La implantación de un grupo de hombres y mujeres de origen africano, en condiciones de inferioridad numérica y sojuzgado en el seno de una sociedad blanca, mayoritaria y dominante por tener la superioridad y la fuerza de las armas, produjo en el primero un profundo fenómeno de transculturación. No fue rápido ni total, pero sí progresivo. Para una mejor comprensión del mismo se lo ha dividido en sus distintas etapas.
Primera etapa
La primera transculturación, que podemos llamar formal, consistió en la obligación de vestir de acuerdo con códigos sociales europeos, abandonando los taparrabos y reemplazándolos por pantalones y camisas los hombres, mientras las mujeres lo hacían con blusas y polleras o vestidos enterizos, igualándose en el uso del poncho para cubrirse en las épocas de lluvia o frío. El calzado y los sombreros quedaron de lado, pues la clase dirigente estimó que ambos estaban demás para los esclavos. En cuanto a la calidad de las ropas, fueron las más toscas y baratas, basándose en el concepto de que los sectores pobres y los esclavos debían vestirse con los llamados géneros de la tierra (tocuyos), por ser resistentes y baratos (A.G.N., Actas del Consulado (A. Con.), t. 3 f. 131; Consulado, Leg. 3, Exp. 11 y A.G.N.: VII-6-5-18).
Segunda etapa
La segunda transculturación que podemos llamar musical, significó que cuando los negros ingresaron al territorio español en el Río de la Plata, lo hicieron despojados de todos sus instrumentos musicales, mientras la sociedad de los blancos contaba con guitarras, pianos, órganos, flautas y arpas que le permitían animar los saraos y tertulias ofrecidos en los salones de las familias de pro, que eran pocas, pero estaban muy unidas en lo social.
Al arribar en esas condiciones, los negros revitalizaron el muy viejo uso de la voz humana, al emplearla como el primer instrumento musical. Para ello procedieron desde los barcos, tratando de infundir ánimos a los más débiles de espíritu. Ya en tierra usaron la madera de los asientos, para marcar ritmos musicales con palmadas que acompañaban los cantos vocales y, con posterioridad, desde los tambos, a cantar a capella, para atraer y aglutinar a todos aquellos que encontraban afinidad en las palabras, ritmos o temas cantados, por provenir de regiones afines o hablar lenguajes asimilables.
Por este método simple y elemental se produjo la reunificación paulatina de los grupos que habían sido destrozados y desperdigados en su organización tribal, en las etapas de caza, sojuzgamiento, embarque, traslado y remate. Además, tenía la ventaja de no ser objetado por las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, pues desconocían el idioma o dialecto africano en que se cantaba.
Poco a poco los negros pudieron construir sus instrumentos musicales usando los elementos que encontraban a mano y que no siempre eran los más adecuados, pero que sirvieron hasta que, por medio de colectas, lograron reunir el dinero necesario para adquirirlos, especialmente las maderas, cueros y tientos, para fabricar a mano los tambores necesitados. Los mismos eran de fundamental importancia para celebrar los ritos religiosos y las músicas populares o profanas. También poco a poco fueron proveyéndose de sonajeros, flautas, rascadores, etc.
La convivencia con los blancos permitió a los negros tener conocimiento primero y acceso después, a las músicas de origen europeo, para aprenderlas, asimilarlas y adaptarlas progresivamente a sus pautas musicales. Eso ocurrió con los minués, contradanzas española y francesa, contradanza criolla y valses escuchados en esas reuniones sociales aludidas.
No faltaron maestros blancos, casi todos sacerdotes, como lo ha expuesto el padre Guillermo Furlong, en sus importantes trabajos de exhumación cultural, que enseñaron a indios y negros a tocar guitarra, violín y órgano. A ellos se agregaron maestros como Víctor de Prada, que tenía una Academia de música instrumental, algunos organistas, que enseñaron a los sacristanes negros los conocimientos elementales de varios instrumentos.
De esa forma, muy lentamente, pero casi sin graves alteraciones, los negros se constituyeron en excelentes músicos y maestros de ceremonias o bastoneros, que además de animar musicalmente los bailes, dirigían los pasos y los giros de los danzantes, así lo hicieran individualmente o en parejas. Algunos de ellos llegaron a descollar tanto, que se les permitió enseñar música y bailes a los hijos e hijas de las familias más destacadas de la sociedad porteña, siendo imprescindibles para dar realce y formalismo.
Por su parte, las clases desprovistas de fortuna y sin significación social, se animaban musicalmente con boleras afanfagadas, contradanzas bailadas con espíritu guerrero y meneos corporales, considerados como obscenos (Núñez, con interesantes detalles de la educación musical de su tiempo).
Muchos de estos bailes populares se realizaban con música, baile y canto. El Censo de 1810, sin especificar raza ni color, indica que en Buenos Aires había 50 músicos. Con ese caldo de cultivo, es fácil comprender la transculturación musical operada dentro de la comunidad negra, realizada de manera lenta y progresiva, sin manifestaciones destacables a lo largo de los años, pero acumulándose en la anónima memoria colectiva.
Tercera etapa
La tercera transculturación, que se puede llamar religiosa, se realizó en el intento sostenido de catequizar a los infieles africanos, con los mismos procedimientos con que se había procedido a catequizar a los indios en todo el territorio americano (Bruno, todo el tomo 1). En un lenguaje muy elemental, los sacerdotes procedieron a enseñar las doctrinas cristianas y a celebrar la misa, que para los negros contenía elementos afines, y por ello asimilables, con varias de sus creencias.
