El barrio de los Recoletos
El Convento de la Santa Recolección de San Francisco, que dio nombre al barrio norteño, data aproximadamente de 1710 cuando los primeros frailes recoletos levantaron un puñado de celdas en el monte más alto de la barranca. Luego, hacia 1716, el comerciante Juan de Narbona les construyó el primitivo edificio que, con el correr de los años, se fue ampliando, y la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, terminada en 1732.
Hasta 1774 las posesiones de los humildes religiosos ocupaban unas cuarenta cuadras actuales que iban desde Arenales hasta la costa del río de la Plata (Libertador), la mayoría de las cuales eran cedidas a labradores y corraleros para su explotación. Con el tiempo y los juicios, los terrenos recoletos se redujeron al predio comprendido entre las hoy Vicente López y Libertador.
Es decir que tanto el Convento como la Iglesia tienen una larga historia anterior a 1822, cuando el ministro Rivadavia echó a los frailes, convirtiendo al Convento en hotel de inmigrantes y a su huerta en cementerio.
Durante más de cien años los frailes labradores habían sido alma mater de este barrio recio. Por lo menos tres de ellos tuvieron, además, destacada actuación pública: el padre Pedro José de Parras, Francisco de Altolaguirre y nuestro biografiado.
¿Quién es ese caballero cuyo nombre feroz no se publica?
El joven poeta Juan Cruz Varela escribió en enero de 1820 el siguiente soneto:
Entre todos los cuerdos despreciado;/ Entre todos los locos conocido;/ Por su hiel, entre vívoras querido/ Y entre predicadores sonrojado./ De la Discordia el hijo enamorado;/ el Fanatismo el héroe distinguido;/ Alguna vez por malo perseguido,/ y si quiso ser bueno se ha cansado./ ¡Caramba! ¿Y quién es ese caballero/ Cuyo nombre feroz no se publica/ Y se nos va quedando en el tintero?/ No se queda, señores, no se queda:/ Ese santo que tanto perjudica/ Se llama, Fray Francisco Castañeda.1
Así lo pintaron sus contemporáneos más amables. Cuando la cosa se puso fea, un diario oficialista llegó a llamarlo “ese fraile bigardón, asqueroso, desvergonzado, godo, indecente, alcahuetón, forzador, ladrón, borracho”, entre otras lindezas. Claro que él no se quedó atrás: En el primer número de su periódico titulado El desengañador gauchi-político, choti-protector y puti-republicador de todos los hombres de bien que viven y mueren descuidados en el siglo diecinueve de nuestra era cristiana, dijo: “cualquiera advertirá la utilidad e importancia del asunto, reducido a dar reglas para que Dios nos libre de gauchos, de federales, de chacuacos, de chotos y de tantos putos indecentes que infectan hoy a Sud América”. A Rivadavia lo llamó borrachón e impío y lo apodó Sapo del Diluvio.
¿Quién era este fraile que daba y recibía tantos sablazos?
Se llamaba Francisco de Paula Castañeda, hijo de Ventura Castañeda, comerciante que llegó a ser mayor de la Archicofradía del Santísimo Sacramento de la Catedral, y de la criolla María Andrea Romero, descendiente de los Bracamonte y de los Pineda, señores del siglo XVII. Había nacido en Buenos Aires en 1776, cuando la aldea se convertía en capital del virreinato. Aprendió sus primeras letras en la escuela de San Miguel, estudió luego en el Colegio de San Carlos, y en 1793 ingresó en la Orden de San Francisco.
Hizo su noviciado en el Convento de la Recoleta y él mismo nos cuenta que “Como en la Recoleta se rezaba con mucha pausa el Oficio Parvo, el Oficio Divino, el Oficio de Difuntos y además, desde las once y media de la noche, hasta las tres de la mañana, se gastaban las horas en maitines, lección, oración y otros devotos ejercicios, sucedió que todo el año de noviciado me lo llevé durmiendo, siéndome de mucho asombro el ver como aquéllos ángeles tenían tiempo para todo, siendo así que yo, a pesar de ser un hombre desocupadísimo, ni aun para dormir tenía tiempo, y era un escándalo para la comunidad el ver que todo lo erraba, y que, por causa mía, en el coro, en el refectorio, y en todas las distribuciones, se trastornaba el orden; hasta que la comunidad trató seriamente de declararme por inútil para la vida monástica. Yo también era del mismo parecer, porque jamás he visto dormir semejante, pues muchas veces sucedió asistir a los maitines dormido, permanecer en el coro tres horas dormido, y haberme recordado en la cama, después de haber estado de cuerpo presente, en los maitines del Oficio Divino y Parvo, en la leyenda, y en la media hora de oración, que se tenía hasta las dos y tres cuartos de la mañana”.2
Lo salvó su director, el padre Gavica, convenciéndolo de que su vocación era verdadera. En 1800, cuando ya había superado el sueño, se ordenó sacerdote y después de pasar por Córdoba, volvió al Convento recoleto para ocupar la cátedra de Teología Moral. Dicen que en aquella época publicó un estudio sobre El alma de los brutos, pero no se han encontrado rastros del mismo.
