Por el costado de la calle Lima Oeste, la plaza Constitución ofrecía la posibilidad de que diferentes
líneas de tranvías circularan en la misma dirección por vías paralelas. Corría 1947, cuando la casualidad hizo que mi compañero de secundaria Maggi y yo, quedásemos enfrentados el uno al otro; él, acodado a una ventanilla de un tranvía 84 rumbo a Villa del Parque y yo en una del 43 hacia Caballito; ambos de vuelta a casa después de clase. Sin quererlo, desde Brasil hasta Garay, nos íbamos adelantando el uno al otro, cosa que mi compañero aprovechó para darle palmadas por el costado a su tranvía como incitándolo a correr más. Como aceptando el desafío, respondí de igual manera y divertidos, recorrimos la segunda cuadra de aquella pista muertos de risa y sumidos en aquel juego que jamás hubiésemos imaginado. Pero llegando a Pavón, mi tranvía se detuvo a levantar pasajeros y el otro nos pasó. Aún hoy es el día en que lo veo a Maggi sacándome la lengua y blandiendo el brazo en un alegre y victorioso: —¡hasta mañanaaa…….!
Esa anécdota, fruto de la casualidad y que no se volvió a repetir, tuvo, quince años antes, un curioso y real antecedente. El hecho me fue relatado por un ex funcionario administrativo de la Compañía Lacroze: don José Expósito, dueño de una memoria extraordinaria, un verdadero archivo de las “mil y una anécdotas y otros tantos datos” de aquella inolvidable y tradicional empresa. Tuve la suerte de conocerle en sus últimos años y gozar de su amistad, escucharle y recibir en directo muchas sabrosas y desconocidas historias que, si esto dura (columna y redactor) irán saliendo de a poco a la luz para que otros las conozcan.
Lo de la “Carrera de Tranvías” fue en serio. Ocurrió en el barrio de Belgrano por 1932. Todas las noches, entre el cierre del servicio regular y el comienzo del nocturno, se cruzaban en Cabildo, ya en la esquina de Juramento, ya en la de Sucre o Echeverría, un coche del Lacroze con uno del Anglo, el primero hacia Saavedra y el otro hacia Palermo. Siempre lo mismo: calles vacías, escasos pasajeros; un campanazo de saludo, un campanazo de respuesta.
Así las cosas, hasta que en una noche de invierno el del Anglo le espeta a su colega:
— “¡Che “Federico!”, ¿cuándo cambiás ese cascajo? La alusión venía a cuento, porque el Anglo estaba renovando su flota, y el 31 (línea del retador) ya lucía los nuevos “C.A.T.I.T.A.”de reluciente color marfil y reciente fabricación, en tanto los Lacroze continuaban (y lo hicieron hasta el final) con sus inconfundibles y viejos verdiblancos “Brill 32” de 1907. Por supuesto que el “lacroziano” motorman no se quedó callado, contraatacando con un: —“¡callate purapinta!, te corro una carrera y vas a ver cual es mejor!— ¡Ja!… ¡hecho!, mañana te espero en Echeverría… qué paliza te voy a daaar… respondió el del Anglo, partiendo muerto de risa.
Como habían convenido, al día siguiente se esperaron. El “tranviódromo” se improvisó en la cuadra de la Av. Cabildo desde Echeverría (largada) hasta Sucre (meta). Ante la extrañeza de los escasos pasajeros ambos tranvías se pusieron a la par: el Anglo por su mano y el Lacroze, dando vuelta el trole, invirtió la marcha para andar a contramano por su vía. Aprontados los contendientes: ¡largaron!… Aquí sí se puede decir que se sacaron chispas en esa cuadra; pero lo increíble, lo realmente increíble es que…
¡GANÓ EL LACROZE!
Por supuesto, hubo festejos y comentarios de los escasos testigos del acontecimiento, pero… uno resultó ser inspector municipal, quien fue a informar lo ocurrido a la comisaría, la que a su vez hizo lo propio con las respectivas empresas que, como es de imaginar, aplicaron a los contendientes el castigo correpondiente: quince días de suspensión. Y así fue cómo las cosas se llegaron a saber.
En el Anglo la pena se cumplió rigurosamente y en la Lacroze también pero, gracias a nuestro amigo Expósito nos venimos a enterar de un muy distinto final que muy pocos conocieron y que vamos a contar.
Ramón Porriño, que así se llamaba el galaico motorman, fue citado a su despacho por el mismísimo D. Teófilo Lacroze, director de la Compañía. Le aplícó una filípica de padre y señor nuestro, justificándose de no despedirlo por saber de su familia numerosa, pero dejando en claro que a la primera falla, ya sabía cual sería su destino. El pobre hombre escuchó todo aquello como si le estuvieran sentenciando a muerte en suspenso, y ya se estaba retirando cabizbajo y afligido del despacho cuando D. Teófilo le lanzó un tajante: —“¡Venga para acá !”… (ay Jesús, me fusila) debió pensar el pobrecito.”… s…s…sí Don Teófilo…” respondió temblequeando D. Ramón.—” ¡Tome! fue su seca respuesta, y mientras le extendía un sobre le dijo señalándole la puerta: “de esto, ni una palabra a nadie…” Cual no sería la sorpresa de Porriño al ver dentro del sobre ¡50 pesos! que le compensarían con creces la suspensión.
En fin, cosas de D. Teófilo. Y… al fin de cuentas, la honra de los Lacroze había quedado bien a salvo.
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Año de referencia del artículo: 2020
Historias de la Ciudad – Año 1 Nro 1