Frank Brown, el que nos enseñó a reír
Ya retirado del mundo circense, vivía en el porteño barrio de Colegiales, en una humilde y pulcra casa en el 825 de la calle Martínez, desde 1949 llamada General Enrique Martínez. Cerca de allí lo vi poco antes de su muerte, ocurrida el 9 de abril de 1943. Caminaba lentamente -aún erguido en sus ochenta años y vestido con pulcritud- por la acera de la cuadra en que habitaba. Nos regaló una sonrisa, casi nostalgiosa, cuando al cruzarnos con él, su vecino y mi compañero de incipientes estudios normalistas (él y yo con doce años de edad) me alertó casi indiscretamente: “Es Franbrón”. Porque así, de tan particular manera, lo llamaban, y lo siguen llamando, los ahora ochentones, los que cuando eran niños se apiñaban al borde del picadero en espera de que Fanbón, como le decían en su media lengua, los regalara con uno de sus caramelos o bombones, esos que siempre colmaban los inmensos bolsillos del traje del gran payaso.
Había nacido en 1856, en Brighton, mientras su madre acompañaba al progenitor, Henry Brown, el afamado artista circense, en una de sus muchas giras por las islas británicas. Frank sintió en su niñez vocación marinera, mas la falta de edad le impidió incorporarse a la Real Armada. Retornó, entonces, al circo de su niñez, donde hizo el duro aprendizaje propio de quien debería ser tanto acróbata como clown. Enseguida comenzó a recorrer mundo, desde Rusia al Japón, pasando por Haití y España, hasta que recaló en Buenos Aires, adonde llegó por primera vez en 1884 y a la que retornaría siempre tras realizar giras por diversos países y continentes. En estos primeros años porteños tuvo por frecuente espectador a Domingo Faustino Sarmiento, quien dijo del joven artista que era “un Hércules con pies de mujer y manos de niño”.
Un siglo atrás ya estaba instalado con carpa propia y unido al conjunto de los Podestá, con Pablo, Jerónimo, José y otros miembros de la después legendaria familia artística. Separado de ellos, se marchó en 1890 a Sudáfrica y a la India, de donde regresó trayendo una jirafa, un elefante y algún otro animal. Por entonces, ya casado con Rosita de la Plata, la famosa écuyere, juntos realizaban arriesgadas pruebas. Precisamente, fue durante una de ellas cuando ambos vivieron un momento dramático, al romperse las riendas de los cuatro caballos que Frank guiaba mientras sostenía sobre sus hombros a la artista. Lastimado él en su carne por el accidente, debió ser sólo payaso desde entonces hasta su retiro de la escena, en 1924.
El memorable artista fue uno de esos muchos ingleses que no sólo se afincaron en la Argentina, sino que, también, se identificaron con el país y su gente. Lo confirma una anécdota reiteradamente repetida: durante una función que se realizaba en día de fiesta patria, el director de escena le mandó que subiera a un banco para sostener el aro que debía atravesar saltando una de las artistas. Tras la orden sobrevino este diálogo:
—No puedo, dijo el clown.
—¿Por qué no puede?
—No puedo trabajar porque hoy es el aniversario de nuestra independencia nacional.
—Pero usted es extranjero y no argentino.
—¿Y yo que colpa tiene?, concluyó Brown con pintoresca jerga.
A pesar de su argentinismo, no fue bien entendido en una ocasión en que, a su modo quiso adherirse a la celebración de una fiesta cívica. En muchas oportunidades solía presentarse envuelto en una bandera británica, mas en esa ocasión prefirió vestirse con los colores de nuestra enseña patria. Un alto funcionario que presenciaba el espectáculo no entendió el sentido de la actitud del payaso y lo apostrofó duramente, mientras gran parte del público acompañaba con sus aplausos al agredido. Años después, Frank Brown juzgaría el episodio con flema muy sajona: “El hombre venía de un banquete”, se le escuchó decir a modo de excusación. De haberlo sabido, también podría haber agregado que en una ocasión, otro Brown, el gran almirante, se envolvió en una bandera argentina para cubrir su desnudez porque el uniforme se le había destrozado en combate.
Ofelia Britos de Dobranich evocó así al gran payaso: “Frank Brown era Fran Brown ¡y nada más! En ese nombre mágico estaba concentrada la ilusión, el encanto inexpresable de los niños porteños que con los años habría de perdurar en su madurez de adultos”.
Ciertamente era así, pero no lo fue menos que con su mensaje que llegaba a todos, también a los mayores, porque al ya recordado Sarmiento podríamos agregar al general Roca, a Carlos Pellegrini, a Roberto J. Payró y a Rubén Darío, que le dedicó algunos de sus versos.
Todos, grandes y pequeños, le eran deudores de una risa o de una sonrisa. Haciendo gala en una ocasión de su buen humor y de su fantasía, él las estimó en 27.400.000 risas y 35.820.000 sonrisas. Y enseguida agregó que el cálculo demostraba que había logrado hacer realidad el propósito del lema inscripto en un gran cartel que lucía en la entrada de uno de sus circos: “Aquí se aprende a reír”.
No lo vi actuar pero lo conocí, aunque no cambiamos palabras. El me regaló una sonrisa.
Don Benito y sus palomas
Setenta años atrás, Buenos Aires tenía un regalo para sus niños: las palomas del Balneario o de la Costanera, que como por entonces era única no necesitaba que se le determinara diciéndole Sur. Para todos, grandes y chicos, eran las palomas de Don Benito.
Benito Costoya —uno de los personajes singulares del ayer porteño— llegó alguna vez de su España natal y recaló en el Balneario, cerca de la avenida Tristán Achával Rodríguez, de los juegos infantiles instalados por Gustavo Meyers —a quien siempre acompañaba una mona con atuendo femenino, sombrero y cartera—, del Teatro Griego, de la Fuente de las Nereidas o del Nacimiento de Venus —a la que la pudibundez porteña desterró allí para sancionar a Lola Mora, su escultora—, de la Escuela Superior de Bellas Artes, del espigón donde se pescaban pejerreyes (porque por entonces el río no estaba contaminado) y la confitería La Rambla, de propiedad de Don Enrique, mi padre.
En su modesta vivienda, don Benito comenzó a reunir, a criar, a disciplinar palomas. Llegó a tener y dirigir unas diez mil. Porque realmente las dirigía con su silbato, a pie o desde su bicicleta a la que alguna vez trepé, luciendo en todo momento su clásica gorra negra.
Y hasta allí llegaban los padres para que sus chicos —de traje de marinero, comprado en El Niño Argentino— las viesen volar, posarse dócilmente en torno de don Benito o retomar el vuelo tras recibir la orden de partida. Un buen día comenzó a pintarles el plumaje de azules y oros, de verdes y rosas. Para las fiestas patrias, para el 25 de Mayo o el 9 de Julio, las bandadas de palomas pintadas de celeste y blanco semejaban una gran bandera argentina en marcha y se confundían con el cielo.
Cuando en 1931 vino por segunda vez el Príncipe de Gales —después Eduardo de Windsor, Wallis Simpson mediante—, recibieron al barco que lo traía luciendo en sus alas colores de la enseña británica. Y para el Congreso Eucarístico Internacional, de 1934, el blanco y el amarillo pontificios volaron sobre la gran cruz de Palermo.
El presidente Marcelo Torcuato de Alvear —varón de buen diente— lo conoció un día en que concurrió a la Escuela Superior de Bellas Artes para gustar un pejerrey al barro, la especialidad de Costoya, que también era cocinero. Y en la ocasión le pidió que poblase de palomas la Plaza de Mayo. Don Benito lo logró con tiempo y paciencia, a pitada limpia y menguando un tanto la población de su palomar del Balneario.
Porque ha de saberse que la Municipalidad de entonces —a cargo de ese gran intendente que fue Carlos M. Noel—, además de ayudarlo con un modesto sueldo de peón, le permitía instalar viviendas subterráneas y enrejadas para sus palomas.
Benito Costoya ya es sólo memoria de otros días, de los de mi niñez, pues murió el 1º de Julio de 1937. Las tataranietas de sus palomas todavía vuelan por Buenos Aires y él las contempla desde el cielo montado en su bicicleta y tocado con su gorra negra.
“Chuenga” y sus puñados de golosinas
Una rememoración hecha tiempo atrás por don José Luis Faletty nos llevó a los años del siglo XX en el que éste dejaba la juventud y entraba en la adultez. Conducidos por su mano volvimos a adentrarnos con la imaginación en los estadios de fútbol, de polo, de rugby o de beisbol, como también en las pistas de atletismo. Lugares éstos donde era infaltable la figura de quien era llamado por todos Chuenga y reconocible a la distancia —según hiciera frío o calor— por una gruesa tricota o por una camisa —¿una remera?— de rayas horizontales multicolores. Creo que lo vi por primera vez en 1946 montado en la tribuna de la sección Jorge Newbery del Club de Gimnasia y Esgrima cuando el corredor Ibarra trataba de superar la marca para los 10.000 metros llanos.
La expresión inglesa chewing-gun, identificatoria de la goma de mascar, fue transformada por el personaje que evocamos en chuenga, palabra que a la vez se hizo apelativo de José Eduardo Pastor, nombres y apellido propio y denominación de los caramelos masticables que vendía.
¿Quién le proveía la materia prima, quién la transformaba? En verdad, nunca trascendió. Lo cierto es que —como bien recuerda Faletty— precedido de su característico pregón de Chuenga, chuenga, chuenga-a-a-a, Pastor trepaba por las tribunas de los estadios “cargando sus bolsas con unos caramelos masticables que vendía por la muy conocida y nada reglamentaria unidad de volumen llamada puñado. La golosina estaba envuelta en un papel refruncido y con dos grandes orejas, que dejaba mucho sobrante de cada lado. Este viejo truco hacía que uno comprara mucho papel y poco caramelo”.
El precio del puñado fue cambiando a medida que el proceso inflacionario tomaba posición del país. Los cinco o los diez centavos llegaron a montar hasta el peso. Pero lo que nunca varió fue la cantidad de la mercancía entregada casi al voleo por ese vendedor que no hablaba y se mostraba siempre urgido. Faletty reconstruyó el momento de la transacción: “¡Chuenga, un peso!” Y Chuenga nos daba un puñado. ¡Chuenga, dos pesos! Y él daba un puñado igual al anterior. Así, siempre, ante cualquier pedido, lo recibido era un puñado, hasta que uno decía: ¡Chuenga, Chuenga, siempre un puñado!, y por el arte de que el que no llora no mama, nos veíamos gratificados con dos puñados”.
Dueño de una simpatía matemática particular en punto a compra y venta, “su presencia —como dijo el diario La Nación en la nota necrológica que le dedicó— era inevitable en todo acontecimiento deportivo sobresaliente. Encorvado, flaco, desgarbado, trepaba por las tribunas con una agilidad de equilibrista”. Pero falta señalar un detalle singular: dos hinchas de fútbol lo vieron el mismo día, con pocos minutos de diferencia, en los distintos estadios a que cada uno había asistido. Es que Chuenga no pasaba más de una vez por el mismo sector, lo cual, por ejemplo, le permitía dedicar el primer tiempo de un partido a las tribunas del estadio de San Lorenzo de Almagro, cuanto éste estaba en Boedo, y el segundo, a las de la relativamente cercana cancha de Huracán, en Parque de los Patricios.
En las puertas de 1970, su paso veloz comenzó a detenerse al padecer una grave dolencia en una de sus piernas. Ya no se lo vio más transitar por entre la multitud y prácticamente se recluyó en su casa del barrio de Floresta. Había nacido en 1915 y falleció el 3 de diciembre de 1984.
A quienes lo conocimos —aunque él nunca supo quiénes éramos sus clientes- nos dejó el recuerdo de su pregón y de su simpatía.
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Año de referencia del artículo: 2020
Historias de la Ciudad