La comunión es, en el rito católico, simbólicamente, beber la sangre y comer la carne de Jesús. Para los negros esa ceremonia significó recrear, también simbólicamente, ceremonias tribales en las que se bebía la sangre y se comía la carne de los enemigos derrotados en batallas o duelos singulares, en que la sangre y la carne humanas eran partes muy importantes. Ello les permitió recrear no uno, sino varios ritos tribales, cubiertos siempre bajo la impronta católica de la misa.
Esto dio como resultado varias consecuencias. Una, muy apreciada por los sacerdotes, fue el apego demostrado a la celebración de la misa por muchos negros que cumplían el papel de caudillos, apoyados y seguidos por mujeres.
Casi al final de la segunda mitad del año 1700 ya estaba ordenada la jornada de descanso de los esclavos, pues después de oír misa y asistido a la explicación de la doctrina cristiana, con separación de los sexos, se debían dedicar a diversiones simples y sencillas, con la presencia de sus dueños o mayordomos, para evitar que se excedieran en el consumo de vino y terminando los descansos al toque de las oraciones, como dispuso una Real Cédula dictada sobre educación, trato y ocupaciones de los esclavos de todos los dominios de Indias é Filipinas, fechada en Madrid, 1789.
Otras consecuencias, no deseadas ni apreciadas por autoridades civiles y religiosas, fueron los griteríos y remedos de peleas entre los mismos negros, concentrados en los lugares para bailar, que con armas de madera recreaban ritos guerreros, de iniciación, fertilidad o de otra índole, que los blancos no entendían y juzgaban como peleas. En los informes policiales elevados a la superioridad, se dan cuenta de estos desórdenes, de peleas, pero en ninguno se indican heridas y mucho menos, muertes provocadas por golpes arteros o armas blancas o de fuego (A.G.N.: IX-27-5-3).
Esta afición de los negros por la religión de los blancos, para cubrir la propia se debe, como ha dicho Malinowski, a que era el elemento consolidador de su vida social. La cobertura lograda, hizo que los sacerdotes católicos dejaran de ver en los practicantes negros a oficiantes malignos, hechiceros, juguetes de espíritus endemoniados, causantes de conductas desviadas (Fontán de Salas, op. cit.).
Con la catequización, los sacerdotes creían destruir las formas más ostensibles e idolátricas de los cultos paganos y por ello procedieron a quemar, romper, fundir, en una palabra a destruir, las imágenes, templos, oficiantes y todo lo que permitía recrear las viejas creencias religiosas consideradas como opuestas y enemigas de la única y verdadera religión, como era la católica, apostólica y romana (Bruno, op cit.). Fue el método usado contra las creencias religiosas de los indios y aplicado como sistema rígido y sin concesiones, para impedir rebrotes considerados pagánicos entre los negros. Ese sistema de catequización forzada obligó a las simulaciones rituales, practicadas con neófito candor frente a las nuevas imágenes impuestas por los sacerdotes de la sociedad blanca. Algo semejante ocurrió con las fechas, músicas, danzas, épocas de rendir culto, procesiones y demás instancias del rito católico, aceptado por imposición primero y por asimilación luego.
El tabaco se difundió bastante, desde muy temprana época entre la población blanca
—hombres y mujeres— como dan información bastante detallada varios viajeros. Lo consumían tanto señoritas y señoras, como libertinas, que las había en la sociedad porteña. Ese consumo era en forma de cigarrillos, cigarros o en polvo aspirado por la nariz (rapé) y también se lo mascaba.
La Dirección de Tabacos y Naipes de Buenos Aires ofrecía trabajo a bastante mano de obra carente de otro oficio, y que muchos años más tarde, Wilde ha de detallar en las ocupaciones de varias negras cigarreras que usaban ese trabajo para poder pagar el vicio de fumar. El tabaco necesitaba de potes o botes para ser guardado, tabaqueras para ser llevado y tenerlo a mano, y pedernales o yesqueros para encenderlo. Todo ello dio ocupación a la población negra, que lograba en esos menesteres aportar tabaco para sus ceremonias rituales. Lo mismo ocurría con la fabricación de tabaqueras para los sectores menos pudientes, pues los negros y las negras las fabricaban con madera que repujaban y pintaban, o con buches de avestruz. Era otra manera de obtener dinero, para comprar tabaco, usarlo en actos ceremoniales o en uso personal.
También la religión católica sirvió para oficiar y celebrar a dioses tribales usando el incienso, pero como era caro para el reducido poder adquisitivo de la esclavatura, se lo reemplazó con el tabaco quemado en platillos o quemadores de madera, fabricado rudimentariamente por los mismos negros, o fumados en el curso de las ceremonias.
Con el incienso o el tabaco se cubrieron acciones mágicas, medicinales, curativas o adivinatorias, que perduraron y perduran en la parafernalia de muchas adivinas de nuestro tiempo. El uso del tabaco en los sitios o tambos y luego en las cofradías sirvió para rendir culto oculto en la simulación a dioses como Eleguá, Shangó y Ogún, de origen bantú, pues eran dioses de la guerra, del fuego y protectores contra las cosas malas que andaban sueltas a la espera de presas propicias.
De allí que el humo de tabaco, reemplazando al incienso, sirviera para ahuyentar a cualquier espíritu del mal y al mismo tiempo, causara la limpieza del recinto donde se oficiaba. Además, durante muchos años se toleró el uso del tabaco entre blancos, indios y negros, pues se creía que aliviaba dolores y molestias causadas por afecciones venéreas.
Mientras en las clases altas se fumaba o aspiraba rapé como manifestación de exotismo, símbolo de pompa, autoridad y poderío social y político, en las clases medias, aún muy incipientes en la sociedad porteña, se lo usaba para manifestar elegancia, mucho más cuando se fumaba en pipa, costumbre bastante arraigada entre las mujeres.
Otra forma de practicar ritos religiosos de origen yoruba y bantú consistió en los baños de pies que los sacerdotes católicos practicaban en Navidad y en el agua bautismal usada en los pequeños, pues con ellos los negros recrearon ritos de limpieza personal y de sus casas o habitaciones, para desalojar a los malos espíritus, perturbadores de la salud física y psíquica.
Otros signos del catolicismo de la sociedad de los blancos, como fueron la cruz y las campanas, no resultaron extraños para los esclavos, pues ellos en su tierra natal los conocían, con propósitos y fines distintos. La cruz acompañaba a los muertos, de acuerdo con trabajos arqueológicos realizados en Ingombe, idénticos a los hallados en Chedzurgwe. Se atribuye esa coincidencia a la transculturación operada al amparo del comercio de la sal (Varios Autores, África, siglos XII al XVI, ps. 564/567). Esas cruces se fundían en bronce y eran parte de los objetos que acompañaron a los esqueletos encontrados, que pertenecían a personajes de jerarquía, según se desprende de la cantidad encontrada.
Por su parte las campanas tampoco eran novedad, pues se las conocía simples o dobles de tamaño manual, usadas para ceremonias sagradas o profanas, como instrumentos musicales (ídem ant., ps. 583/585). En Buenos Aires, por carecer de acceso a la metalurgia necesaria, se recurrió a las herrerías, para fabricarlas manualmente. En otros casos se las reemplazó con campanas de madera, que con distinto sonido, cumplían la misma función simbólica. En ambos casos se las usó en una o dos unidades.
El paralelismo de la cruz, campanas, incienso, agua y otros objetos del rito católico con ritos tribales, sirvieron para acentuar la transculturación religiosa, profundizando la imitación externa que conformaba a los sacerdotes observadores.
Lo anterior no significa que los negros se convirtieran al catolicismo sin convicción ni sinceridad, pero tampoco significa que renunciaran de manera total y absoluta a sus creencias originales, pues como muy bien se ha dicho había muchos cristianos que seguían y siguen conservando su creencia en los dioses tradicionales (Correo de la Unesco, mayo 1984, p.36).
Cuarta etapa
La cuarta transculturación, que puede ser llamada pre-manufacturera consistió en la adaptación que la mano de obra negra debió aceptar para desempeñarse en los trabajos a los que fueron destinados. En primer lugar entraron a vivir en una sociedad que tenía muchas herramientas metálicas en hierro, y manejaba armas de fuego. Ambas cosas eran desconocidas, o casi, en mucha regiones de las que provenían, lo mismo que sistemas de trabajo como el usado en las tahonas y el riego por medio de acequias, usados en las quintas y huertas de verduras, hortalizas y frutales que rodeaban la ciudad.
Algo parecido sucedió con el uso de bueyes y caballos para arar y sembrar, pues el arado de hierro fue una novedad, por ser desconocido, lo mismo que los atalajes para uncir o montar.
Una nueva etapa de transculturación, la quinta, corresponde al habla usada para las interrelaciones con los amos o patrones y significó un largo y penoso aprendizaje, no siempre bien asimilado, si tomamos como idioma de uso corriente y cotidiano las manifestaciones literarias de blancos que trataron de interpretar el lenguaje de los negros.
Los adjetivos de bozal y ladino fueron usados para indicar el hablar los negros, que no dominaban el castellano. El primero se refería al negro que no lo hablaba, o sea, no había estado en contacto con personas que lo hablaran. El segundo, al negro que hablaba con bastante soltura y fluidez el lenguaje de los blancos, después de un año de esclavitud. Ambos términos se han incorporado al lenguaje lunfardo, manteniendo significados distintos a los indicados, especialmente el segundo, al señalar mala catadura moral.
En la cantidad de africanos ingresados a la zona de Buenos Aires y de allí al interior del virreinato, por vía legal e ilegal, directamente desde África o desde Brasil, predominaron los nacidos o influenciados en el área del Congo, con predominio de la cultura yoruba, siguiéndole en importancia la bantú, ewe y fanti-ashanti. Por la importancia de la primera, muchas culturas menores fueron absorbidas y, por ello, en una simplificación, se puede decir que en Buenos Aires las culturas dominantes, entre los esclavos africanos radicados en la ciudad y la campaña, fueron la yoruba y la bantú, que sincretizaron a las otras.
Muchas de las parcialidades absorbidas procedían de zonas ganaderas y otras de zonas agrícolas, que establecieron o sirven para establecer, diferencias en el comportamiento social. Por ello, y a la absorción antes señalada, se debe la amalgama ocurrida entre parcialidades tribales, culturales y lingüísticas, por lo que perdieron su pureza, dificultando o imposibilitando, un estudio pormenorizado de la verdadera naturaleza, con posterioridad a su traslado.
No debe dejarse de lado en el fenómeno de la transculturación que la esclavitud desempeñó un papel de mucha importancia en la extinción y/o fragmentación cultural y étnica. Se ha dicho con mucha verdad, pero también con un poco de exageración, que la sociedad blanca, por intermedio de la esclavitud, actuó a la manera de las muelas de los molinos, rompiendo y triturando las culturas negras, al considerarlas a todas en conjunto, bajo la condición de esclavos negros.
Ello obligó a que las culturas africanas se disfrazaran bajo formas, muchas veces caricaturescas, para escapar a las censuras y persecuciones de los amos blancos. En ese proceso de deformación externa, se salvaron en muchas oportunidades las esencias de creencia religiosas, pero desaparecieron la mayoría de las pautas sociológicas traídas, o se cambiaron de manera que resultaron irreconocibles si no se procede a un estudio minucioso del conjunto que las practicaba.
En la consideración anterior no se ha tomado en cuenta el papel disolvente del colonialismo europeo, llevado a cabo de manera sistemática después de la conferencia internacional de 1906, donde naciones europeas se repartieron el territorio africano, sin tener en cuenta las etnias ni los idiomas. En realidad habría que considerar a la esclavitud y al colonialismo, como engranajes de una máquina destructora, pues ambos son el prólogo y el apéndice de la destrucción cultural irreversible.
Si bien la afirmación anterior, respecto al poder destructor de la esclavitud, contiene mucho de verdad, no toda ella está encerrada en esa afirmación. Debe considerarse que ya desde muchos antes de la iniciación de la trata, los regionalismos tribales se influían entre sí, haciendo desaparecer físicamente a algunas parcialidades, por las guerras o la dispersión impuesta a los integrantes vencidos. Por ello es posible afirmar que la esclavitud se comportó como catalizador y dinaminizador de la transculturación ocurrida en suelo americano en general y porteño en especial.
Hay que convenir que en América, la esclavitud tuvo un fuerte poder dinamogénico, que no pudo extirpar totalmente las raíces de la danza, la música, la poesía o el idioma empleado en los ritos, al lograr subsistir muchos de esos elementos bajo la cobertura generalizadora de manifestaciones folclóricas. Todo el proceso de transculturación en América se realizó al alterarse las condiciones sociológicas de la vida del africano en cuanto a lo social, religioso, lingüístico y cultural de sus agrupaciones, sacadas del contexto natural existentes en su tierra natal.
En general, el desarrollo de la esclavatura tuvo lugar en términos muy claros e irreconciliables. Por una parte, el amo esclavista y por el otro, el esclavo, o sea, una relación señor-esclavo. Sin embargo, hay que reconocer que en Buenos Aires, no en todos los casos individuales esa condición y relación se cumplió estrictamente, pues hubo por parte de los dueños un trato benigno, rodeado de muchas consideraciones humanitarias.
Quinta etapa
Otra forma de transculturación registrada y, mal o no estudiada, consistió en la extinción de los rasgos culturales fundamentales, al producirse dos o tres migraciones de distintos tipos de negros, al ingresar individuos, no provenientes de los mismos lugares, quienes al tener que convivir, como conjunto, dentro de determinadas condiciones sociales impuestas por la sociedad blanca, aceleraron la disolución cultural y hasta de la pureza étnica al producirse el mestizaje entre integrantes de distintas tribus, a veces opuestas en lo religioso, musical, idiomático y cultural, pero destinados a vivir en recintos tan acotados que la mezcla resultaba obligada, y la pureza imposible.
Dentro de los grandes parámetros de la mestización aceptados y tolerados dentro de la sociedad blanca, se pusieron límites legales, al aceptar el matrimonio entre miembros de distintas parcialidades étnicas y el castigo más severo al concubinato (Código Negrero, tanto francés como español).
En este aspecto es necesario indicar que el contacto y la convivencia de las culturas negra y blanca dio por resultado inevitable una suerte de dame y toma. Quiere esto significar que no sólo tomaron elementos del blanco, sino que también le facilitaron muchos de sus propios elementos.
Personalidades afroporteñas
Badía, Gregorio: (1837?-1907). Revistó la mayor parte de su vida en cuerpos de infantería. Se lo encontró en el batallón Restaurador, donde en varias oportunidades hizo la guarda a Rosas en San Benito de Palermo. Peleó en Cepeda y luego fue incorporado a las fuerzas del Estado de Buenos Aires, interviniendo en varias campañas en el interior de la provincia, como integrante del Cuarto Batallón de la Guardia Nacional, de donde pasó al Tercer Batallón. Intervino en la Guerra de la Triple Alianza, siendo herido de suma gravedad en Curupaytí.
Barvarín, Manuel Macedonio: (?-1834). Se lo considera como nacido en África, sin fecha cierta de ingreso a Buenos Aires. Militó y luchó desde las invasiones inglesas hasta la Revolución de los Restauradores. Alcanzó el grado de Capitán como integrante del grupo de fusileros pardos y morenos (1815), y el de sargento mayor en 1830, para culminar como teniente coronel en el año de su muerte.
Betinotti, José: (1878-1915). poeta, cantor y payador muy popular. Colaboró en la Revista la Pampa Argentina, donde dio a conocer algunas de sus composiciones poéticas. Fue además compositor de tangos, como “Pobre mi madre querida”. Fue uno de los últimos payadores que calaron hondo en el alma popular. Como poeta fue simple, directo, de decir galano y certero. Cantó y payó en cafés, almacenes, pulperías y, preferentemente, en las mesas del Café de los Angelitos (Rivadavia y Rincón). Grabó muchas de sus mejores composiciones al ser convocado por los sellos grabadores más importantes de su época, destacándose la mencionada “Pobre mi madre querida”, seguida de ‘Qué me habrán hecho tus ojos”, “Tu diagnóstico”. Sus improvisaciones tenían un profundo sabor porteño. Fue un propalador del radicalismo yrigoyenista. El cariño popular logró que se levantara en el Cementerio de La Chacarita un monumento a su memoria. Si vida se vio reflejada en la película de 1950,”El último Payador”.
Cagiano, Antonio A.: (1881-1914). A sus condiciones de payador agregó las de compositor poético como lo conforma su “Alegrías y pesares”, publicación muy modesta y humilde donde reunió lo mejor de su poética. Se enfrentó sin deslucir con Ezeiza, actuando en el Teatro Doria de Buenos Aires, en 1896, donde repitió presentaciones. También formó parte de los grupos de guitarristas y cantores del tango inicial, cuando aún no se había desprendido del aporte campesino y no había llegado a ser totalmente ciudadano. Cátulo Castillo lo evoca muy cálidamente en “Café de los Angelitos”.
Campana, José C.: (¿-?). Se conocen períodos de su vida, pero se ignoran fecha de nacimiento y muerte, como otros detalles. Se lo registró como integrante de los soldados que hicieron la campaña de Chile a cuyo fin se radicó en Mendoza. Luego se alistó en las tropas unitarias de Lamadrid. Finalmente fue combatiente en la Guerra de la Triple Alianza, después de la cual se pierden los rastros de su vida. Dentro de la vida militar se sabe que llegó a sargento, ignorándose otros ascensos.
Cazón, Higinio: (1866-1914). Porteño y payador de los buenos, fue contrincante de todos los otros payadores de su tiempo. Ha dejado numerosas composiciones poéticas, recogidas en publicaciones sueltas, pero aun no reunidas en un solo cuerpo. También incursionó en el periodismo porteño. Se lo ha descrito como hombre muy cuidadoso de su prestancia, de cutis moreno oscuro, bigotudo, de pelo abundante, crespo y siempre muy bien vestido en sus presentaciones públicas, sin importar el escenario.
Cepeda, Andrés: (¿-1908). Se cree que nació en Coronel Brandsen, pero otros lo ubican como porteño de Barracas. Su vida se puede estudiar en tres vertientes distintas: como delincuente que pasó la mayor parte de su vida tras las rejas. Como payador de creación innata. La tercera, lo sitúa como compositor letrista de muchos tangos que alcanzaron a ser publicados en numerosos folletos. De todas sus creaciones poéticas se destaca por la trascendencia alcanzada “El Poncho del olvido”, a la que le puso música en ritmo de tango, Osmar Pérez Freire. Varias otras composiciones suyas integraron los repertorios de Lola Membrives, Carlos Gardel y Linda Thelma.
Damilano, Juan: (1876-1955). Fue amigo compañero y contrapuntista de Gabino Ezeiza, con quien se presentó en numerosos escenarios haciendo campañas por los barrios porteños y pueblos bonaerenses. A la muerte de éste heredó su guitarra, pero la pena que lo afligía hizo que dejara el canto, para internarse en un cono de sombras espirituales.
Davantes, Tomás M.: (1882?-1915). Conquistó fama de guitarrero y payador en sus giras hasta Rosario, Córdoba, presentándose también en la mayoría de los pueblos que encontraba en los caminos, con suerte incierta, en cuanto a remuneraciones, pero no en cuanto a fama y a seguidores de su estilo. Acostumbraba a pernoctar en las pulperías y se presentaba en los almacenes barriales, de donde pasó luego a los teatros, hasta llegar al Parque Goal, en pleno centro porteño. Algunos de sus contemporáneos quisieron hacer el recuento de sus contrapuntos, sin llegar a coincidir en la cifra final, pues Davantes no pudo colaborar aduciendo que las había olvidado.
Espinosa, Federico: (1832-1872). Por sus dotes musicales se lo llamó el Strauss argentino. Ha sido autor de muchos valses, mazurcas y polkas, teniendo gran popularidad. Además se dedicó a la enseñanza de la música en la academia que dirigió por muchos años.
Ezeiza, Gabino: (1858-1916). Hijo del tradicional barrio de negros, como fue San Telmo, salió de la oscuridad impuesta por su origen pobre y humilde, para consagrarse como payador de condiciones innatas, que le ganaron el favor popular. Se le atribuyen más de 500 composiciones utilizadas en sus presentaciones públicas. Se ha dicho de él que fue el trovador de la pampa. El bardo errante y vagabundo que iba con su guitarra de rancho en rancho y de pulpería en pulpería, glosando los acontecimientos más notables. Fue hijo del pueblo y entre el pueblo criado, se identificaba con el pueblo, en forma poética y melopeica, monótona y solemne como la misma pampa, le cantaba las cuitas y alegrías, esperanzas y anhelos, ya improvisando, ya recurriendo a los cantares de su vasta composición. Es el autor de la difundida y aún repetida composición “Heroica Paysandú”. Compitió con los mejores payadores de su tiempo como fueron Nemesio Trejo, Pancho Luna e Higinio Cazón. Contemporáneos de sus presentaciones han dicho de sus aptitudes que tenía un oído perfecto para la medida, la cadencia y la rima, con lo que sus versos le salían sonoros. Además tenía una aptitud estupenda, increíble para hacer versos. Fue partidario del radicalismo yrigoyenista y en cruel ironía del destino, falleció el mismo día en que el dirigente radical asumió la presidencia de la Nación. Por esa afinidad política fue llamado el clarín de los radicales. Se ha dicho de él: El color de su piel le impidió dispersarse en alardes de trovador amoroso, por un instintivo y digno recato que está en la mejor esencia de su raza. Sabiendo que sería gastar pólvora en chimango salir a enamorar “prendas” blancas y ponerse a payar en versos floridos con guitarreros buenos mozos y picaflores, dejó de lado los temas del lucimiento palabrero propio y eligió las pujas de más garras, con la que pudiera injertar de redención para la gente postergada. Conoció a José Hernández, e intimó con él. (Francisco García Jiménez, Memorias, p. 131/2).
Ferreti, Constantino: (1879?-1928). Fue uno de los tantos payadores de los circos trashumantes de la llanura bonaerense, pero logró sobresalir como guitarrista, improvisador y payador. Algunas de sus producciones llegaron a ser publicadas en periódicos del interior, hoy de difícil ubicación. En Buenos Aires frecuentó la bohemia pretanguera del Café de los Angelitos y folclórica del Parque Goal. Su muerte fue dolorosamente sentida por la prensa porteña, pues su vida fue un dechado de bondad.
García, Luis: (1878-1961). A pesar de carecer de medios profesionales de vida, su vocación payadoresca triunfó sobre las limitaciones materiales y en sucesivas incursiones en fondas, pulperías, huecos y lugares no siempre bien definidos, fue fundamentando sus valores hasta lograr incorporarse a una importante empresa y compañía teatral, como fue la de José “Pepe” Podestá, actuando con ella en los principales teatros porteños. Se lo veía siempre en los tiempos de intervalos o descansos, dedicado a la atenta lectura de todo género literario o poético. Eso le permitió tener una importante ductilidad para satisfacer los gustos populares y enfrentarse sin desmedro con los mejores payadores como fue la tenida con Ezeiza en Areco en el año 1902. Poco después se retiró de la payada y de la vida trashumante, para radicarse en Ituzaingó, Buenos Aires, ganándose la vida como maestro de guitarra.
Gayoso, Fermín: (¿-?). Se sabe que intervino en las invasiones inglesas y que era muy buen pintor, que acompañó a su amo Juan M. de Pueyrredón a España, donde intentó lograr su libertad por ser hijo de una mulata, y no de un esclavo africano, sin lograrlo, pues además careció del dinero necesario para cumplir los trámites administrativos. También fracasó en sus intentos para alcanzar una beca que le permitiera perfeccionarse en España.
Grigera, Raúl: (?-1955). Este fue su verdadero nombre, pero popularmente fue el “Negro Raúl”. Se lo definió diciendo: La inconfundible silueta del Negro Raúl con su oscura galerita encasquetada hasta las orejas; sus grandes y siempre relucientes zapatones; sus polainas blancas, impolutas, su grueso bastón; rojo clavel en el pecho, su sonrisa sangrante, marchando a grandes zancadas y repartiendo saludos a diestra y siniestra, cual si fuera un marajá indio entrando en la capital de su reino). Ricardo M. Llanes). Se ha dicho que la patota de elegantes adinerados lo hacía vestir de smoking o de jacquet muy holgados para su cuerpo, así como la galera y los zapatones de reluciente charol, para ser utilizado en toda clase de bromas, algunas crueles. En realidad, el pobre negro era un descentrado que estaba a pocos pasos de la locura. El mismo autor lo indica internado en la Colonia Doctor Domingo Cabret, donde falleció.
Ibáñez, Andrés: (¿-?). Sólo se conoce de su vida que intervino en las campañas de Chile y de Perú con brillante desempeño, como indica el General Miller en sus memorias, pero se desconocen los grados alcanzados, salvo el de capitán y haberse hecho acreedor a cinco medallas que premiaron sus intervenciones en combates.
Maldones, Estanislao: (1826-1876). Nacido en Barracas se incorporó al Regimiento del Restaurador, con asiento en Santos Lugares. Pasó luego a la artillería, e intervino en varios encuentros militares, entre los que se destacan el combate de El Tonelero y de la Vuelta de Obligado. Intervino, siempre en la misma arma, en Cepeda y en la defensa de San Nicolás. También combatió en Pavón. Más tarde intervino en la Guerra de la Triple Alianza, donde fueron pocos los encuentros importantes donde no estuvo presente, ya que llegó hasta Lomas Valencianas y Angostura. Ya de regreso, fue llamado para intervenir en la primera revolución jordanista. En 1868 culminó su carrera militar al alcanzar el grado de teniente coronel.
Maldones, Estanislao: (1854-1934). Hijo del anterior ingresó a la carrera de las armas en 1870. Tuvo numerosos destinos en guarniciones del interior del país y en 1905 alcanzó el grado de teniente coronel.
Mansilla, Felipe: (1814-1879). Se inició en la carrera de las armas en 1822 y su primer grado lo alcanzó en 1828, como cabo. Intervino en varias campañas de las guerras civiles y en el sitio de Montevideo, de donde salió para incorporarse a las fuerzas de Urquiza a quien acompañó en Cepeda, resultando mal herido. En 1854 estaba en Bahía Blanca, donde dirigió varias incursiones contra las indiadas. Desde allí fue trasladado a Buenos Aires, su ciudad natal, donde falleció.
Mendizábal, Horacio: (1847-1871). Poeta de mucha producción pese a su corta vida, publicó “Primeros versos” (1866), “Horas de meditación” (1868), donde es posible encontrar la influencia del romanticismo, corriente literaria que predominaba en ese tiempo. También se destacó como traductor del italiano y del francés, dando a conocer poesías de esos orígenes que había traducido.
Morales, José M.: (1818-1894). De profesión militar, se inició combatiendo en las fuerzas de Lavalle, al que abandonó para incorporarse a las tropas que defendieron la ciudad de Montevideo del sitio impuesto por Oribe. Más adelante se trasladó a Corrientes, donde militó a las órdenes de Paz. Años después combatió del lado urquicista en Caseros y en contra del sitio de Lagos. Como integrante de cuerpo de inválidos estuvo en Cepeda y en Pavón. Luego fue destinado a la Guerra de la Triple Alianza, terminada la cual pasó a revistar en la frontera interior de la provincia de Buenos Aires. Intervino en las revoluciones de 1870, 1880 y 1890. Su militancia mitrista le valió una diputación provincial entre 1860 y 1862 y el cargo de constituyente provincial entre 1878 y 1880. Culminó su carrera política como senador provincial en 1880 y su carrera militar al alcanzar el grado de coronel, reconocido en su reincorporación en el año 1886.
Navarro, Remigio: (1795-?). Se destacó como pianista, compositor de los más bellos minuetos y ejecutor de hermosos valses que animaron la tertulias porteñas entre 1825 y 1840. Se vinculó con los mejores intelectuales de la Generación Romántica del 37. Algunos de ellos compusieron letras para las músicas de su autoría
Narbona, José: (?-1850). Se desconocen datos de su infancia y adolescencia, pero siendo ya adulto aparece como un distinguido y pujante candombero, con fidelidad a Rosas, lo que le valió el desempeño de correo confidencial de Doña Encarnación y luego su incorporación a la Mazorca. Esas ocupaciones políticas las cumplió siendo integrante del Batallón del Restaurador, haciendo guardia en San Benito y en Santos Lugares. Su muerte está enmarcada en un episodio muy raro y confuso ocurrido en un hueco de San Telmo, nunca dilucidado.
Platero, Tomás B.: (1857-1925). Hijo de un esclavo que fue soldado de Belgrano, completó los estudios previos y luego se recibió de escribano en 1882. Se instaló en La Plata donde vivió hasta su muerte. Por sus condiciones intelectuales y sus dotes morales, fue amigo de los políticos más destacados de su época.
Posadas, Manuel G.: (1841-1897). Músico y periodista. Seguidor fiel de Mitre escribió en La Nación y lo acompañó en las revoluciones de 1874, 1880 y 1890.
Posadas Manuel: (1860?-1916). Hijo del anterior, también como él fue músico que estudió en dos oportunidades en Bruselas, favorecido por becas, y periodista.
Restano, Antonio: (1860-1928). Hijo de una familia de músicos, siguió la tradición familiar, logrando una beca para estudiar en Milán. Allí se vinculó con otros argentinos que también estudiaban y de regreso ocupó varios cargos importantes en las más destacadas orquestas de los principales teatros porteños.
Rolón, Zenón: (1857-1902). Porteño, hijo del violinista Manuel G. Zenón, cursó estudios en 1868 con el organista de varios templos porteños, Alfredo Quiroga. Siguió sus estudios con el maestro italiano Mavellini en Italia, al ser becado por el gobierno en 1873. Allí se vinculó con otros argentinos que también estaban estudiando música. De regreso a Buenos Aires dio término a su Marcha Fúnebre, escrita para homenaje a San Martín. Esta composición se estrenó cuando llegaron los restos del militar fallecido en Boulogne-Sur-Mer. Ganó en 1882 el premio instituido en la Exposición Continental, llevada a cabo en Buenos Aires, por su marcha “La Argentina”. Poco después intervino en el gran concierto del Teatro Colón, acompañado por Berutti, Hargreaves, Bernasconi y Rojas, los mejores músicos del momento. En 1884 se inició como editor de música, llamando para ello a otros músicos de gran calidad y repercusión popular. En 1887 ingresó en la docencia al ser designado maestro de música en las escuelas primarias, tarea que desempeñó hasta su muerte. En ese tiempo dio a conocer numerosos cantos escolares. Además, acompañó a músicos europeos en los conciertos que dieron y fue director del coro infantil del Teatro Ópera. De su producción musical queda algo más de un centenar de composiciones de carácter muy diverso, pero demostrativas de su cultura musical. No olvidó en ningún momento su ascendencia africana, pues apoyó a varias asociaciones y fue cofundador del Club Social, integrado por gente de color, que lo contó como sostenedor y animador constante.
Ruiz, Antonio (Falucho): (¿-1824). Fue incorporado a las fuerzas armadas en 1813 y luchó en el ejército del norte, en la campaña de Chile de donde pasó a Perú. Allí se opuso a un conato revolucionario ocurrido en la fortaleza del Callao, por lo que los revoltosos le dieron muerte, fusilándolo. Se le ha levantado una estatua ubicada hoy en la plazoleta que lleva su nombre, después de haberla emplazado en Florida y Santa Fe. Se comentó en los periódicos que el día de la inauguración se hicieron presentes varios miles de descendientes de africanos.
Sosa, Domingo: (1788-1866). Fue integrante del Batallón del Pardos y Morenos, interviniendo en las invasiones inglesas de 1806 y 1807, para marchar más tarde, a las órdenes de Belgrano, en la campaña del Paraguay. Con posterioridad hizo la campaña al Alto Perú. Más tarde tuvo numerosos destinos militares, llegando en 1833 a alcanzar el grado de teniente coronel graduado. Combatió en Caseros e intervino en la revolución contra Urquiza y en el sitio de Lagos, llegando después de esta guerra civil al grado de coronel. En la vida civil fue diputado provincial entre 1852 y 1853; constituyente provincial al año siguiente, para volver a ser diputado provincial entre 1854 y 1860. Se casó con Pascuala de la Roza Contreras y, en segundas nupcias, con Petrona Mauriño.
Thompson, Casildo: (1826-1873). Fue de profesión militar, interviniendo durante varios años en varias campañas militares como la de Caseros y la Guerra de la Triple Alianza. Resentido con gravedad en su salud fue dado de baja y ya en Buenos Aires, reubicado en la vida civil, dedicó sus afanes a la obra mutualista, siendo cofundador de la Sociedad Fraternal, de la que ya se ha hecho referencia. Se afilió a la Sociedad Tipográfica Bonaerense, pues también incursionó en el periodismo de su época como tipógrafo profesional. En sus ratos de ocio se dedicó a la música, para la que estaba naturalmente dotado, dejando composiciones que recibieron la colaboración literaria de varios destacados escritores contemporáneos. Fue uno de los pocos militares de ascendencia africana que alcanzó el grado de teniente coronel.
Thompson, Casildo G.: (1856.-?). Además de militar que intervino en las revoluciones de 1874, de 1880 y de 1890, se distinguió por ser un fiel y consecuente partidario de Mitre al que acompañó en todas sus aventuras políticas y militares. Para completar su personalidad hay que agregar su proclividad a la payada y a los encuentros de contrapunto, donde afloró la rápida y atrayente versificación para la que estaba naturalmente dotado. Para algunos especialistas fue el maestro orientador de Gabino Ezeiza.
Trejo, Nemesio: (1862-1916). Se destacó como compositor teatral, estrenando su obra “La fiesta de Don Marcos” en el teatro Pasatiempo en 1890. Le siguieron a lo largo de su prolífica vida más de cincuenta composiciones teatrales lo que hizo que García Velloso, dijera de él: “El ascendiente de Nemesio Trejo ante el público porteño databa de fecha muy anterior a los prestigios que le valiera su primer estreno teatral. Basta con recorrer las gacetillas periodísticas entre 1882 y 1888 en que su nombre aparece como importante payador contrapuntístico, en tenidas realizadas en pulperías, almacenes o teatros barriales, teniendo como contrincantes ocasionales a Vázquez, Ezeiza, y otros de significación pareja. Fue un artista intuitivo con muy poca preparación literaria, por lo que sus producciones teatrales no llegaron a sobrepasar determinados límites, pero se destacan en esas obras la observación sagaz, certera y oportunista, dichas con la gracia y la picardía muy criollas que lo distinguió siempre. En las obras de teatro de su autoría es posible rescatar personajes populares, presentados con sus lenguajes distintivos, lo que realza la valoración de su obra literaria.” Además, colaboró con bastante frecuencia en Caras y Caretas, la Razón y algunos periódicos de barrio.
Ventura: (¿-?). Era esclavo de la viuda Valentina B. Feijó y ha trascendido a la historia por ser el denunciante de la conspiración de Álzaga. Por este hecho recibió premios honoríficos y en dinero, por parte del gobierno de Buenos Aires, como también asistencia material para el resto de su vida.
Videla, Antonio: (¿-1811). Es poco lo que se sabe sobre este afroporteño que revistó en las fuerzas armadas de tierra, pero a pesar de ello, se conoce su intervención en el Sitio de Montevideo (1811), como integrante de la infantería formada por Pardos y Morenos, con destacada actuación, bajo la dirección del Teniente Coronel Agustín Sosa. Por ello alcanzó el grado de Capitán y murió en combate. Como agradecimiento post-morten el Cabildo de Buenos Aires le dio la libertad a su hija esclava. Dadas las deficientes informaciones —fechas de nacimiento y muerte, lugares donde ocurrieron, nombre de los progenitores, etcétera— no se incluyen las informaciones de los que se indican a continuación, pues muchos de los datos que se les atribuyen no están comprobados o son sospechosamente atribuidos. Sólo se indica la profesión cuando se tiene la certeza. Tampoco se incluyen las biografías de otros afro, por no ser nacidos en Buenos Aires, como es el caso notorio de Barcala, el militar que logró amplia repercusión en los diccionarios biográficos.
Esos hombres son, indicados por profesión conocida. Entre los músicos: Alejandro Videla, Benigno Rivarola, Roque Rivero, Tiburcio Silvarios y Demetrio Rivero. Entre los artistas plásticos hay que nombrar a Juan B. de Aguirre y Bernardino Rorales, quienes lograron destacarse como pintores de cierto mérito. El periodista Lucas Fernández se destacó por su intervención en la prensa porteña.
Entre los militares se deben incluir al Negro Batallón, Inocencio Pesoa y Agustín Sosa. Hay otros, trascendidos por motes referidos al color de la piel, pero no hay más información. Como empresario hay que incluir a Juan B. Balparda.
Los payadores son los que aportan mayor cantidad de nombres pero, debido posiblemente a la vida errabunda, se han dejado de consignar sus informes personales, lo que hoy llamamos curricula. Entre esos nombres hay que incluir los de Pancho Luna o Francisco Luna, pues figura con ambos en las mismas composiciones que han quedado sin perderse, Valentín Ferreyra, Pablo Jerez, Andrés Alfaro, Celestino Dorrego, Félix Hidalgo, Silverio Manco, Rudecindo Suárez, Ramírez, Martín y Agapito. De los dos últimos se sostiene que eran apodos y no nombres, desconociéndose los apellidos. Por su parte la literatura aporta estos nombres: Froilán Bello, Santiago Elejalde, Mateo Elejalde, Dionisio García y Ernesto Mendizábal (no confundir con su homónimo). Para cerrar esta breve cita corresponde destacar los nombres de las mujeres. Entre ellas se destacan Edelvina Rodríguez, que fue buena y modesta literata y Carmen Ledesma que puede ser tomada como la síntesis de las fortineras y de las mujeres de los soldados que los siguieron a sol y a sombra, en las buenas y en las malas.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año II – N° 7 – Diciembre de 2000
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Vecinos y personajes, TEMA SOCIAL, TRABAJO, Colectividades, Inmigración
Palabras claves: afrodescendientes, afro, negritud, etapas migratorias
Año de referencia del artículo: 1810
Historias de la Ciudad. Año 2 Nro7