Era hombre cultísimo, austero para consigo mismo, tan indisciplinado que varias veces debió ser desterrado, combativo y a la vez cándido y jovial, siempre hiperactivo. De figura delgada y desgarbada, perfil pronunciado, prominente el mentón y los pómulos, profunda la mirada vivaz
…
Patriota de la primera hora
Durante las Invasiones Inglesas, Castañeda actuó como capellán para ambos bandos, pues según dicen los gringos le simpatizaban y era bastante más tolerante de lo que se lo ha pintado. Tanto que muchos años después llegó a decir :“Por los ingléses soy apasionadísimo, y desde luego estoy persuadido que si esta nación no fuese tan moral, y tan virtuosa no hubiera podido conservarse en el cristianismo después que se separó de la Iglesia madre…”.3
Sin embargo, el fraile era ante todo un patriota. Fue él quien predicó los sermones por la Reconquista y por la Defensa en presencia de las más altas autoridades, y dijo a quien lo quisiera oír que habíamos sido rendidos por dos mil hombres a causa de haberse corrompido la administración española. Las mismas razones esgrimió en 1810, cuando adhirió fervientemente a la causa patriótica.
Su figura fue adquiriendo fama y hasta el Convento iban a buscarlo para que bendijera cuanto acto rememorara la gloriosa gesta. Su palabra no era grandilocuente pero lo que decía instruía y penetraba en las conciencias. Ricos y pobres llenaban las iglesias para escuchar los sermones de este fraile patricio que se iluminaba en el púlpito con los colores de la patria. En 1815, cuando ningún cura se atrevió a hablar en la celebración de Mayo (Fernando VII había vuelto al trono), él acudió gustoso al llamado del Cabildo respondiendo que “aunque fuese en la punta de una lanza haría la pública profesión de su fe política”.4
“El pueblo ignorante ya es cautivo, aunque nadie venga a conquistarlo”
Si la fama del padre Castañeda en aquellos tiempos de revolución se debía a su palabra, el mayor prestigio que ya tenía en la sociedad porteña se cimentaba en su acción. Y no en acción bélica, sino en su labor de maestro de primeras letras de su escuelita del Convento recoleto, donde gratuitamente enseñaba a los chicos lectura, escritura, aritmética, moral, gramática y latín. En tal carácter lo vemos presentarse ante el Cabildo en los años 11 y 12, pidiendo papel, útiles, un ayudante o la refacción de la pieza destinada a su escuelita, “pues se halla casi inservible”.5 A comienzos de 1815 informa al Cabildo que ha establecido dos pequeñas academias de dibujo y pide se abran los salones del Consulado para que pueda concurrir mayor número de niños, pues “el dibujo, que seguramente es el padre de todas las artes, debe hacerse común, no sólo en esta ciudad y suburbios, sino también en toda nuestra campaña… Todo nuestro cuidado, señor, debe ser la generación venidera, pues ella es la segunda y principal esperanza de la patria… .6 El proyecto fue criticado por la Gaceta que sostenía que más falta hacían aulas de idiomas, de matemáticas, de historia, de derecho, y pedía que por lo menos se hiciesen ciertas aplicaciones del dibujo. Fue entonces que el padre Castañeda, creyendo comprometido su propósito, sacó a relucir su vena de polemista: “Convengo con usted que mejor sería dibujar letras del alfabeto, figuras de geometría, de perspectiva, de arquitectura, de física, de artillería etc., etc., etc.. Pero estamos por fundar y no tenemos tales máquinas, ni tales maquinistas: gracias que hemos encontrado formas humanas que copiar de la colección de grabados única que había en esta ciudad. Los maestros me sirven de balde, les pago franciscanamente, con esperanzas; y ellos quedan muy contentos y no dudan que algún día recibirán por junto el premio y galardón de sus tareas gratuitas. Entonces la Sociedad Filantrópica que se habrá fundado, hará traer de París, de Londres y de Dunquerke las maravillas que usted pide y yo deseo ver in rerum natura”.7
En el mes de octubre del mismo año 15, el fraile informó al Cabildo que eran tantos los que acudían a su escuela, que necesitaría más maestros y más salas. Propuso entonces, juntar fondos a través de una Sociedad Filantrópica de los Amantes de la Educación. El Cabildo no sólo aprobó su proyecto, sino que le agradeció el celo que demostraba en el bien público.
Esta es la época de oro de los esfuerzos educativos del franciscano, que sacando energías y recursos de su celo patriótico realiza emprendimientos mientras otros discuten; está dispuesto a ser “maestro de escuela, de filosofía o de gramática: lo que deseo es discípulos, aunque sean presos de la cárcel, a quienes enseñar lo poco que sé y procurar que aprendan lo mucho que ignoro”.8 Propaga así la necesidad de educar al pueblo como medio más eficaz para alcanzar los bienes que la revolución nos prometió, pues “el pueblo ignorante ya es cautivo aunque nadie venga a conquistarlo”. 9 He aquí el fraile al que los señoritos porteños llamarían loco de atar.
El Padre Guardián, ingeniero
Al mismo tiempo que bregaba por la educación de la patria nueva, Castañeda se ocupaba de su Convento y del pobrerío. Allí daba de comer a unos noventa indigentes por día; cuidaba de sus parroquianos recorriendo las casas y ranchos para alentar a los enfermos y apaciguar a los moribundos; organizaba personalmente las festividades del Pilar y de San Pedro Alcántara; componía en su celda himnos y canciones para el día de tal o cual santo.
En 1815, como padre guardián, intentó limpiar y arreglar los alrededores del Convento: mejoró la Plazuela (hoy Plaza Intendente Alvear) que por entonces era un pantano, abrió una bajada empedrada al camino de la costa, plantó árboles formando una alameda, zanjó y cercó los corrales, alejó las manadas de chanchos.10 La obra de remodelación que emprendía, dijo, era más para beneficio público que para beneficio de su Convento, “porque no está proyectada una línea de la obra, que no sea con aquél objeto: el Convento puede pasar sin obra; pero sin ella no puede estar con comodidad la caballería cívica en los tres corralones del convento que ocupa: no puede el Convento sufragar la hospitalidad que dispensa a ochenta, o noventa indigentes que diariamente ocurren. Y por último la plazuela de Recoletos es un punto de concurrencia pública, y donde están próximas las dos únicas romerías que hay en esta ciudad va a quedar convertida en zanjones intransitables”.
Y como si con su Convento y sus sermones no tuviera bastante, el fraile se hacía de tiempo y recursos para acudir en ayuda del alcalde y del cura del pueblo de Pilar, que lo convocaron para trasladar su pueblo e iglesia de una laguna a una loma. “Inmediatamente me conduje al pueblo, y desde el púlpito, le dije que yo lo había de llevar todo de Buenos Aires. Esta promesa la hice, como hago todas las promesas; esto es, sin saber de dónde, ni por dónde, se han de hacer mis cosas…”.11 Y vaya si no cumplió: mandó peones, ladrillos y herramientas, que levantaron horno, galpones y pisadero; llevó una multitud de sables para la cosecha del cardo; hizo lobby para conseguir un cabildo o un puente para Pilar; llevó a Bompland a recorrer el paraje y al barón de Holmberg a navegar el río.
Una patria libre, independiente y feliz
Este recoleto loco, austero, solidario y erudito quería una patria libre, independiente y feliz.
Creía que la felicidad de los pueblos estaba íntimamente ligada a la religión. Que la emancipación de España se fundaba en la ley natural, en el derecho de gentes, y en las demás circunstancias que abonaban el hecho de haberse constituido el país bajo su gobierno propio, pero que la piedad con Dios era la primera y fundamental de las virtudes, y la libertad política sin la piedad religiosa era un libertinaje mucho peor que la misma esclavitud. Por eso, desde la Catedral exhortó a Pueyrredón —Director Supremo y amigo del fraile— a la práctica de las virtudes religiosas y cívicas: “no debéis engreiros con el honor, ni atribuiros lo que no sois, ni mandar con prepotencia, ni despreciar al inferior, ni codiciar las abundancias, ni ser pródigo de vuestros bienes, ni escaso en la limosna, ni amargo con el pobre, ni cruel con tus domésticos. Ese hachón que tomas en tus manos como hijo distinguido de la América emancipada, significa que debes ser por tus obras expectable para hacer felices a los tuyos, destruir a los adversarios y conducirnos a todos al término de nuestras ansias a costa de los mayores peligros: significa que has de ser en el valor invencible, en el celo animoso, en el trabajo incansable, para con Dios piadoso, para contigo justificado y para tus conciudadanos admirable por el complejo de todas las virtudes religioso-cívicas.”12
En 1819 los liberales porteños comenzaron a hablar de reforma eclesiástica. A mediados de aquel año apareció el periódico El Americano, mediante el cual Pedro Feliciano Cavia y el prestigioso Juan Crisóstomo Lafinur —profesor de filosofía de los jóvenes liberales— propugnaban copiar algunas reformas religiosas que en ese tiempo se llevaban a cabo en España y suprimir conventos y comunidades religiosas. El Directorio y la nueva intelectualidad porteña, seducidos por las ideas filosóficas más avanzadas, sentían que conventos y órdenes religiosas eran vestigios de la época del coloniaje, que querían borrar. A ello se sumaba que después de la revolución, el andamiaje religioso, tan dependiente de España, había quedado anárquico y tambaleante.
Ante la prédica de El Americano, el padre Castañeda se lanzó a la prensa para defender los principios que él sentía debían prevalecer. Nació entonces el Castañeda periodista, creador en Buenos Aires —ha sostenido Adolfo Saldías— de ese poder que se llama la prensa, pues por él y contra él se sancionaron las leyes sobre libertad de imprenta. El fraile difundió sus primeros impresos —Amonestaciones al Americano—, donde resaltaba los servicios que prestaban los conventos y el rol humanitario de los frailes, y se oponía a que los conventos fuesen rematados como si los frailes hubiesen muerto o no pudieran tener herederos.
“Loco con sobradísima razón”
Anunció entonces que en la Recoleta se estaba trabajando en un periódico cuyo nombre sería: El Monitor Macarrónico Místico Político o citador y payaso de todos los periodistas que fueron, son y serán, o el Ramón yegua, Juan rana, firstea afuera y gerundio solfeador de cuanto sicofanta se presentare a las tablas de la revolución americana, para que Dios nos libre de tanto pseudosofos, de tantos duendes, fantasmas, vampiros y otras inocentes criaturas que no tienen más manos para ofendernos que las que nosotros les damos.13 Por supuesto, ante tamaño título, sus contrincantes comenzaron a llamarlo loco de atar, y el recoleto replicó que él era loco con sobradísima razón mientras otros eran juiciosos sin razón. Durante varios meses el público porteño siguió la fecunda y ferviente polémica donde el fraile demostraba su erudición a la vez que utilizaba las armas del humor, y todos el recurso del soneto acusador.
Entre verso y polémica llegó el tremendo año 20, que verdaderamente enloqueció al padre de rabia y dolor: la fricción entre Buenos Aires y las provincias había hecho crisis y los caudillos Estanislao López (Santa Fe) y Pancho Ramírez (Entre Ríos) batieron al ejército oficial el 1º de febrero en la batalla de Cepeda. Castañeda vio apearse, en el bajo de su Convento, al gauchaje de los federales que exigían república bajo el sistema federal.
Nuestro recoleto, fiel a los ideales de la Primera Junta, sintió que tanto los caudillos de Buenos Aires como los del interior traicionaban el espíritu fundacional de Mayo. Lo espantaba la llegada de la montonera, y acusaba al gobernador Sarratea de haber entregado la Capital a seiscientos gauchos ignorantes. En su opinión las Provincias Unidas no estaban aun preparadas para someterse a un régimen como el norteamericano, que requería pueblos educados, hábitos democráticos y recursos para costearlos. Los federales habían venido al bajo de la Recoleta a pedir federalismo y, para Castañeda el federalismo implicaba el desgarramiento de la Patria, que antes debía ser, unificarse, consolidarse y luego pensar en quimeras. Por eso federal y federalismo se convirtieron para él en malas palabras y en el objetivo de su combate sincero y apasionado.
Más aun lo fue estremeciendo la furiosa anarquía que sobrevino luego, conmoviendo especialmente a su ciudad. Buenos Aires fue durante aquel año un desquicio donde todos los que alguna vez habían luchado juntos por la patria nueva, sacaban ahora a relucir sus más recónditas mediocridades. Sarratea, Soler, Alvear, Balcarce, Dorrego, Ramos Mejía, Pagola, el Cabildo de Buenos Aires y el de Luján, cuatro gobernadores en un día de junio; mezquinos intereses personales, rivalidades, tiros y muertos en la Plaza de la Victoria para imponer ya a uno, ya a otro. Entre tantas otras aberraciones, el fraile vio cerrarse el aula de idiomas del Colegio de la Unión del Sud y suprimirse la escuela de dibujo que él fundara. Todo se había pervertido.
Unos contra otros y Castañeda contra todos
En aquel año, en que ya circulaban su Despertador Teo-Filantrópico Místico-Político, su Suplemento al Despertador y su Paralipomenón, Castañeda anunció un nuevo periódico donde daría a conocer sus principios en materia política, religiosa, educativa y de sociabilidad. El diario fue aquél que llamó El desengañador gauchi-político, choti-protector y puti-republicador de todos los hombres de bien que viven y mueren descuidados en el siglo diecinueve de nuestra era cristiana. Declaraba que su periódico no iba dirigido a federales porque no hay federales en el mundo, ni a chacuacos pues para esos no hay palabras, ni a chotos —ésos sólo se mueven a fuerza de garrote—, ni a los putos pues ellos viven de ir y venir, de modo que están bien allí donde no están ni bien ni mal. Se dirigía, dijo, a las matronas de Buenos Aires para que instruyeran a sus consortes sobre sus verdaderos intereses, y se dirigía a los bobines de Buenos Aires que todavía podían enmendarse. Y porque sabía que sus palabras levantarían polvareda, aclaró que hablaría desesperadamente porque las circunstancias del país eran desesperantes; pero que amaba a todos, tanto a orientales como occidentales; que sólo deseaba servir y que no tenía mala voluntad para los que impugnaba; que él mismo no se enmendaría ni desertaría de su empresa; y por último pidió que no hicieran caso de sus dichos sino de su intención y voluntad de propender a que remediaran lo que todos podían remediar para que no acabaran de acabarse.
Por supuesto, la locura del fraile Castañeda levantó polvaredas de escándalo. ¿Cómo se atrevía a estampar en papel tantas malas palabras? El padre defendió su léxico en latín y prosiguió con sus ataques a los corruptos y muy transitorios gobiernos de turno. Los gobiernos le respondían con destierros y contraataques a través de la muy oficialista Gaceta, llamándolo godo, indecente, fraile desvergonzado y brutal. Le mandaban caricaturas donde aparecía ahorcado, mientras las principales imprentas se excusaban de recibir sus escritos. Pero el recoleto sonreía como un niño y siempre encontraba quien le imprimiera.
Cuando, en medio del infierno que vivía la ciudad, supo que había muerto el general Belgrano, fue el único periodista que se detuvo a honrar en su diario al ilustre desaparecido. Así continuó su prédica contra los sarrateones, solerones, alvearones, dorregones, agrelones y federales. Unos contra otros y Castañeda contra todos. En sus periódicos había sátira, sonetos, parábolas, cuentos, latines, griegos y lunfardos, personajes con nombres rimbombantes, supuestas asambleas de matronas de todos los puntos de la tierra que discutían y opinaban con ingenuo sentido común. Usaba de todos los recursos de su frondosa imaginación para despertar en la opinión pública la olvidada dignidad de 1810.
La reforma de Rivadavia
Por fin, en septiembre del 20, la anarquía dio paso al gobernador Martín Rodríguez, que con la ayuda de Juan Manuel de Rosas y Estanislao López fue poniendo orden en Buenos Aires. Y el fraile aplaudió al nuevo gobernador, y amainó su pluma pero no dejó de estar atento porque sabía que los vientos seguirían arreciando contra su Convento. A su vez, el gobierno de Rodríguez, en el que reinaba el ministro Rivadavia, sabía que el padre Castañeda era incorruptible y un moscardón demasiado molesto para sus grandes proyectos liberales, que incluían la reforma religiosa. Tenía el poder de la prensa y sabía usarlo con eficacia en una ciudad donde la mayoría de las familias eran fervientemente católicas. Por eso, una vez más, intentaron sacárselo de encima.
La prensa oficialista inició una campaña para preparar la reforma, convenciendo a la opinión pública de que no bastaba independizarse políticamente de España. Era necesario también independizar el cuerpo social de las instituciones coloniales, poner al clero bajo la autoridad del gobierno y suprimir sus prerrogativas. Y así volvieron a cargarse las tintas de los periódicos amigos del gobierno y los del padre Castañeda. Si bien Buenos Aires tenía prestigiosos clérigos como Gómez, Agüero, San Martín, Zavaleta u Ocampo, éstos —por afinidad con el gobierno o por lo que fuera—, dejaron al fraile solo frente al mundo, defendiendo lo que a todo el clero le tocaba. Volvió a trenzarse en polémicas con Pedro Feliciano de Cavia y con todos las demás. Con humor y erudición defendía fervientemente la independencia de la Iglesia.
Mientras tanto, fundaba una nueva academia de dibujo en el Colegio de la Unión con la ayuda de una suscripción patriótica, a la vez que abogaba por la educación común, preconizaba el método lancasteriano que se implantaba en el país y apoyaba el proyecto de creación de la Universidad. Y cuando vio que se pretendía relegar a los clásicos latinos y a los viejos autores reemplazándolos por los enciclopedistas, fundó un nuevo periódico —el Doña María Retazos etc.— para defender los viejos libros. Y seguía granjeándose enemigos, como el pomposo general Hilarión de la Quintana, a quien apodó Retablo de San Benito por la cantidad de medallas, cintas, cordones y entorchados que lucía en su uniforme. El militar, sumamente ofendido, fue a buscarlo al Convento con un pelotón de ocho soldados pero no lo encontró, como no lo encontraron tantos otros que quisieron irse a las manos. Mientras tanto, se le apilaban en los tribunales las demandas por calumnias y difamación.
A mediados de 1821, por su gran prestigio o porque alguien soñó con poner sus seis diarios al servicio del gobierno, Francisco Castañeda fue elegido diputado a la Legislatura de Buenos Aires.
Rivadavía corrió al Convento a notificarle su designación antes de que ésta fuera aprobada por la Junta de Representantes, pero se encontró con la firme declinación del recoleto que no quería ser más que lo que era, Padre del Pueblo. En su carta de renuncia al cargo, además de desconocer la representación que emana del pueblo, señalaba que estaba abocado a sus tareas educativas y, curiosamente, que estaba intentando establecer en las escuelas “el juicio por jurados, para que la edad venidera sin mayor trabajo se encuentre con el poder judicial separado del legislativo y ejecutivo, único arbitrio para que el pueblo pueda gozar alguna especie de soberanía”.14 Antes de que llegara a enviar su carta, ya la Junta de Representantes había anulado su designación. Entonces él, enojado, agregó al pie de su carta-renuncia unos párrafos que incitaban a los ministros del culto para hacer escarmentar a “cuatro polichinelas indecentes, que fiados en la impunidad están dando campanadas contra su clero que es lo único bueno que tienen. Clero venerable! espero sólo la señal, y si me lo consientes, yo solo soy suficiente en la boca a los desvergonzados, sin más trabajo que el de predicar un sermón en la plaza pública…”. Estas palabras, que luego repitió públicamente, fueron interpretadas por la Junta de Representantes —con algo de razón esta vez— como injuriosas y revolucionarias. Se le prohibió el derecho de escribir para el público durante cuatro años y se lo condenó a destierro por el mismo lapso en un punto alejado de la provincia. La condena provocó ruidosas protestas de la multitud que se llegó hasta la plaza, frente a la cárcel, donde el cura estaba apresado. El 25 de septiembre de 1821, en las primeras horas de la madrugada, Francisco Castañeda fue conducido a Kaquél, para cumplir su destierro.
Once meses permaneció en aquel pueblito olvidado donde dedicó su tiempo a evangelizar a los indios, levantar una capilla y —¡cuando no!— atacar a don Pancho Ramos Mejía, que vivía en su estancia Miraflores y se había convertido en predicador milenarista. Esto quería decir, en el idioma de Castañeda, heresiarca blasfemo y digno contrincante para su espíritu combativo. Pero no sólo predicó Castañeda contra el predicador, sino que se abocó, con éxito, a reconvertir a sus convertidos.
Mientras estaba alejado, Rivadavia aprovechó para clavarle por la espalda la peor de las estocadas. Desde diciembre de 1821 fue dictando una serie de decretos que paulatinamente modificaron la estructura tradicional de la iglesia católica en Buenos Aires. Exigió a los conventos presentar minuciosos inventarios de bienes y personas, prohibió el ingreso a la provincia de eclesiásticos provenientes del resto del país y del exterior, expropió los bienes de los dominicos, puso bajo su dependencia a mercedarios y franciscanos y, finalmente, exclaustró a betlemitas, mercedarios y recoletos.
El 1º de julio de 1822 el gobierno dictó un decreto de tan sólo cinco artículos: 1º Los religiosos de la Recoleta pasarían a su elección al Convento de la Observancia (San Francisco) o al de la Recolección de San Pedro; 2º Los religiosos llevarían consigo los útiles y muebles de su respectivo uso; 3º El edificio de la Recoleta y los restantes muebles quedarían bajo las órdenes de Rivadavia; 4º “Queda destinado a cementerio público el edificio prenominado”; 5º Rivadavía quedaba facultado a expedir todas las órdenes necesarias para su cumplimiento.
El decreto fue entregado al entonces padre guardián de los recoletos, fray Domingo Bustos, con una nota de Rivadavia donde, luego de recordarle cuanto apreciaba “la vida ejemplar y arregladas costumbres” de los frailes, les daba un puñado de días para desalojar el Convento. Así nomás, como si se tratara de intrusos, borrando de un plumazo cien años de historia.
A pesar de las respetuosas protestas y humildes ruegos del padre guardián, Rivadavia mandó al jefe de Policía a intimar la entrega de los edificios. Cuenta Enrique Udaondo15 que el 10 de julio se recibió el Convento bajo inventario, interviniendo en la operación el padre guardián, el jefe de Policía —Joaquín de Achával— y los vecinos Martín de Elordi y Antonio Pirán. El guardián, abatido, advirtió que el día anterior unas dieciocho a veinte personas habían saltado las tapias, llevándose cuadros de la iglesia y ropa de los frailes.
Así fue como los últimos dieciséis frailes recoletos16 fueron echados de su Convento, sin que nadie pudiera impedirlo. En tiempos de Rivadavia las ideas liberales justificaban todo tipo de atropellos: quien defendiera a un convento era inmediatamente tildado de retrógrado por la juventud ilustrada. Simplemente, no estaban de moda los curas. Y el único que pudo haber resistido el despojo con el prestigio de su pluma estaba muy lejos, desterrado en el polvoriento pueblo de Kaquél.
El barrio de la Recoleta debe haber quedado enmudecido ante tamaño atentado contra aquéllos que durante cien años fueran el alma de la costa norte. La iglesia del Pilar quedaba a cargo de un cura párroco; la huerta de los frailes, hecha un cementerio; el Convento, vacío; sus bienes, saqueados o desperdigados. Ya no más maitines, no más coros ni campanas al amanecer, ni curas labradores, ni escuelita de primeras letras, ni academia de dibujo, ni padre Castañeda…
“Fraile bigardón, asqueroso, desvergonzado…”
El recoleto fue liberado de su condena en los primeros días de agosto de 1822, pero no se le permitió escribir hasta tanto se sancionase la ley sobre la libertad de imprenta. No es muy difícil imaginar lo que sintió Castañeda al llegar a su ciudad y a su casa. Grande ha de haber sido su impotencia, su dolor y su rabia frente al hecho consumado. Y más grande su desesperación al ver la adhesión pública que despertaba el prestigioso gobierno de Rivadavia. Por otra parte, si ninguno de los grandes prelados se oponía, si el provincial de los franciscanos no protestaba, ¿podía ser él más papista que el Papa? Y sí… No hubiera sido Francisco Castañeda si se hubiera resignado a encerrarse silenciosamente en el Convento de San Francisco. Reaparecieron sus periódicos Doña María Retazos, El Desengañador, la Ilustrísima Matrona Comentadora, el Paralipomenón y el Suplemento al Despertador. Una vez más el padre contra todos, intentando apelar al veredicto del pueblo, para que éste se pronunciara sobre la legalidad y justicia de la persecución contra el clero. Así, un testigo norteamericano contaba: “se le ve a menudo caminando por los suburbios de la ciudad, descalzo, vistiendo hábitos sucios, y esgrimiendo en sus manos una cruz, excita al pueblo con lamentos hipócritas de una religión atribulada”.17 Pero como todavía tenía prestigio y sus palabras entraban en las conciencias, sus adversarios volvieron a tomar las armas. Esta vez el contrincante principal fue Juan Cruz Varela, dueño del periódico El Centinela. La polémica, sobre los mismos temas de siempre, fue brillante y persuasiva. Varela le dedicaba festivos versos al fraile llorón que Sentado la otra mañana/ a la puerta de un convento/ que antaño fue de los frailes/ Y que ogaño es de los muertos. El fraile llamaba hereje al joven, retrucaba con humor cada uno de sus conceptos y agregaba nuevos periódicos.
Y como con Varela no alcanzaba para rendirlo, aparecieron otros diarios como La Lobera del año 20, de un tal José María Calderón, funcionario del Ministerio de Hacienda. Sin el talento de Varela, este periódico burdo se despachó con aquello de “fraile bigardón, asqueroso, desvergonzado, godo, indecente, alcahuetón, forzador, ladrón, borracho”18 o “Ese miserable y despreciable fraile Castañeda nos ha provocado con sus papeluchos de estos días a emprender nuestro santo empeño, y no hemos ya de desistir, hasta convencer a cada ciudadano que debe para su propia conservación tomar un puñal y concluir en un solo día con todos esos zánganos, hipócritas y facinerosos que se empeñan en cruzar las luces y las sabias instituciones y medidas de la época presente…”.19
El fraile acusó entonces al gobierno de predicar la matanza de los sacerdotes. Cercado por todos lados, sacaba más periódicos, inventaba más personajes y fustigaba duramente a Rivadavia y sus secuaces. Y, no podemos negarlo, también él insultaba feo: a Rivadavia lo trató de loco furioso, cruel, hereje, inmoral, déspota, traidor. Claro que don Bernardino se las buscaba: a fines del 22, cuando Castañeda ya no estaba, hizo sancionar la ley de reforma que, además de lo ya hecho, anulaba diezmos, suprimía la autoridad de los padres provinciales, reglaba la cantidad de frailes por convento, y hasta se atrevía a poner a cargo del gobierno la supervisión de estudios eclesiásticos y el otorgamiento de licencias matrimoniales.
En el fragor de la lucha, el fraile hizo circular por la masa del pueblo miles de papelitos que convocaban a los ministros del culto a romper las tramas y con brazo armado, a deshacer los planes en guerra abierta. Había preanunciado así la conjuración de Tagle que estalló el 19 de marzo de 1823. No llegó a participar del motín porque para entonces ya había sido juzgado por sus palabras y condenado al destierro.
Destierro al amparo de Estanislao López
Castañeda pasó entonces a Montevideo, donde publicó un número más de su Doña María Retazos, y luego a Santa Fe bajo la protección de Estanilao López. Sin recursos para continuar con su prensa y sin demasiado aliento de su protector, se dedicó a la primera pasión de su vida: la educación de los jóvenes. Fundó una iglesia y tres escuelas: en Rincón de San José, en Paraná y en San José de Feliciano. En 1825 informó a López que había concluido un aula de gramática donde enseñaba además geografía, dibujo y música “pues estoy convencido que durante la primera educación se pueden aprender con seguridad muchas cosas, que después jamás se aprenden. Las artes mecánicas también se enseñan en mi escuela: a cuyo efecto tengo ya en ejercicio una carpintería, una herrería, una relojería y una escuela de pintura”.20
Pero el fraile no podía con su genio. De entre los viejos trastos rescató un pedazo de lo que fuera la prensa del general Miguel Carrera y, con la ayuda de un viejo capitán de ingenieros de Napoleón, logró armar una imprenta. Publicó entonces tres periódicos, sin tocar temas políticos, pues así se lo había prometido a López que no quería tener fricciones con Buenos Aires. Su prestigio hizo que lo reclamaran para fundar escuelas en Corrientes y en Córdoba, o para hacerse cargo del Diario de San Juan.
Volvió al periodismo combativo en 1826. En ese año, mientras zumbaban las balas de la guerra con el Brasil, Castañeda se puso del lado de los federales. Fundó un periódico que se llamó: Vete Portugués, que aquí no es, y otro: Vete Portugués que aquí es. Luego, terminada la guerra, cuando Buenos Aires vivió la negra noche del fusilamiento de Dorrego, Castañeda se estremeció como el que más. Sintió desde la lejanía que su ciudad estaba cautiva, desnuda, amargada y desprotegida, y fustigó al Catilina Juan Lavalle desde su último periódico, el Buenos Aires Cautiva.
A la caída de Lavalle, volvió a ocuparse de sus escuelas y dejó la pluma para siempre. Sus últimos años fueron consagrados a los pobres y a los indios, que educó y amó. Pero ya se había convertido en un viejo melancólico, herido por el exilio, añorando siempre a su querida Buenos Aires.
¿Es posible que he de morir en mi casa de muerte seca?
Muchos años antes, en la soledad de su celda recoleta, había escrito: “¡Ay Dios mío! ¿Es posible que no he de morir yo de una puñalada, tolerada por amor de mi pueblo? ¿Es posible que he de morir en mi casa de muerte seca? Y habiendo Vos muerto en una cruz de puro patriota, ¿es posible que tu ministro muera tendido de largo a largo, hecho un animal, en un colchón como todos los jumentos de este mundo? No, señor, eso no está en el orden; yo soy un Quijote, viejo ya, y es preciso (no hay remedio), es preciso que me concedas la gracia de morir, en una cruz, y no hablemos más”.
No pudo ser. Murió en Paraná, de muerte seca, el 12 de marzo de 1832. El 28 de julio, sus restos llegaron a Buenos Aires y fueron despedidos con todos los honores en la iglesia de San Francisco. Dicen que sus huesos se perdieron en una de las refacciones del templo.
Ha dicho Ricardo Piccirilli,21 que Castañeda no era ni directorial ni montonero, ni unitario ni federal, sino un forjador solitario del mejoramiento moral y material de su pueblo, armado de dos grandes pasiones: la enseñanza y el periodismo. Casi una definición de Sarmiento, a quien también Buenos Aires llamó loco de atar.
La ciudad dedicó a nuestro fraile recoleto una calle en el bajo de Belgrano, que en sus tiempos era puro río. ¢¢¢
(Adelanto del libro “Buenos Ayres desde las Quintas de Retiro a Recoleta”, de próxima aparición).
NOTAS
1 Poema publicado en El Americano, Nº 41, del 7.1.1820, p. 14. Citado por Adolfo Saldías en Vida y Escritos del Padre Castañeda, Bs. As., 1907, p. 60.
2 Citado por Guillermo Furlong, Fray Francisco de Paula Castañeda, Ediciones Castañeda, Bs. As., 1994, p. 20.
3 Citado por Arnoldo Canclini en “Génesis y significado de los primeros grupos protestantes en Buenos Aires”, Academia Nacional de la Historia, 1982, p. 36.
4 Citado por Adolfo Saldías, op. cit., p. 16.
5 Acuerdos del Extinguido Cabildo de Buenos Aires, 16.10.1811, 6.3.1812, 24.4.1812.
6 Citado por Adolfo Saldías, op. cit., p. 31.
7 La Gaceta Mercantil, 2.12.1815.
8 Adolfo Saldías, op. cit., p. 49.
9 De una carta fechada en la Recolección el 15.11.1815 del padre Castañeda a Felipe Senillosa, cuando apareció el prospecto del periódico Amigos de la Patria y de la Juventud. Op. cit., p. 46.
10 Ricardo de Lafuente Machaín (El Barrio de la Recoleta, Cuadernos de Buenos Aires XVI, Buenos Aires, 1945, p. 24) cita un memorial de Castañeda a las autoridades diciendo: “Que los chanchos han hecho chiquero con la plazuela de este Convento y sin ponderación vaquean más de cien cerdos en frente a nuestra iglesia y quinientos al rededor de la cerca sin patrón alguno, gozando a su satisfacción, todo el terreno, causando todo género de perjuicios; además los panaderos ya han hecho costumbre de traer aquí sus mulas y no rara vez, los troperos sus boyadas”.
11 Escrito citado por Guillermo Furlong, op. cit., p. 264.
12 Saldías, op. cit., p. 45, oración pronunciada el 29.11.1818, para recibir a Juan Martín de Pueyrredón como mayor mayor de la Congregación Nacional del Alumbrado.
13 “Primera Amonestación al Americano”, noviembre de 1819. Citado por Adolfo Saldías, op. cit., pp. 52 y 53.
14 Op. cit., p. 196.
15 Reseña Histórica del Templo de Nuestra Señora del Pilar, Bs. As., 1918, p. 85 y ss.
16 En febrero de 1822 Domingo Bustos (36) informó que vivían en el Convento las siguientes personas: Sacerdotes: Domingo Bustos; Mariano Chombo, 60; Luciano Gadea, 65; Antonio Ibáñez, 41; Cristóbal Gabica, 58; Luis de la Concepción, 42; Valentín Arroyo, 40; José Nera, 34, Francisco Castro, 58. Hermanos Legos: Diego Montero, 78; Ventura, 77; Miguel Ruiz, 66; Hipólito Goldis (?), 44; Agustín Alvarado, 43; Andrés Loaca, 58. Donados: Manuel Lages (?), 71; Eloy Leyba, 70; Antonio Rodríguez, 58; Francisco Pintos 40. Sirvientes: Blancos: Manuel González, 50; José Noboa, 56; Gonzalo Romay, 58. Negro Libre: Francisco Irigoyen, 96. (AGN, X 22-4-3).
17 John Murray Forbes, “Once Años en Buenos Aires”, Emecé, 1956. Cabe aclarar que el norteamericano Forbes despreció siempre al fraile Castañeda.
18 Nº 1, p. 3 de La Lobera del año 20, citado por Adolfo Saldías, op. cit., p. 214.
19 La Lobera, Nº 2, p. 25, Saldías, op. cit., pp. 215/216.
20 Saldías, op. cit., p. 225, Informe de Castañeda del 5.5.1825.
21 Diccionario Histórico Argentino.
Información adicional
Historias de la Ciudad – Año I – N° 3 – 1ra. edición – Marzo 2000
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Año de referencia del artículo: 2020
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