La utilidad de conservar boletos de tranvía permite, muchas veces, hacer aportes desconocidos sobre temas de la historia de estos medios de transporte y sus concesionarios. Es lo que, con otras fuentes, pretendemos dar a conocer en este trabajo.
La Historia, como es sabido, en su afán de reconstruir el pasado recurre a muy diversas fuentes: cartas, monumentos, fotografías, libros, testimonios orales, documentos, etc. El estudio de ellas, a su vez, ha dado lugar a varias ciencias de cuyo saber se vale el historiador: así, además de algunas muy conocidas como la cronología, la numismática y la heráldica, existen otras poco difundidas como la paleografía, que se dedica a descifrar antiguos documentos, o la epigrafía, que enseña a conocer e interpretar las inscripciones. Dada la índole particularizada de su objeto de estudio, se han ido creando neologismos sólo para nombrar estas disciplinas, tal como la vexilología —del latín vexillum, estandarte—, que se ocupa del origen y significado de las banderas.
Ahora bien, estas líneas se aplican a la historia en general. Cuando se trata con la historia del transporte y, máxime en el presente caso, en que procuramos ahondar en la biografía de don Federico Lacroze, el creador de la primera línea tranviaria de la ciudad de Buenos Aires y del país, el historiador se ve necesitado de otras herramientas. Esto se entronca con la certeza de que hay quienes consideran a la del tranvía una “historia pequeña” —como si esta ciencia se pudiera medir—; la definición se corresponde con el grado de interés que el tema pueda suscitar en cada uno. Desde luego que la esencia histórica surge de todas las cosas, incluso de las más pequeñas. Pero como es un hecho ese matiz peyorativo, no extrañará que no se haya acuñado un término para definir otra disciplina cuyos aportes nos serán útiles en esta fase de nuestro estudio: la de quienes se ocupan de coleccionar y analizar boletos de medios de transporte, hallándose incluso especialistas en tranvías, ferrocarriles o colectivos.
Con ellos podemos reconstruir, en un breve análisis, los distintos sistemas de pago que hubo desde un principio en la red tranviaria de Buenos Aires, y del mismo veremos surgir entonces inesperadas derivaciones.
En sus comienzos se emplearon fichas que podían ser metálicas (figura 1), tales como las utilizadas justamente por el Tramway Central, aquella empresa pionera creada en 1870 por Federico Lacroze, cuya primera línea unía la Plaza 25 de Mayo —así se denominaba la mitad este de la Plaza de Mayo, dividida en aquel entonces por la Recova— y la Plaza 11 de Setiembre —hasta 1947 nombre de la actual Miserere. De allí las fechas que aparecen en esta ficha, y que responden a topónimos y no a algún período de vigencia, como podría creerse. También había fichas de fibra vegetal, tales las del Tramway Ciudad de Buenos Aires, otra de las compañías nacidas en ese prolíficamente tranviario año 1870.
Estas fichas se vendían en las pequeñas estaciones (“agencias” se las llamaba) que las empresas tenían a lo largo de sus líneas, y que eran entregadas al guarda, o mayoral, al ascender al vehículo. No había manejo de dinero a bordo, pero tampoco ningún control sobre los pasajeros, ya que no podía saberse si alguno se había colado o pasado con autorización del mayoral o del cochero. Pero peor aún era que los guardas —algunos, digamos— retenían parte de los cospeles recibidos para revenderlos en su beneficio. Esto dio paso a los boletos de talonario, que eran expendidos en el tranvía.
Que nacieron con un criterio fiscalizador da fe el hecho de que se los denominara “billete control” (los dos ejemplos de la figura 2), en los que ni siquiera figuraba el importe del pasaje. Para efectuar el susodicho control surgió una nueva especie tranviaria, el inspector. Dejando de lado las dificultades que para ejercer su oficio encontraba en la animadversión que le manifestaban aquellos que consideraban a sus requerimientos como una demostración de desconfianza acerca del proceder del pasajero, el problema del “degüello”, que así se llamaba la reventa en beneficio propio, subsistía, pues el guarda podía revender los boletos que encontrara abandonados.
Por otra parte, existía la complicidad de los propios pasajeros que, para retribuir atenciones, solían pagarle al guarda el valor del pasaje pero rechazaban el boleto, o se lo devolvían al bajar. De manera que, pese a la introducción de boletos numerados y a las inspecciones sorpresivas, la práctica del “degüello”, aunque reducida, continuaba al permanecer la cuestión de fondo, esto es, que aunque el pasajero pagara correctamente y mostrara el comprobante durante el viaje, nada impedía su devolución al descender, además de que el guarda podía seguir vendiendo los que recogía del suelo.
Para acabar con tales usos, las compañías trataron que los pasajeros retuvieran sus boletos; la Anglo Argentina, por ejemplo, efectuaba sorteos con premios en efectivo. En cuanto al Tramway Central, lo que hacía era canjear 10 boletos usados en sus líneas por un vale para un nuevo viaje gratuito (figura 3); estos boletos eran producto de diseño, tipografía e imprentas locales.
Como el problema se preveía de largo plazo, se encargó a una firma especializada en el ramo que diseñara e imprimiera un billetito al efecto. La destinataria fue la Compañía Nacional de Billetes de Banco de Nueva York, lo que no tiene nada de extraño, ya que desde la década de 1860, coincidiendo con la proliferación de bancos emisores en la Argentina, esta casa se alternaba con la londinense Bradbury, Wilkinson & Co. en la provisión de billetes de banco y otras impresiones de seguridad para lugares tan distintos dentro del país como Río Cuarto o Gualeguaychú, además de otras tierras tan lejanas como Marruecos, China o Turquía. Dada su reputación, no llamará la atención que el producto tuviera una bonita apariencia, que más vale semejaba papel moneda (figura 4). “Y como su valor de canje era de dos pesos moneda corriente —según cuenta Aquilino González Podestá en su artículo denominado precisamente “Cuando los Lacroze emitieron moneda”—, valor que costaba el boleto mínimo de tranvía, comenzó a circular conjuntamente con los emitidos por la Provincia como un billete más en las transacciones domésticas de los porteños de aquel tiempo. Si nos fijamos bien, no sólo la impresión y el diseño del mentado vale daba para ello, sino que hasta la redacción del mismo lo incentivaba. Como puede leerse, no sólo era canjeable por un pasaje, sino que, “en su defecto”, se lo pagaría a la vista.
La cuestión terminó mal para los Lacroze, que cayeron bajo la mira del gobierno nacional acusados de emisores de moneda. Así, el 17 de febrero de 1882, el presidente Julio A. Roca firmó un decreto en el que, además de prohibir la emisión y circulación de los susodichos vales, comunicaba a las autoridades correspondientes la necesidad de adoptar las medidas policiales al efecto, y remitía el expediente al procurador fiscal para que iniciara las acciones a que hubiese lugar. Justificaban tales medidas los considerandos, en los que se expresaba “que esos billetes constituyen un verdadero billete de Banco desde que su texto expresa la obligación de ser pagado su importe al portador y a la vista, en caso de no entregarse en algunos de los tramways de la empresa, en pago de pasajes”, y “que nadie puede emitir billetes de Banco ni ningún otro documento que pueda servir o hacer las funciones de moneda de circulación, sin autorización que no han solicitado ni les ha sido acordada a los Sres. F. y J. Lacroze, firmantes de aquellos billetes” extendiéndose luego en las razones legales a las que obedecía el decreto.
Pero el motivo de esta ya extensa digresión acerca de los medios de pago en los tranvías porteños —y que podría seguir—, pretende ubicar el contexto en que aparecieron los vales y boletos reproducidos.
Como se puede apreciar, el hermoso billete motivo de la discordia exhibe, además de las alegorías de la Fortuna y la Abundancia, propias de aquel tiempo, en ubicación central y destacada, un ojo radiante. Podría suponerse que el mismo obedece al gusto de la casa norteamericana que diseñó el vale, pero si lo comparamos con la imagen similar que predomina en su predecesor nacional, es evidente que su presencia se debe al pedido de los propietarios y administradores. Más aún: si analizamos las presentaciones iniciales del Tramway Central y el Tramway Rural, veremos que ellas se hacían, obviamente, manuscritas, y sobre papel oficio sin membretar. Ya por 1889, aunque así continuaban, se les agregó un sello de peculiares características (figura 5).
Nada tendrían de particular la forma ovalada y la tipografía en orla. Pero es llamativa la que ya debía ser para nosotros familiar representación del ojo, factor común con los vales. En síntesis, que pareciera que los Lacroze lo habían tomado como isotipo de su empresa tranviaria, suposición reforzada cuando lo vemos campear al frente de la estación del Tramway Central, según una fotografía de las instalaciones ubicadas con entrada y salida por Rivadavia-Bartolomé Mitre al 3300 (figura 6), donde hoy se encuentra la administración de Metrovías (que hasta 1993 lo fuera de Subterráneos de Buenos Aires).
Esto en sí no sería muy novedoso. Ya los antiguos egipcios lo reproducían en sus monumentos, y con él se pretendía simbolizar a las divinidades solares y las luces de la inteligencia. Y hasta el día de hoy se lo puede ver, dolarización mediante, en los billetes de ese signo monetario (figura 7).
En este caso el ojo, que representa a Dios, se halla dentro de un triángulo equilátero o delta luminoso que, a su vez, simboliza la Divinidad. La alegoría se completa con la pirámide, figura del Estado (véase el año, fecha del nacimiento de los Estados Unidos, grabado en la base en números romanos). O sea, en síntesis, una nueva nación (“novus ordo seclorum”) bajo Dios, que se encuentra por encima de los demás poderes.
Pero no nos alejemos del tema: el ojo reproducido en la papelería de una empresa tranviaria en el Cono Sur de América. Podríamos quedarnos con la interpretación precedente, pero un nuevo dato le añadirá mayor significación: Federico Lacroze integraba las filas de la masonería.
La francmasonería, que ha sido definida como hermandad secreta y a la que le cuadra más bien la de sociedad cerrada, tiene su origen en las corporaciones de albañiles libres (de ahí su nombre) del medioevo, que se congregaban en logias (el término original proviene del recinto donde se reunían con objeto de mantener en secreto las peculiaridades de su oficio). Por el 1700 esta primigenia masonería operativa había ido derivando en la actual masonería especulativa, centros de conspiración política para algunos y hermandad “filosófica, educativa, benéfica y filantrópica” cuyo fin esencial es “el perfeccionamiento integral de cada uno y de todos sus integrantes”, según estos. Desde luego, no entraremos en la polémica a fin de develar la leyenda negra de la masonería, que parece ser sólo eso. Desde el vamos, mal puede llamarse secreta a una entidad con autoridades y locales bien identificados, cuya personería jurídica y estatutos fueron de los primeros en ser aprobados una vez sancionado el Código Civil argentino, reconocimiento hecho por el gobierno bonaerense, pues la ciudad de Buenos Aires le dependía jurisdiccionalmente en ese entonces. Este último dato nos encamina hacia la cronología.
Según parece, las primeras logias rioplatenses surgieron a fines del siglo XVIII. La Logia Regeneración N° 5 (no es que hubiese cinco Logias Regeneración, sino que, en la masonería, el número de orden se coloca después del nombre) fue fundada el 1° de julio de 1857. Al mes siguiente, el 13 de agosto, y faltando escasos días para la inauguración de la primera línea ferroviaria del país, se incorporó a la misma el francés Juan Lacroze. Muy satisfecho debió quedar con lo que allí vio y oyó, pues a los pocos meses, el 3 de febrero de 1858, su hijo Federico, joven de 22 años recién cumplidos, ingresaba también a la Logia Regeneración N° 5. La relación causal directa podrá parecer obvia, pero se confirma y acentúa cuando nos enteramos de que todo candidato a ingresar debe presentar una solicitud debidamente avalada por un masón. Y aun así, la Logia hace las averiguaciones pertinentes a fin de comprobar las condiciones morales, antecedentes honorables, grado de cultura, ocupación u oficio honesto que le permita subvenir sus gastos… Desde luego, habrá sido Federico quien, a su vez, avaló a su hermano Julio cuando ingresó a la misma Logia, si bien en la mucho más distante fecha del 20 de setiembre de 1871.
Como dato curioso, y sin que de él pretendamos extraer ninguna conclusión apresurada en la historia tranviaria, digamos que en esta Logia Regeneración N° 5, que por las fechas en que ingresó Federico contaba con unos 50 miembros, también formaba parte Mariano Billinghurst, prohombre de múltiples intereses comunitarios entre los cuales sólo importa resaltar su tarea precursora en el transporte urbano sobre rieles. Fruto de su actividad en este sentido fueron las empresas del Tramway Argentino y del Tranvía a Belgrano, ambas pioneras en extender las líneas más allá de los lindes de la Buenos Aires de aquel entonces.
Pero para darnos una idea más amplia del espectro ciudadano que convocaba la masonería, baste mencionar a aquellos integrantes contemporáneos de Federico Lacroze que alcanzaron la presidencia de la República: Justo José de Urquiza, Vicente López y Planes, Santiago Derqui, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Miguel Juárez Celman y Carlos Pellegrini. Y también se contaban, entre otros descollantes coetáneos, a José Hernández, Florentino Ameghino, Leandro N. Alem, Miguel Cané, Florencio Sánchez, Lucio V. Mansilla, Eduardo Wilde e Hipólito Yrigoyen.
Sirvan estos escuetos datos para ubicar a la masonería criolla en su contexto. Para nuestros fines sólo interesa destacar que esta asociación se identifica y distingue de todas las demás por su carácter de institución simbólica, esto es, por la instrucción que da a sus adeptos por medio de ritos y símbolos, los cuales tienen sentidos diversos a medida que el iniciado se va internando en grados y conocimientos masónicos.
Y entre aquellos particularmente expresivos, que tienen un significado propio y especial además del general o vulgar que podría atribuírsele, se ven el compás, la escuadra, el nivel y la plomada, que obviamente derivan de los instrumentos empleados por los primitivos masones dedicados al arte de construir. Acorde con su evolución a la masonería especulativa y su deísmo —es decir la doctrina que reconoce a Dios como origen del Universo pero que no admite revelaciones o cultos especiales, lo que ya nos orienta acerca de la inquina que le manifestara la Iglesia—, se incorporaron muchos otros signos y símbolos, de los cuales los más representados son la estrella de cinco puntas, la espada, las columnas, el sol, el triángulo… y el ojo.
Ya que este último es el objeto de nuestra impensada digresión acerca de la masonería, a él nos ceñiremos, aunque reconociendo que frecuentemente se lo encuentra dentro de un triángulo, como hemos visto en la ilustración dolarizada. El triángulo equilátero, al tener todos sus lados y sus ángulos exactamente iguales, se considera una figura paradigmática de la perfección, la armonía y la sabiduría, por ello su aplicación es muy vasta; así, no sólo es figura simbólica importante de la francmasonería sino de varias religiones, tal como la Católica, que la considera representación de la Santísima Trinidad.
En cuanto al ojo, ya sea en el centro de un triángulo luminoso, ya en el de una gloria radiante, se ha dicho que simboliza al Sol, “expresión visible de la Divinidad, del que emana la luz y la vida”, y también al “verbo o logos, principio creador”. Según una tercera interpretación, más concreta, representa al Gran Arquitecto del Universo contemplando la Creación. Como todas estas explicaciones remiten, en suma, a la Divinidad, nada tiene de extraño que también la Iglesia Católica lo haya incorporado a su iconografía, como lo prueba la ilustración extraída de un catecismo de mediados del siglo pasado (figura 8).
Claro que, en última instancia, si analizamos la figura despojados de preconceptos para iniciados (el “Sol”, el “verbo o logos”), su presencia nos hace pensar de inmediato en “el ojo que todo lo ve”; si también se lo asocia con la presencia divina, nos ubica en la incómoda perspectiva de que nuestros actos son “observados”o “registrados”, con sus inevitables consecuencias para bien o para mal.
Ahora bien, si tanto el triángulo como el ojo son emblemas comunes para la cristiandad y la masonería, ¿por qué decíamos que el dato de que Federico Lacroze hubiera formado parte de la Orden le añadía mayor significación al ojo esbozado en la papelería del Tramway Central? Desde luego, no hay una respuesta precisa, y debemos entrar en el terreno ya no de las suposiciones respecto de las motivaciones de don Federico, sino en el de las sutilezas. Una de ellas consiste en la observación de que muchos patriotas norteamericanos de la época de la Independencia, comenzando por George Washington y Benjamin Franklin, fueron masones, y en consecuencia es comúnmente admitido que el Gran Sello de los Estados Unidos, cuyo reverso, no por casualidad, es el que hemos reproducido anteriormente, muestra muchos principios empleados por la Orden. Traspásese esto, mutatis mutandis, al área del Tramway Central, y se comprenderá lo que queremos decir. Una segunda sutileza podría basarse en el hecho estadístico de que, pese al reconocimiento del uso que la Iglesia Católica hace del símbolo, ella lo emplea de manera secundaria, a la inversa precisamente de la masonería, en tal grado que se ha dicho es “el último y más importante de los símbolos de la cámara central” del templo. Como ilustración de este aserto, veámoslo encabezando un vitral interior (figura 9) en la sede de la Gran Logia Argentina, edificio de Cangallo 1242, frente al cual pasaba, al tiempo de su creación, el Tramway Central, aquella primera línea tranviaria porteña creada por don Federico Lacroze en 1870.
El edificio de la Gran Logia de la Argentina de Libres y Aceptados Masones reviste particular interés para nosotros, por hallarse entre los poquísimos ejemplos existentes en la ciudad de Buenos Aires de la arquitectura desarrollada en la década de 1870. Dada la filiación masónica de Federico Lacroze, consideramos que debe vérselo como uno de aquellos cuyos portales seguramente fueron atravesados por su figura. En efecto, nada queda de la casona de Cabildo 1355, ni de las estaciones y oficinas tranviarias en Bartolomé Mitre 3312 y Corrientes 3965, donde llevará a cabo buena parte de su vida profesional. Fuera de ella sólo podríamos contabilizar, entre los edificios sobrevivientes de su época y a los cuales quizás concurriera, a las iglesias, lo poco que permanece del siglo XIX de las terminales de Once y Plaza Constitución, y algún que otro ejemplo aislado como el Museo Etnográfico —Moreno 350—, por entonces Facultad de Derecho, por los estudios que allí realizara su hijo Teófilo, el Banco Central de la República Argentina, nacido como Banco Hipotecario de la Provincia de Buenos Aires, por alguna eventual gestión en esta casa, o el Teatro Liceo, si fue gustoso de asistir a algún espectáculo en la única sala que nos queda de aquel entonces.
La Gran Logia de los Masones Argentinos estuvo en sus principios cercana a la Plaza de Mayo, primero donde hoy se halla el City Hotel y luego en el primer piso del entonces Teatro Colón, predio hoy ocupado por el Banco de la Nación Argentina. Formada una Comisión Edificadora del Templo, en 1868, o sea cuando se debatía la primera ley tranviaria, también se aprobaba el proyecto de aquella. Fue así que en noviembre de 1869 se adquirió el inmueble de la entonces calle Cangallo 394 (en 1887, acorde con la renumeración de las calles porteñas, pasó a ser el 1242; el nombre perduró hasta 1985, debiéndose el cambio en este caso a razones políticas).
Curiosamente el autor del citado viejo edificio del Teatro Colón también lo fue de la casa de la Masonería: el ingeniero francés Carlos Enrique Pellegrini, padre del futuro presidente y logistas ambos. Y pareciera como que había una ligazón entre nuestro primer Coliseo y la Gran Logia Central de la Argentina, como se llamaba entonces, pues como el estado de salud del ingeniero Pellegrini no le permitió permanecer al frente de las obras, se ocupó de ello el arquitecto Francisco Tamburini, quien años más tarde sería el autor del proyecto del actual Teatro Colón, por el que se destaca en los anales de la arquitectura argentina. Fue secundado en la dirección de los trabajos por el ingeniero Luis A. Huergo, otro destacado profesional. Nombres de renombre no le faltan a la Gran Logia. Lamentablemente no podemos apreciarla tal como ellos la concluyeron en 1872 (figura 10). Permanece, desde luego, la fachada curva, que seguramente obedece al deseo de otorgar sensación de una amplitud mayor, pero han desaparecido aquellos detalles propios del academicismo y que fueron los que, en suma, debiera ver don Federico —y todos quienes viajaban en su Tramway Central (¿será por casualidad que se diagramó su recorrido por la calle Cangallo?)—. Así, se rellenaron las marcas de piedra que recorrían las paredes frontales, se sacaron los atlantes —, las esculturas que obraban como soportes del balcón central—, las canaladuras de las pilastras laterales dieron lugar a un fuste liso, se eliminaron sus capiteles corintios, así como los de las columnas que flanquean la puerta de entrada, y las balaustradas de los balcones fueron reemplazadas por un sencillo parapeto. En suma, que lo que era una acabada muestra del academicismo en boga en aquellos tiempos se ha convertido, por obra y gracia de una mal entendida modernización, en un híbrido frente lavado que no representa estilo alguno (figura 11). Las modificaciones culminaron en 1942, cuando se decidió retirar la estatua de Moisés que, con sus tablas en la mano como símbolo de la ley sagrada, coronaba la fachada, pues al parecer se consideraba que no condecía con su nuevo estilo. En la primera fotografía, obtenida al año siguiente de la muerte de don Federico, se puede apreciar, además de los detalles desaparecidos, la abreviada inscripción sobre el frontis, que nos indica estar frente a la sede del Gran Oriente Argentino. Esta fue la tercera denominación de la Gran Logia, luego de la original Gran Logia Central de la Argentina y la de Gran Oriente de la República Argentina. Después de la que vemos en la fotografía le siguieron las de Gran Logia Nacional Argentina, Masonería Argentina del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, Gran Logia de la Masonería Argentina y el actual. Sea bajo el nombre que fuere, se está refiriendo a la Asamblea General, la reunión de todas las logias regulares de un país, representadas por diputados. Aclaremos que en la Masonería el término Oriente tiene otras varias acepciones, que no detallaremos aquí, pero que se deben a la creencia de que es la parte del mundo que ha servido de cuna a todas las generaciones humanas, y que allí se encuentran los orígenes y principios de la Institución. En cuanto a los cambios de nombre, ellos obedecen, en la mayoría de los casos, a querellas intestinas, que al dar lugar a nuevas Grandes Logias para enfrentarse con las existentes, algunas han tomado el nombre de Grandes Orientes para diferenciarse.a
Se agradece la colaboración de Alfredo Spinelli, a quien pertenecen los originales de los boletos reproducidos.
Alberto Bernades
Investigador de Historia, especializado en temas ferroviarios.
Autor de diversos trabajos de dicha temática.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 16 – Julio de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: TRANSPORTE, Tranvías, trenes y subte, VIDA SOCIAL, Cosas que ya no están
Palabras claves: Lacroze, boletos, pases, tranvias
Año de referencia del artículo: 1900
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro16