Caracterizada por una intensa actividad musical y especialmente operística, la vida cultural de nuestra ciudad a principios del siglo XX, se enriqueció con cantidad de visitantes ilustres, entre los que se destacan tres grandes compositores: Giacomo Puccini, Pietro Mascagni y Richard Strauss
El entusiasmo por la música y en especial por la ópera, generados por la presencia imponente de los inmigrantes, sus costumbres y sus raíces culturales, fue significativo en nuestro medio. Los varios teatros aptos para este tipo de representaciones llevaban a escena numerosas óperas muy poco tiempo después de haberse estrenado en los principales teatros líricos del viejo mundo.
Estos eventos contaban con la participación de cantantes y directores de primera línea, tanto en Europa como en los Estados Unidos, siendo así que también se acercaron al Plata algunos de los más importantes compositores de la época.
Tres de ellos despertaron especial interés en el mundo musical de entonces: Giacomo Puccini (1856-1924); Pietro Mascagni (1863-1945) y Richard Strauss (1864-1949).
Veremos ese interés testimoniado a través de los recuerdos de Arturo Giménez Pastor, que fuera columnista y crítico musical de El Diario y La Nación.
Las impresiones recogidas en las entrevistas fueron publicadas en su libro Figuras a la distancia, en el que recuerda aquellos días de incesante participación en la vida cultural porteña, volcando sus experiencias en el trato con diferentes personalidades.
Arturo Giménez Pastor nació en 1872, se recibió de doctor en Jurisprudencia en Montevideo. Fue consejero y profesor de Literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Autor teatral, periodista, novelista, poeta e historiador, también escribió libros de texto. Algunas de sus obras fueron traducidas a otros idiomas; podemos citar las obras teatrales Ganador y placé, La muerte del protagonista, La prueba del fuego —estrenada por Florencio Parravicini—, Tres novelas del Plata, Velada de Cuentos, Luces de prisma, Versos de amor, Los poetas de la Revolución, El romanticismo bajo la tiranía, Mitre, hombre de letras, Wagner en el llano, etc., considerando como sus obras más importantes Historia de la Literatura Argentina e Historia de la Literatura Española.
Giménez Pastor —que falleció en Buenos Aires en 1948—, describe en forma amena, con agudas observaciones sus vivencias y con entusiasmo lleno de gracia y realismo. Los giros poéticos de su estilo literario juegan a la par de expresiones del habla cotidiana de esos años, demostrando cuando analiza las obras, una absoluta autoridad en materia musical.
Viajemos entonces con él hacia estas tres grandes figuras…
PUCCINI
En junio de 1905 llegó a Buenos Aires el autor de La Boheme. Venía traído por la empresa Nardi-Bonetti para preparar y asistir a la presentación en la Ópera de su Edgard, obra relegada al silencio de los archivos de teatro por el resultado nada favorable del estreno en Italia, años antes.
No obstante ser Giacomo Puccini uno de los dos jóvenes maestros italianos que concentraba en sí la representación y el prestigio de la música dramática ya en pleno éxito a fines del siglo, y a pesar de la gran popularidad por ser el músico de la emoción sentimental, su recepción no fue solemnizada por una de esas afluencias de público que caracterizan los acontecimientos de sonada significación.
Veintisiete años atrás, Buenos Aires era mucho menos popularmente novelero que hoy, época de muchedumbre que amontona muchedumbre para todo en todas partes.
Una noche de la Ópera
En cambio fue sin duda una velada de las que quedan entre los recuerdos perdurables, aquella en que la concurrencia a la ópera acogió la presentación de Puccini en ese teatro donde se dio La Boheme, dirigida por Mugnone y cantada por las sopranos Giachetti y Garavaglia, el tenor Anselmi, el barítono Nani y los bajos Ercolani y Didur.
Un cuadro de lujo, como lo advertirá quien haya tenido noticias de la calidad o de la reputación de aquellos cantantes.
El maestro fue literalmente aturdido por los aplausos que en cada uno de los entreactos y al final de la función saludaron calurosamente en él a uno de los predilectos de aquel auditorio de la Ópera. Aturdido parecía estar el músico, que a las claras no sabía qué hacer para corresponder desde el proscenio a un homenaje que se prolongaba insostenible después de cada acto de la ópera. Tanto más, cuanto que el agasajado en esas condiciones no era evidentemente de aquellos que reciben el aplauso como señores del éxito.
Ese gran agasajo de la primera noche pareció agotar o dar por cumplido en su expresión de plenitud calurosa el tributo debido al artista y al huésped. Ni el estreno de Edgard, elegido para las funciones de gala del 9 de Julio, ni la velada especial en honor del maestro, con Madame Butterfly cantada por la Storchio, reavivaron el fuego de exaltada animación que se encendió en homenaje máximo al presentarse el maestro por primera vez en aquel escenario de la Ópera ya consagrado por la gloria de su música. Durante uno de los entreactos de esa velada fui presentado a Puccini.
A la luz del camarín
El músico de Manón, La Boheme y Madame Butterfly, de Vissi d´arte y de Lucevan le stelle estaba en el camarín de descanso del director de orquesta, Mugnone, parado ante un grupo de fraques y pecheras blancas: diletantes abonados
que lo contemplaban con sonriente simpatía.
El maestro los miraba a su vez dejándose contemplar con propicia pasividad; estas respectivas actitudes no habían establecido corriente de verdadera comunicación entre el grupo y el objeto de su interés.
Nadie más parecido a sus retratos que aquel hombre a quien por ellos conocíamos tanto. Salvo el toque de sonrisa afable con que sus ojos correspondían al callado homenaje del público allí reunido, la fisonomía era una no menos fiel reproducción de sus retratos.
La mediana talla se realzaba con la oscura abundancia de un no alisado cabello. El rasgo más firme era el cierre exacto y preciso de la boca bajo un corto bigote. La faz de sano matiz moreno (ligeramente rojizas las alas de la nariz) y el despejado aire de joven “campagnuolo” que la levantaba, traían al recuerdo los zagales italianos de terracota pintada que un tiempo abundaron en nuestros bazares. El maestro no parecía hallarse cómodo en su papel de objeto de curiosidad. La verdad es que a él no se le ocurría nada que decir, y a los otros no mucho más. No era Puccini, evidentemente, de los hombres que saben iniciar y animar la conversación con personas recién conocidas; Mugnone me presentó. El consabido apretón de manos, unas palabras de salutación tributadas al visitante ilustre y admirado, otras de agradecimiento, sin dudas repetidas por Puccini unas cuantas veces esa noche; luego algunas preguntas periodísticas —Buenos Aires, el público de la Ópera, el viaje. Nada medianamente interesante; y por fin el tema del tiempo. Tema suscitado por el maestro, que mostró sentir calor. Algo caluroso, en efecto, el tiempo (Las conocidas anomalías de nuestro invierno y más en el saloncito aquél por la conjunción de luces, concurrencia y situación tirante). Una voz, refiriéndose a la normalización de la temperatura por el cambio de viento, iluminó la faz del maestro. —Si, el pamperito— dijo afirmando confiada expectativa de un oportuno éxito. ¡El pamperito! Sabía pues, él también, algo de por acá, aunque en diminutivo. ¡Bravo!
La realidad enemiga
Después de esto una ráfaga de desgracias me apartó del camino y no volví a ver al autor de tantas inspiraciones lírico-dramáticas siempre celebradas en el corazón del público.
Tuvo desinteligencias con la empresa del teatro que lo había traído. Se hicieron publicaciones. Que si había venido contratado, que si había venido invitado. Las tristes cosas del teatro por dentro. En suma, la presencia de Puccini en Buenos Aires no fue lucida ni airosamente finalizada.
Se la hubiera previsto, sin embargo, como un victorioso cuadro de éxito personal por la conquista del sentimiento de todos, que su música tenía ya consumada antes y para después de su venida y de su alejamiento y de su muerte.
Sin embargo, cuando recuerdo aquella figura que en un saloncito interior de la Ópera sin palabras ante el grupo de admiradores, la decepción se colora de simpatía por el que así ignoraba la “pose” de personaje ilustre, ateniéndose a una natural aunque no cómoda cortedad de mozo de pueblo embarazado por el homenaje que pone a dura prueba su aptitud para corresponder elegantemente a lo que ese homenaje espera de él.
PIETRO MASCAGNI
A cinco años de distancia1, en 1911, Mascagni siguió la ruta de Puccini. Un bello día de mayo el trasatlántico lo entregó a Buenos Aires.
Sus compatriotas le habían dispuesto una recepción que caracterizó el desembarco como expresión correspondiente al significado nacional de la popularidad de Mascagni, en que aparece asociado al factor estético el valor de expresión genuina, íntima y efusivamente italiana: temperamento, verbo, acentos, todo calor, todo color y sabor italianos, aún en las excursiones a lo exótico. Nutridas corporaciones de connacionales del viajero fueron a esperarlo llenando la explanada de la dársena. El vapor empezó a acercarse, primero oblicuo, después de lado, como esos caballos presumidos de receloso andar, hasta que tendió ante el malecón su larga banda con apiñadas filas de cabezas ávidas de Buenos Aires.
Pronto fue visible entre ellas la cara morena y rasurada del maestro, dilatándose en una sonrisa de luna llena, a tiempo que la banda municipal iniciaba el “crescendo” del himno al sol de Iris; y al tomar contacto el trasatlántico con el malecón de la dársena, se acentuaron con estrépito las salutaciones que su aproximación había ido agitando fragmentadas. Todo esto bajo un sol esplendoroso como dispuesto ex profeso para la ocasión.
El recién llegado
La personalidad de Mascagni ofrecía aspectos de más interés que la de Puccini. Aparte de la temprana y fulgurante celebridad asociada desde un principio a su nombre por la irrupción avasalladora de su genialidad en la escena lírico-dramática, la crónica de sus petulancias de superhombre teatral contribuía a aquel interés con sugestiones pintorescas; y venía a ofrecer a Buenos Aires la primicia de su última obra, nada menos: esa Isabeau en que el mundo musical italiano esperaba una vez más la expansión definitiva del estro juvenilmente revelado por Cavalleria Rusticana. Pero sobre todo: era el autor de Cavalleria Rusticana.
En los primeros momentos, la emoción del desembarco se manifestó en Mascagni con una especie de estupor pasivo y opaco que lo presentó sin mayor expresividad significativa; pero luego, ya lejos del bullicio, en la relativa clama de sus piezas de hotel, un poco invadidas también por personas que allí lo rodearon acompañándolo a no lograr inmediato descanso, el músico se mostró vivaz conversador.
¿Isabeau? Quería ser una gran expresión de lirismo romántico. Alguno de los intérpretes ignorado de nuestro público (el tenor Saludas), molto efficace. En cuanto a él, Pietro Mascagni, parecía interesarle especialmente que se supiera que venía a trabajar y no a exhibirse como “caso” de celebridad. Quizá precaución contra la idea de una perjudicial presuntuosidad; quizá alusión al rival que le había precedido como visitante ilustre.
Hablaba de todo esto con uno y otro de los que allí estábamos, desplegándose en una móvil verbosidad comunicativa de persona habituada a dar noticia de sus actividades. De cuando en cuando, mientras hablaba, deslizaba un poco de dedo abajo unas fornidas sortijas que en él lucía, y se rascaba maquinalmente en la parte anterior de la falange así puesta al descubierto. Tic más o menos periódico.
Por lo demás, poca preocupación de la postura. Ante la máquina fotográfica la signora Lina, la notablemente rubia esposa del maestro, fue quien se encargó de revolverle la encrespada cabellera en busca de un efecto de bello desorden.
Más corpulento que arrogante, Mascagni no disimulaba entonces sus cuarenta y ocho años de entonces. Antes bien los acentuaba con cierto abandono de pesadez en los movimientos, y sus ojos verdeclaros no difundían fuego expresivo. Ni su conversación ni su gesto o ademán correspondían a aquella impetuosidad meridional de “Cavalleria”, vibrante también en algunas manifestaciones y rasgos combativos del maestro. Ni tampoco en su actitud ante el atril pues el Mascagni director de orquesta se caracterizó por una propensión a alargar los movimientos rítmicos que no imprimía fogosidad dinámica a sus interpretaciones, prolijamente coloridas en cambio.
A luz gloriosa y en la penumbra
La velada de presentación, en el Coliseo, fue clamorosamente agasajante.
Se dio Aída, que dirigió con serio esmero, sin ojos en la espalda, ocupado todo él en su asunto. Tras él, una sala más popular aunque no menos significativa por su afición artística, y desde luego por la magnitud de la concurrencia, que la que había acogido a Puccini en la Ópera.
Mascagni fue llamado esa noche veinte veces al proscenio. Después de haberle visto a luz de gloria, vi al hombre trabajando en la sombra de los ensayos, mientras preparaba Lohengrin. Labor de esmero interpretativo que el solícito concurso de los intérpretes contribuía a hacer apacible, pues Mascagni ejercía sobre ellos un fácil ascendiente excluyendo arranques de nerviosidad imperiosa.
Nada tampoco aquí de aquellos desplantes y bizarrías presuntuosas con que las crónicas anecdóticas y ciertos aspectos de su vida artística habían caracterizado la personalidad del músico.
El Mascagni que yo iba conociendo era, más que un espíritu inquieto y vibrante en tensión aguda, un ánimo acogido al descanso de cierta pachorrienta beatitud de buen humor.
Cavalleria
La vivacidad meridional resurgía, sin embargo, fácilmente al toque del interés artístico. Referencias más o menos generalizadas habían llegado a atribuir a Mascagni cierta inquina contra su Cavalleria Rusticana. Un caso de rivalidad entre el autor y su criatura famosa.
A fuerza de ponérsele siempre por delante esa primera obra como tipo y medida de su capacidad musical, el maestro habría llegado a concebir y manifestar respecto de ella un distanciamiento de despectiva superioridad.
—¡Eso no!— dijo con juvenil viveza una tarde que le suscité el tema estando él de visita en La Nación. ¿Desdén, negación de lo que Cavalleria representaba en su arte y en su vida? ¡Al contrario! Se la esgrimía con intencionada insistencia contra toda su obra ulterior, haciéndola refulgir frente a cada nueva ópera que ante ella debía forzosamente palidecer. Cavalleria era un arma puesta siempre al pecho del autor de Cavalleria. Su única música válida… Esta sistemática maniobra de sugestión era irritante, lo confesaba. Pero de ahí a renegar a Cavallería —Vorrebbe fare un´altra, per Baco!2
La noche de Isabeau
Al estreno se le rindieron todos los honores correspondientes al acontecimiento que era.
Hasta entonces no había ocurrido el caso de que un músico célebre viniera en persona a presentar una obra inédita en Europa al juicio de un público sudamericano. Obra, por lo demás, esperada con tenso interés como afirmación consagratoria de una genialidad por todos sentida y reconocida aún en las oscilaciones de rumbo que la habían apartado de una meta definitiva.
Quizá nunca el periodismo y el diletantismo vecinos habían salido de sus casillas y de su casa en forma tan notable, transladándose al lugar del suceso artístico con tan importantes delegaciones como las que esa vez concentraron en Buenos Aires enviados de diarios montevideanos y chilenos, además de los corresponsales especialmente encargados de informar a diarios italianos.
El éxito de concurrencia, de interés, de aplauso, de homenaje al músico ilustre, fue triunfal esa noche de Isabeau. Pero Isabeau no triunfó. Fue el motivo y la ocasión de la apoteosis ofrecida a su autor, pero no el triunfo mismo.
Sin duda a muchos de los que tan calurosamente aplaudieron la nueva obra, debió de parecerles admirable; pero debió también de influir mucho en esa impresión el ambiente, la sugestión del momento, el propicio afán de hallar lo esperado y lo deseado, porque esa misma noche fue discutida Isabeau con apasionamiento en los entreactos, y la afirmación victoriosa no subsistió incorporando la nueva ópera al grupo de las que quedan.
Desde luego, el libretista había convertido la leyenda de lady Godiva en una tontería acondicionada para arrebatos de forzado lirismo que la materia dramática no inspiraba. Y Mascagni no había hallado el verbo melódico de la gran efusión romántica anunciada por su concepto de su nueva obra. En realidad fue la soprano María Farnetti la que sostuvo el elemento de unidad e interés en el personaje protagonista, imprimiéndole gran dignidad y nervio. El tenor aquel que Mascagni había anunciado como molto efficace, no lo fue tanto y las demás figuras del drama no daban mucho elemento de relieve a sus respectivos intérpretes.
El otro buen humor
La crítica bonaerense declinó en lo posible sus fueros de tal para rendir tributo de honores al huésped en la acogida a su obra; pero no pudo dejar de analizarla y al hacerlo surgieron algunas reservas, algunas salvedades inevitables, que resultaron ser ofensivas a Italia, por más difícil que sea encontrar relación entre el juicio sobre una música y los fueros de una entidad política.
El hecho es que diarios italianos de Buenos Aires tomaron muy a mal la audacia crítica de sus colegas argentinos, declarando que se quería despojar a Italia de una victoria nacional. Interesante particularidad del caso fue que, presentada en Italia Isabeau, los críticos italianos ratificaron (un poco más acentuados) los juicios de sus colegas bonaerenses.
Por otro lado, el hecho vino a poner a luz y en singular oportunidad una nueva faz del buen humor de Mascagni. Se le ofreció un banquete y allí dijo: “Debo a la fuerza hacer música, pues no se hacer otra cosa. El que sabe fabricar vino es más afortunado que yo; puede dejar de hacer vino y fabricar vinagre; y entonces ya es un crítico musical. Pero nada me pone de mal humor. Mi buen humor es el único disgusto que tengan de mí mis enemigos. Por mi parte, me he propuesto vivir hasta los ciento cuarenta y dos años, y para llegar a esa edad tiene hoy uno que trabar amistad con niños de pecho. Por eso cultivo la de los críticos”
De la cara de los críticos comensales no ha creído necesario dar noticia la crónica.
RICHARD STRAUSS
Entre las grandes figuras que hayan cruzado la línea de estos recuerdos, se cuenta sin duda la de Richard Strauss, el músico más descollante en la serie de los venidos después de Wagner, por la energía del yo y la turbulenta grandeza de su obra.
En 1910 el empresario Walter Mocchi hizo conocer en el Coliseo la Salomé de Strauss. El empeño no dejaba de ser arriesgado. Se le ofrecía con esa obra a ese público “otra música” que la comprendida en la noción de lo definidamente musical. La osadía de la composición, las formas expresivas, los ritmos, los timbres, los procedimientos técnicos, aparecían allí traduciendo un concepto muy individual de la expresión lírico dramática, referida mucho más al pensamiento del drama en el ánimo del autor que a la idea y al efecto de la música en sí misma, como materia estética intrínseca. Pero cualesquiera fuesen las reservas y reacciones del gusto, de la sensibilidad o del criterio estético ante esa música insólita, la presencia en ella de una incontestable personalidad se impuso evidentemente al primer auditorio de Salomé; y esa personalidad quedó definitivamente erguida con categórica firmeza en el horizonte musical bonaerense. Cuando diez años después, en 1920, llegó Strauss a Buenos Aires, traído por el empresario Camilo Bonetti para dirigir la temporada de conciertos sinfónicos en el Colón, era ya para el público una de aquellas celebridades cuyo poder de grandeza las circunda de grave respeto.
Una gran presencia
Con la presencia de Strauss en el Colón, Bonetti, que ya había traído a Puccini, pudo considerar que ese esfuerzo culminante de su carrera le sería reconocido como singularmente meritorio. Pero el hecho no tuvo la merecida resonancia. La prensa no reaccionó muy calurosamente ante su esfuerzo. Y el público que asistió a los memorables conciertos no alcanzó la magnitud del que más tarde se disputaba innumerable la capacidad del Colón para aclamar con fogoso entusiasmo a un maestro Kleiber dirigiendo El Danubio azul del Strauss de los valses. Esta vez, ese esfuerzo de empresario que asociaba al objetivo directo de su negocio el alcance artístico de su acción, destacó en el estrado del director de conciertos del Colón una alta figura de fuerte estructura, toda ella autoridad seria y concentrado pensamiento; cara roja y pelo plateado, corto y ya escaso. Aquella figura hizo desprenderse de una gran orquesta masas sonoras a veces brutales en su potente rudeza combativa; etéreamente delicadas otras, como armoniosos encajes; de imponente elocuencia en tal momento; en tal otro, aladas líneas melódicas de una limpidez cantante sin par. Todo un mundo musical formidable, intrincado y grandioso, como en plena fuerza de creación: las vastas concepciones y las innúmeras voces de Muerte y transfiguración y Así hablaba Zarathustra; la Sinfonía doméstica y Don Juan, Till Eulesplieger y Don Quijote; los extraños poemas que se oyeron evocados por su mismo autor en los memorable conciertos de Ricardo Strauss.
La atracción de la celebridad
Un coloquio periodístico me puso en contacto personal con aquella fuerte individualidad. No era del caso esperar algo muy importante del trato en esas condiciones con Strauss.
Desde luego, advertíase a simple vista que el hombre no era nada locuaz, ni siquiera comunicativo. Por otra parte, quien siendo lo que él era anda de paso entre gentes de estos lugares americanos, no tiene interés en manifestar los aspectos fundamentales de su yo, confiando sus ideas, los estados emotivos vinculados a su obra, o las direcciones de su espíritu. Todo en tales personas se refiere y limita a su objetivo del momento, o sea el éxito inmediato de su actividad profesional. El trato personal solo prometía satisfacción al deseo de sentirse en relación con el hombre célebre; el interés de oírlo hablar, de saber cómo era de cerca, qué impresión daba. Y el cuadro en que cambié las palabras de presentación con el autor de aquellas grandes concepciones musicales, correspondía a esa tendencia de ánimo.
Mirándolo…
Libertado de la gloriosa cautividad del aplauso que reclamó una y otra y otras muchas veces su presencia ante la sala al final de uno de sus memorables conciertos, Strauss se ha acogido a la quietud de su saloncito de descanso en el Colón. Una mesa en el centro; ante ella un sillón, y algunos asientos junto a las paredes. Strauss ocupa el sillón, terciado el alto cuerpo en actitud de quien le da descanso después de habitual pero ruda tarea: la pierna cruzada, el codo sobre el brazo de la butaca, la mano dando punto de apoyo a la seria cabeza de plateado pelo. Solo permanece junto al maestro en más familiar actitud de compañía aceptada, el doctor Enrique Susini, que destaca al lado del sillón su precoz corpulencia y que me pone en relación con el gran músico. Se trata de hallar un momento para La Nación. Strauss levanta hacia mí desde su asiento una mirada de habitual aunque no indiferente sumisión a las exigencias de la publicidad, y entornando los ojos ante las perspectivas de la próxima jornada, propone las nueve y media del día siguiente.
Entrecasa
La visita a Strauss ocurre entre el clamor exterior de los vientos, porque la pieza del hotel es alta y el vendaval rodea impetuoso el nido de aquella águila (que) en matinal “robe de chambre”, acaba de dar fin pacíficamente a su desayuno. Restos de huevos pasados por agua y de café con leche en la mesa alza del asiento su elevada figura y me recibe pidiendo sobriamente excusas por su doméstico atavío. Precisamente lo que el visitante estima como un feliz hallazgo. Tratándose de eminentes personalidades la gracia está en verlas libres del frac y de la actitud formal.
Todo esto no contribuye, sin embargo, a hacer menos seria su cara de hombre serio a macha martillo. Procurando aflojar un tanto aquella tensión fisonómica poco propicia a la gestión periodística, traigo en mi auxilio el nombre de la Bellincioni, la gran intérprete de Salomé, que me había hablado con admiración calurosa del maestro. Una diluída sonrisa de recuerdo vaga en los labios de mi grave interlocutor, bajo el pedacito de hielo que el recortado bigote cano suspende sobre sus labios.
Muy parco en movimientos, todo el vaivén de la conversación oscila sosegadamente en la fisonomía, también parca en gestos. La concentración o la expansión de la mirada, abriendo los ojos en redondo con inmóvil fijeza, era en Strauss el rasgo más señalado de su juego facial; ojos singularmente separados de una corta nariz colgada de la frente; de ellos hubiera podido decir Julio Verne, como de los de su capitán Nemo, que abarcaban la cuarta parte del horizonte. Sobre la cara color pimentón, esos ojos se redondeaban con mucho blanco abajo; y con toda su gravedad pensativa, no dejaban de tener su sonrisa. Ésta se señaló humorísticamente al elogiar la ductilidad de inteligencia que había permitido al público de Buenos Aires apreciar las expresiones nada corrientes de su música.
—Música un poco difícil—, arriesgué. La sonrisa —esta vez brillo intencionado en los ojos y leve condescendencia en los labios—, dijo claramente sin palabras: “Algo de eso, ciertamente…”
América
Un rasgo interesante de la conversación, más animada en este punto por parte de Strauss, fue el fulgor de la áurea veta americana percibida por el gran artista peregrinante.
Había concebido e proyecto de volver a Buenos Aires, pero en sus funciones de director de la Ópera de Viena; con todos los elementos de ese teatro; con la corporación íntegra, en suma. Era asunto de un millón y medio de pesos a reunirse desde luego, y a aumentarse con lo que el abono diera.
¡La América sentida ya en su expresión universalmente inteligible, en su pródiga potencialidad de indefinidas posibilidades pecuniarias! Ha empezado a acusarse la agitación inicial de la jornada. El maestro había dicho que a las once debía estar en el Colón; se nos han pasado las once ¡y hay todavía fotógrafo por ahí! Strauss se retira a su aposento y sale bien luego al “hall”, ya en traje de calle. Se le ha hecho tarde y está más serio que nunca. Sus largas piernas le llevan apuradas al sofá que la puntería fotográfica le indica. Hombre hecho a esas cargosas pero útiles operaciones auxiliares de la fama, se retrata concienzudamente, a pesar de todo.
En la fotografía no se le conoce la prisa que tiene adentro, pero no bien suena el tic final del obturador, se produce un rápido “au revoir” con atento apretón de manos, y el ascensor sumerge de inmediato en su escotillón la figura presurosa.3 sss
Notas
1.- En realidad, a seis, ya que Puccini nos visitó en 1905.
2.- “¡Quisiera hacer otra, por Baco!”
3.- GIMÉNEZ PASTOR, Arturo, Figuras a la distancia, Editorial Losada, Buenos Aires, 1940.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año V N° 23 – Reedición – septiembre 2009
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Categorías: Artistas escénicos, Arte, Teatro,
Palabras claves: musica, conciertos, Giacomo Puccini, Pietro Mascagni y Richard Strauss
Año de referencia del artículo: 1911
Historias de la Ciudad. Año 5 Nro23