No fue su nombre “oficial”. Ni siquiera sé si otros le llamarían así, pero era el mote que le habíamos puesto en casa y del que jamás abjuré y que aún utilizo por mucho que me vengan a hablar ahora de los “Brill”, los “400” o la mar en coche… Me refiero a los suburbanos de la Compañía Lacroze que, desde Chacarita, hacían la carrera a San Martín y Campo de Mayo.
Nosotros lo utilizábamos para ir a visitar a la “tía Serafina” una prima segunda de mi mamá, que vivía en Villa Progreso, ubicada en el ramal a San Martín, o para ir de tanto en tanto al santuario de Nuestra Señora de Lourdes sobre la vía principal. Confieso que, tanto uno como otro, resultaban para mí uno de los viajes más codiciados de mi niñez. Es que en aquellos tiempos (los 40’) uno se conformaba con poco. Todo mi “universo” se circunscribía al espacio ocupado por la cuadra en que vivíamos los 11 chicos que formábamos una muy compacta y cerrada pandilla, casi con las características de un clan. Por eso no creo pecar de exagerado al decir que hacer uno de esos viajes era como una verdadera salida al extranjero. Y vaya si los disfrutaba…; como que todavía los recuerdo.
La cabecera de estas líneas era la Chacarita, más precisamente la intersección de las avenidas Corrientes y Federico Lacroze. Tal vez mucho más sencillo hubiese sido decir: “en la actual estación Lacroze del Ferrocaril Urquiza”, pero no era precisamente desde allí desde donde partían, sino desde la vereda de enfrente, donde estaba la terminal del sector “tranvías” del (entonces) Ferrocarril Central de Buenos Aires, empresa que, conjuntamente con el “Tranvía Lacroze de Buenos Aires” y el “Ferrocarril Terminal Central Buenos Aires”, más conocido como el “Subterráneo Lacroze”, a los que debemos sumar las propias Compañías de Luz y Fuerza, conformaban el emporio de la más tradicional familia ferrotranviaria argentina.
Componían la estación un par de aleros de hormigón armado de como media cuadra de largo, dispuestos uno frente al otro de manera de oficiar de andén de salida y llegada respectivamente. Más allá de estas construcciones, las vías se prolongaban hasta la altura de la calle Jorge Newbery, entre las avenidas Corrientes y Guzmán, conformando una angosta y larga lonja como emulando la geografía chilena, totalmente cercada con la característica verja de la compañía, parte de la cual aún se conserva a todo lo largo de la avenida Guzmán, desde donde termina la estación hasta la barrera de Elcano. En el medio de aquella lonja, había un tinglado a dos aguas que oficiaba de taller, en tanto que el resto era una verdadera exposición de tranvías en la que se sucedían coches motores y acoplados, a la espera de su reparación, turno de salida o bien descansando sus trajinados huesos. En la actualidad, el lugar de la estación del tranvía la ocupa el centro comercial, y el resto la playa de estacionamiento de automóviles, pero volvamos al cuento.
Del techo del andén pendían un reloj y un tablerito luminoso indicando la hora de salida y destino de los primeros tranvías a partir. No eran muchos: SAN MARTÍN, LOURDES, KM.18 y CAMPO DE MAYO. Según los destinos o si fuera hora pico o no, los coches podían circular solos o en convoy de dos (llegó a haber composiciones de a tres, pero fueron muy raras). De riguroso color verde oliva, aquellos tranvías eran grandes, distintos, majestuosos… (máxime a los ojos de un chico), con once ventanillas por banda, los había de dos tipos: algunos las tenían con los dinteles rectos iguales que los comunes que andaban por las calles pero los más los llevaban terminados en arcos que las tomaban de a dos, salvo en el centro, donde por ser de número impar, lo hacían de a tres. Eran de origen norteamericano, como todo el material rodante de los Lacroze, fabricados por J. B. Brill & Co. de Philadelphia, una de las más conocidas y prestigiosas fábricas de tranvías del mundo. Con una capacidad de 44 pasajeros sentados, los primeros llegaron en 1908, especialmente destinados a la línea de San Martín, contando con 4motores Westinghouse de 50 HP cada uno, que les permitían alcanzar una velocidad de hasta 70 Km/h. Podríamos seguir exponiendo datos técnicos, pero me parece que tal vez sea más interesante, o al menos auténtica, la impresión que me causaron cuando viajé en ellos de chico. Montemos al nuestro.
Transpuesta la plataforma, al entrar al salón se tenía la sensación de entrar a un palacio, aunque parezca exagerado. Y la verdad es que en cierta forma lo era. Sólo la marquetería y molduras que ceñían las puertas corredizas, llamaban la atención del más despistado. El techo, abovedado, daba al conjunto un cierto aire eclesiástico, rematado por un linternón central que corría a todo lo largo del coche con sus banderolitas de vidrios de colores al tono con el cielorraso, enmarquetado con finas maderas. Todo esto lucía todavía a pesar del desgaste producido por el paso de los años, como si estuvieran denunciando el lujo y gloria de tiempos pasados. Una elegante cornisa torneada decoraba la arista de unión entre techo y linternón, sirviendo de apoyo a las lámparas de iluminación, coquetamente enmarcadas por una suerte de flor, cuyos pétalos conformaban estilizados rizos metálicos. Los asientos, en general, ya eran de madera terciada, aunque de tanto en tanto nos tocó algún tranvía que aún conservaba los primitivos de esterilla.
Acomodados en uno de los primeros asientos, ya estaba impaciente, aferrado al cómodo apoyabrazos, esperando el pitazo de salida. Justamente ese era uno los atractivos de “los verdes”: que no campaneaban, ¡pitaban!. Ocurría que en un principio, ambas líneas partían desde Reconquista y Corrientes, haciendo un servicio tranviario común y de acuerdo con los reglamentos municipales: pero al llegar a Chacarita y pasar a circular por las vías ferroviarias, debían regirse por las disposiciones de la Ley Nacional de Ferrocarriles. En otras palabras: dejaban de ser tranvías para convertirse en trenes, respetando señales, barreras, etc., y dejaban la campana, para utilizar el silbato. Más tarde se cortó el recorrido en Chacarita, para finalmente combinar con el nuevo Subterráneo Lacroze. Su trayecto se transformó en puramente ferroviario, por lo que dejaron el salvavidas para cambiarlo en un principio por un miriñaque, que muy pronto dio lugar a un chapón que a modo de delantal mantendrían hasta el final de sus días.
Partimos. Luego de contornear a marcha lenta la estación ferroviaria, se describía una curva en forma de “S” para esquivar la rampa del subterráneo y entrar en un intrincado enjambre de vías férreas hasta el cruce de la avenida Elcano, tras lo cual se comenzaba la carrera que nos llevaría a la primera parada: “Paternal”.
Transpuesta la avenida Del Campo, nos metíamos en una verdadera “quebrada” entre medianeras para marchar prácticamente rozando los fondos de las casas, tan cerca que daba la impresión de que estirando el brazo podíamos alcanzar algún higo o espantar una gallina. Poco duraba este divertimento. Entrábamos en un descampado y a la altura de Chorroarín: parada “Arata”. Y ahí a prepararse para lo más lindo de todo el recorrido: el cruce de la Agronomía.
Todo este “Palacio sobre ruedas” se ponía en movimiento. ¡Y cómo !…Más que en tranvía, daba la impresión de viajar en transatlántico en medio de cabeceos, rolidos y cuanto vaivén pueda imaginarse, pero tan suaves que hacían al trayecto por demás encantador. A la blandura de los rieles se sumaba el traqueteo acompasado de las ruedas como rememorando aquello del caballito criollo, de galope corto y el instinto fiel… Y como si esto fuera poco: ¡el paisaje! Prados, viñedos, alfalfares, vacas, ovejas…, todo nuestro campo resumido en el gran predio de la Facultad de Agronomía. Muchas veces la he cruzado, muchas, pero jamás la he vuelto a gustar como desde las ventanillas del tranvía verde.
Traspuesta Francisco Beiró, era como volver a andar en tranvía común. A un lado y otro de las vías, comenzaba a correr la calle Gutemberg conformando con ellas una especie de boulevard. Se sucedían las paradas: tras la de “Agronomía”, “Beiró”, “El Talar”, “Av, San Martín”…; todas iguales: un trozo de vereda a modo de andén con un cobertizo de madera y chapas que más que tales semejan un retrete. Asegurada en uno de los postes de la luz, una placa de fundición coronada en arco con la sigla “F.C.C.B.A.” dando cuenta del nombre del lugar.
“Devoto” era otra cosa, lo que se dice una estación con todas las de la ley: Jefe, Sala de Espera, Oficina de Cargas, ¡y hasta telégrafo y todo!. Si se miraba bien, el tranvía le quedaba chico. Luego: “Av. América”, la más estrafalaria de todas, una parada prácticamente colgada del terraplén. Era la antesala del “aquelarre”. Sólo cruzar la avenida (hoy Mosconi), para que el tranvía comenzara a correr entre vagones de carga, como jugando a las escondidas con ellos, y hasta en una de esas con la posibilidad de andar un trecho toreando una locomotora hasta que nos echara un soplido de vapor por la ventanilla. Habíamos llegado a Villa Lynch (sin grado militar por ese entonces). A pesar de ser estación de línea, con edificio y todo, nuestro tranvía paraba en un apeadero similar a los demás. Lynch, fuera de Lacroze, era la estación más importante. Aquí no sólo había depósitos de cargas, sino que también albergaba los talleres de locomotoras, reparaciones de carrocerías, pañoles de repuestos, etc. También es donde se bifurcaba el servicio suburbano, desprendiéndose de la línea principal hacia la derecha el ramal a San Martín, ciudad que recorría por sus calles centrales en circuito, hasta más allá de la Plaza, ida y vuelta. Ese era el que usábamos cuando íbamos a visitar a Serafina.
Pero ese día íbamos a Lourdes, de modo que sigamos adelante. Callecitas de tierra y casitas con jardín eran las que habían tomado protagonismo en el paisaje. Estábamos en la provincia. La llegada a Lourdes se preanunciaba claramente tras el cruce de Rodríguez Peña. A la izquierda, por sobre las pilas de maderas depositadas en la playa de cargas de la estación, la mole de la iglesia, cada vez más cercana, nos decía que habíamos llegado.
Aunque… pensándolo bien, al bajar en Lourdes no se tenía la sensación de haber llegado en tranvía. Más bien era haberlo hecho en tren. La estación era la culpable. Tenía edificios muy similares a la de Lynch sobre ambos andenes; arbolados con frondosos y varias veces podados paraísos. En suma, una verdadera estación de pueblo de campaña. En mi imaginación siempre guardé la extraña sensación de no haber sabido nunca si era el tranvía el que había errado su camino o si a la estación la edificaron en terreno equivocado.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 7 – Diciembre de 2000
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: TEMA SOCIAL, Vida cívica, TRANSPORTE, Tranvías, trenes y subte, Cosas que ya no están
Palabras claves: tranvia verde
Año de referencia del artículo: 1930
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro7