Hoy día, ese simple papelito que el pasajero recibía del cobrador como testimonio de haber pagado su viaje, ha perdido tanto, pero tanto su “dignidad”, hasta quedar reducido a un simple e insulso ticket emanado de una fría máquina expendedora que más de una vez no funciona correctamente. Ya es prácticamente imposible lograr un capicúa que ni siquiera podría conservarse porque al poco tiempo se borra. La única excepción son las tarjetas magnéticas de los subterráneos que al menos presentan la novedad y el colorido de las publicidades, por lo que han entrado en la categoría de lo coleccionable contando ya con una muy buena cantidad de adeptos.
Sin embargo, hasta la aparición de esas benditas máquinas era tal la variedad, que con acumular los de varios viajes en el bolsillo se acababa por tener una colorida colección y hasta algunos con máximas y refranes en el anverso. Pero esto no es creación de tiempos del colectivo; venía desde mucho antes, más de un siglo; cuando comenzaron a circular los tranvías.
Las primeras empresas imprimieron sus billetes independientemente, variando de una a otra en su diseño, coloración y calidad. Algunos, como el “Tramway Central”, llevaban estampada la firma de sus propietarios, los hermanos Lacroze, como garantía y certificación del texto impreso. Otros, la imagen litografiada de un tranvía a caballos, y hasta diferentes una de la otra. La “Gran Nacional” tenía unos boletos tan recamados con guardas y adornos que más aparentaban ser un diploma o un título de acción que un billete de tranvía. A esto debemos sumar “los reclames”, como se llamaba entonces a la publicidad. La tienda “A la Ciudad de Londres” exhibía en los suyos una hermosa vista litografiada en colores de la capital inglesa desde el Támesis, surcado por un barco a vapor con la catedral de San Pablo sobresaliendo al fondo (impresión de la casa Goulweloos de Bruselas). En suma: una inmensa variedad que, reunida en colección, ofrece a los ojos una agradabilísima sorpresa y entretenimiento a la vez.
A todo esto hay que sumar la diversidad de colores correspondientes a sus distintos valores, pues las tarifas se regían por la distancia recorrida, vale decir que existían las secciones como ahora. Una de las cosas que más puede llamar la atención, es que la sección mínima en 1870 costara dos pesos. ¡¿Dos pesos?! Sí, dos pesos, pero pesos moneda corriente ($m/c), divisa ya desvalorizada y que venía decayendo hasta desaparecer junto con Juárez Celman en la crisis del ‘90, reemplazada en la reforma de Pellegrini por el $m/n (peso moneda nacional) unidad monetaria que reinó y se mantuvo fuerte por décadas y décadas y a la que casi todos hemos conocido (y recordamos con nostalgia). Aquellos primeros boletos fueron de 2,00, 3,00 y 5,00 $m/c, pasando luego a 8, 10 y 15 centavos m/n.; con las prolongaciones de las líneas llegó a haber de 18, 20 y 25.
Destacamos el colorido que tenían, y vale la pena repetirlo. Podía ser papel blanco con impresión color o papel color con impresión negra. La segunda de las variantes era la más común, diferenciándolos no sólo por el valor, sino por la sección, vale decir que cada una tenía su billete de color diferente, siendo así fácilmente detectable quién curraba la tarifa. Las tonalidades eran generalmente pastel, muy de acuerdo con los gustos de la época (estamos hablando de fines del siglo XIX y comienzos del XX). Los había crema, amarillo, naranja, rosa pálido, lila, celeste, verde manzana, castaño claro… en suma, una variedad extraordinaria y aunque parezca mentira, fina y nada chabacana.
Hasta 1906 los boletos fueron de talonario pero a partir de ese momento, debido a una disposición del Ministerio de Salud Pública este sistema de expendio hubo de ser cambiado. ¿Y que tiene que ver Salud Pública con los boletos del tranvía? se preguntarán. Pues fíjense cómo se pensaba entonces, y hasta que detalle se llegaba. Tal vez la peor desgracia que en aquel entonces podía tocarle a uno era contraer la tuberculosis, cuya única esperanza era (con la ayuda del Señor) los aires de Córdoba (Santa María y Cosquín para más datos). Pues bien. Las enfermedades más propensas a los empleados tranviarios fueron las pulmonares. ¿Por qué?, seguirán preguntándose; pues porque sus puestos de trabajo carecían prácticamente de protección. Ya los tranvías a caballos disponían para ellos únicamente de una visera en las plataformas en que iban, pero nada más. Otro tanto ocurrió con los primeros eléctricos y es más, los “imperiales” del “Buenos Ayres & Belgrano” ¡ni siquiera eso!, debiendo ir el motorman literalmente al aire, truene, llueve o arda el sol. De allí entonces esa posibilidad de adquirir bronquitis que podían transformarse en crónicas como terminar en la tan temida tuberculosis. ¿Y qué tendrá que ver todo esto con los boletos? Pues que siendo estos de talonario, el guarda mojaba el dedo en la lengua para tomarlos y por la condición sanitaria antes apuntada, se lo consideró como posible motivo de contagio al pasajero. Así pues, se comunicó a las empresas que de allí en adelante, deberían los cobradores disponer de una máquina que expidiera los boletos sin necesidad de recurrir a la “salivosa costumbre”.
De esta manera nacieron los boletos en rollo y la clásica maquinita que el guarda llevaba colgada a la muñeca, y que más de una vez utilizó como arma de defensa personal o imposición de respeto (según su buen modo de pensar y entender…). Tenemos que aclarar aquí que en este sentido hemos sido si no los únicos, unos de los pocos países en utilizar los boletos en rollo, ya que aún hoy casi todo el mundo sigue con los de talonario.
A partir de aquí tanto el diseño como el tamaño se unificó, manteniéndose el distinto colorido del papel para las secciones y valores, hasta que hacia el Centenario y luego de la gran fusión de las empresas, el Anglo-Argentino decidió proceder a la unificación de las tarifas, estableciendo el boleto único de 10 centavos sin secciones fuera donde se fuera dentro de la ciudad y sólo superiores en aquellas líneas que cruzaban a la provincia. Fue una verdadera revolución en la materia pues las empresas restantes debieron implementar el mismo sistema o perder pasajeros. La medida del Anglo trajo un gran beneficio para la población, por cuanto habiendo secciones de 20 y 25 centavos, piénsese que un obrero podía llegar a gastar 40 ó 50 centavos por día en viaje, y desde entonces le quedaba reducido a 20; siempre y cuando no tomara el tranvía antes de las 7:00 de la mañana, con lo que a su vez se beneficiaba con el boleto obrero a sólo 10 centavos ¡ida y vuelta!
¡¡El boleto obrero!!… Cuántas veces quien escribe habrá corrido tratando de alcanzar el último para ir al secundario y ahorrarse los 10 del regreso. El “obrero” como los de “combinación”, conservaron el formato y sistema de talonario; los llevaba el guarda en el bolsillo o bien atados de un hilo pasante en un agujero del taco del talonario, colgando del cinto. El Anglo y el Lacroze tenían distinta costumbre. El Lacroze cortaba boletos hasta que en el reloj del guarda eran las 7:00, pero el Anglo en cambio, consideraba no la hora sino el coche; el último coche en salir de cabecera antes de las 7:00, o sea que durante el viaje se los seguía vendiendo hasta el final del recorrido con lo que se ampliaba esta ventaja. Cuando se constituyó la Corporación, se continuó con este último sistema. El boleto en sí era un rectángulo de unos 5 x 8 centímetros con un sector punteado que era retirado por el guarda del tranvía en que se volvía. La parte principal del mismo estaba contorneada por los números del 1 al 31, correspondientes a cada día del mes; el guarda con una cancha y puntería extraordinarias perforaba con un clavo que llevaba a modo de lesna para habilitarlo. La vuelta podía usarse en dos horarios especificados en el mismo boleto, que iban desde las 11:00 hasta las 12:30 y desde las 16:30 hasta las 18:30 , vale decir coincidentes y con amplitud con las salidas de tareas. Puede que a algunos les llame la atención el primero de los horarios, pero debe recordarse que hasta casi finales de los ‘40, las tareas se cortaban a medio día para ir a almorzar a casa y hasta dormir una siestita antes de volver al trabajo… (La gran siete… ¡Qué tiempos… y era el viejo el que trabajaba y alcanzaba para todos…!). Digamos finalmente que si no se optaba por la ida y vuelta existía también el de ida sola por 5 centavos.
¡Cuántas cosas pudieron decirse hasta aquí, hablando de ese simple papelito que fue el boleto del tranvía, y cuántas quedan por decir: las leyendas, los diseños, los de combinación, los conmemorativos… en fin, tanto que, da para otros artículos; y la vamos a seguir.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 16 – Julio de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Tranvías, trenes y subte, Cosas que ya no están
Palabras claves: boletos, Tramway Central, obreros
Año de referencia del artículo: 1910
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro16