuestra Señora del Rosario”, con doce damas que el 21 de enero de ese año hicieron profesión de fe en Santa Lucía. El padre Orzali, que había nacido el 13 de marzo de 1863, durante su curato en Santa Lucía fue capellán de la “Fragata Sarmiento” y propulsor .de la primera peregrinación argentina a Tierra Santa. En 1905 fue designado Cura Párroco de San Miguel Arcángel y luego Arzobispo de Cuyo. Falleció el 18 de abril de 1939… lo sucedió el 29 de julio de 1906 el Padre Ignacio Paso Viola, cumpliendo esa piadosa misión hasta el día de su muerte, acaecida el 15 de julio de 1941. Había nacido el 11 de setiembre de 1881 en la casa de la calle Uspallata 807 y su padre, don Francisco Paso, era descendiente del prócer Juan José Paso. Posteriormente fueron Curas Párrocos el R. P. Dr. Manuel J. Samperio, el R. P. De Bonis y, en la actualidad, el R. P. Canónigo Isidoro A. Piedrabuena, figura hondamente arraigada en el barrio de Barracas e infatigable propulsor de las obras de construcción y remodelación del histórico templo y sus dependencias auxiliares.
Ya en 1886, la jurisdicción de la parroquia determinaba también el Distrito Electoral. La de Barracas al Norte comprendía “todo el territorio que se encierra entre el Riachuelo, el Camino de Puente Alsina desde los Corrales del Sud y la continuación de la calle Ituzaingó que termina en la orilla del río”.
Todo aquello pasó… La rueda del tiempo, con su continuo girar, fue desdibujando esas costumbres del viejo Barracas, simples e ingenuas…
Información adicional
Año VII – N° 34 – diciembre de 2005
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 34