La etapa en que el doctor Victorino de la Plaza tuvo en sus manos la responsabilidad de la política exterior del país, y también aquella en que le correspondió tomar injerencia en su formulación, revisten, en cuanto a cantidad de hechos de ulterior importancia, una enorme riqueza y una singularidad extrema. Considerarlas, por lo tanto, reviste particular interés y no tan sólo por los aspectos de machacona superficialidad en que suele recaer la atención retrospectiva de los pueblos a propósito de temas como ese sino, asimismo, porque en su reseña descuellan algunos rastros políticos determinantes dejados por ese hombre y por no pocos de sus contemporáneos —colaboradores incluidos—, con el añadido seguramente no anecdótico de actitudes ejemplares por lo comprensivas, patrióticas y racionales, reiteradas de modo tan sistemático que no es arbitrario reconocerlas hoy como fundamento de algunas relevantes tradiciones diplomáticas argentinas.
El mérito de De la Plaza como estadista es, en ese sentido, indudable y compromete el reconocimiento de quienes dan valor a los antecedentes cívicos que definen a la Argentina, en especial, si se repara que, aun en casos cuya índole les proporcionaba absoluta novedad, actuó siempre con respeto profundo a lo hecho anteriormente en política exterior tal como, poco más o menos, fue entendida a partir de Pavón. Contribuyó así a consolidar y a precisar una noción preexistente, y a proveerla del prestigio que la mantuvo vigente —con algunos cambios, es verdad, pero más bien epidérmicos— hasta hace no demasiados años. Repasar el aporte que en ese terreno le tocó hacer es una tarea útil, a la que recompensará el poder verificar la continuidad y persistencia de procedimientos y objetivos en un ámbito acerca del cual, con gravosa injusticia, se tiende a suponer que hemos estado desde siempre sometidos a un comportamiento voluble cuando no atolondrado.
Más allá de su estilo de gestión, propio de un hombre de gabinete y de consulta —y al que las largas residencias en el extranjero habían provisto de una notoria distancia, favorable a la imparcialidad—, y aun de sus afinidades personales, elaboradas cuidadosa y trabajosamente con vistas a constituir la índole esclarecida de un erudito y de un humanista cosmopolita, había claramente en él una visión peculiar del papel de la Argentina en el mundo, originada, sin duda, en la ideología del orden conservador que le tocaría clausurar y destinada a trascender largamente al período clásico de su predominio, como que, tras la extinción este animaría e inspiraría la política exterior desde Yrigoyen1 hasta, por lo menos, los desempeños ministeriales de Carlos Saavedra Lamas y Juan Atilio Bramuglia.
Justificar las afirmaciones precedentes requiere, en primer lugar, proporcionar alguna información ordenada sobre el ciudadano Victorino de la Plaza, abogado de nota al que la versación en cuestiones tributarias y contractuales llevó —en una época y en un medio en que no existían propiamente economistas— a que Sarmiento lo designase procurador del Tesoro y luego Avellaneda le confiase la administración de la primera de nuestras arquetípicas crisis de endeudamiento, a la que afrontó desde el cargo de ministro de Hacienda.
Volvió a ejercer esa función en la primera presidencia de Roca, período en que también se desempeñó al frente de la cartera de Justicia, Culto e Instrucción Pública y —ya entrando en nuestro asunto—, de las de Relaciones Exteriores y de Interior. En la cancillería abordó, prioritariamente, aspectos de la relación con Bolivia, país que acababa de ser privado de su litoral; se creyó que, tras ese cruel recorte, acaso el antiguo Alto Perú fuese impulsado a girar en la órbita del Río de la Plata, y que resultaba necesario tomar precauciones en consecuencia, proveernos de medios regulares de vinculación con el Altiplano, y definir límites, antes que la dinámica de los acontecimientos sociales que allí se registraban derivasen en equívocos eventualmente conflictivos. A poco, en calidad de ministro del Interior, se ocupó del tendido del telégrafo hasta Sucre, en la que habría de ser su concreta contribución inicial a la proyección internacional del país.
Repentinamente, en 1885 renuncia y emigra a Europa, en actitud que en su momento fue un misterio y que sigue siéndolo. Victorino de la Plaza, ya cuarentón, político y letrado prominente, abandonó de un día para otro su muy exitosa carrera pública y se esfumó de entre nosotros por una veintena de años. Qué razón le dictó esa conducta insólita es algo que nunca fue develado, y que dio motivo en aquel tiempo a que circulase todo tipo de versiones, las más de ellas honrosas, pero sumidas en un conjunto en el que también había algunas depresivas y otras hasta ridículas. Sin embargo, el enigma no afectó el prestigio del ausente y Juárez Celman —por vía del consabido alfabeto Morse— le ofreció un día de nuevo el ministerio de Hacienda y otro la Intendencia Municipal de Buenos Aires, para encontrarse, a vuelta de correo, con gentiles mensajes de excusas y desistimiento.
En medio de los trastornos del 90, Carlos Pellegrini consiguió hacerlo regresar por unas semanas para arrancarle algunos consejos monetarios, ocasión en que, además, repitió la invitación a que se encargase de emprolijar las cuentas públicas; ante su resistencia y su expreso deseo de volver a Europa, hizo —apelando a ineludibles obligaciones patrióticas— una designación en principio extraña: lo nombró “agente financiero de la República en el exterior”, con sede en Londres.
Nunca se explicó claramente cuáles eran sus funciones, si bien siempre se las tuvo por muy importantes. Victorino de la Plaza era algo así como nuestra referencia en la City y nadie dudaba del cuidado concienzudo que ponía en velar por los intereses a su cargo. ¿Pero, qué hacía en realidad? Por supuesto, seguía la cotización de los títulos argentinos y negociaba las amortizaciones, las unificaciones, los reintegros, las tasas crediticias. Calmaría, cada tanto, la ansiedad de los acreedores y avisaría a Buenos Aires sobre la cíclica formación de frentes de tormenta.
Seguramente, también asesoraba a los capitalistas congregados en la capital de la “pérfida Albion”, y la presunción no pocas veces le ha valido el áspero dicterio de “cipayo”, proveniente de labios nacionalistas. Agrava la imputación, además, la implícita malevolencia que da por sentado, en una labor semejante, un cierto margen de deshonestidad, lo que, en todo caso, carece en absoluto de corroboración. En cuanto a lo otro, puede cada uno fantasear a su antojo pero en manera alguna es justo tachar la conducta de una persona concreta, de carne y hueso, sin más prueba que la existencia de testimonios de simpatía hacia determinada cultura, o tal o cual mundillo de empresarios.
Discernir los matices de ese arduo dilema individual, es, bien visto, procurar comprender la magnitud del viaje realizado por nuestra identidad en busca de madurez, puerto del que estamos cerca pero al que aún no hemos llegado. Quienes no consiguen comprenderlo se ven forzados, para preservar la lógica de su razonamiento, a intentar rehacer la historia, tarea que se les frustra enseguida víctima de anacronismos flagrantes… Quien ha tramado estas líneas cree, por su parte, que no es tan tortuoso entender que, con entera buena voluntad, Victorino de la Plaza —y junto con él la casi entera totalidad de la generación del 80— haya leído rubia allí donde cuarenta años después se leería tan necesaria y lógicamente pérfida. Aclaración hecha, admitamos que sí es lógico presumir que negocios ferroviarios, portuarios, bancarios, forestales, ganaderos y de frigoríficos, pasaban por ese bufete londinense. Que especuladores, inversionistas, actuarios, armadores, litigantes, representantes legales, agiotistas y caballeros de industria se acercasen, sea para obtener información o en procura de gangas. Nadie entonces pudo decir nada de nuestro agente; nadie, con el correr de los años pudo manchar en lo más mínimo su memoria, aunque ni ganas ni intentos faltaron.
No obstante, De la Plaza era inglés. Había llegado a serlo hasta un punto rayano en lo asombroso, habida cuenta de las dificultades que para tal desideratum representa haber nacido en Salta, ser de piel cobriza y representar a un gobierno extranjero. Y, por añadidura, no renegar de ninguna de esas limitaciones vivenciales. Lo era no sólo por los años de frecuentación sino por estudio, por afinidad, por deliberada y admirativa participación en las costumbres sociales y cívicas que caracterizan a los ingleses y han hecho ilustre a su patria.
Constatar esto es importante y presenta un cariz hasta aleccionadoramente conmovedor: en 1907, cuando regresa definitivamente, el muchachito aindiado que recorría las calles de Salta sesenta años atrás, el harapiento soldado de infantería que vadeaba los esteros paraguayos cuarenta años antes, es ahora un opulento señor que vive con el retraimiento de un gentleman, que colecciona objetos de arte y lee y conversa en variados idiomas. Que cree, naturalmente, en el progreso indefinido, la evolución superadora, las instituciones perfectibles y la tolerancia en cuestiones de conciencia.
Un hombre así ostenta, quiérase o no, un perfil como de ministro y Figueroa Alcorta le ofrece serlo de Instrucción Pública. Vuelve entonces, por última vez, a ese porfiado juego de las negaciones y no acepta. Un año más tarde, afectado de intemperancia vocinglera, el canciller, Estanislao S. Zeballos debe dimitir tras haberse tensado peligrosamente la relación con Brasil y tenerse que encarar, en escala diminuta, una paz armada copiada de los usos europeos. Lo reemplaza Victorino de la Plaza, al que le toca restablecer la concordia con el país vecino y, por contrapartida, presidir un agrio proceso de ruptura de relaciones con Bolivia.2 En casi dos años de gestión llevó adelante, entre otras cosas, uno de los primeros esfuerzos efectivos de establecer vínculos estrechos con los Estados Unidos, manejó los contactos a que dieron motivo las visitas que atrajo la celebración del centenario de Mayo y organizó la conferencia panamericana que se efectuó en Buenos Aires.
Tras tres años de opacidad vicepresidencial, el relato salta a octubre de 1913, cuando la enfermedad del presidente Roque Sáenz Peña lo pone al frente de los negocios públicos; tras sucesivas prórrogas de licencia por esa razón, el 9 de agosto de 1914 el fallecimiento del mandatario lo convierte en primer magistrado, poco más o menos una semana después de que los cañones hubiesen comenzado su terrible concierto en Europa. Tres días antes, se había votado la ley que suspendía la convertibilidad de 44 centavos oro por cada peso moneda nacional. El ciclo del desarrollo capitalista llegaba a su fin, junto con el mundo financiero que el nuevo presidente había conocido y las complacencias del optimismo burgués que iluminaron su residencia en las viejas ciudades. Todo vacilaba en torno y el hombre —ya un anciano— debía gobernar.
Pese a la rapidez con que se adoptaron medidas de excepción en esos días, complicadas, además, por el trastorno que entraña el deceso de un presidente, nada induce a creer —aunque esto, en rigor, fue general no sólo en los países periféricos como la Argentina, sino en todo el mundo— que hubiera real conciencia de qué estaba sucediendo. La guerra desatada era, para todos, un acontecimiento de proporciones descomunales pero no de sustancia diferente a otros antaño padecidos. Sin duda, el conflicto iba a consumir bienes y a destruir poderíos, pero, al mismo tiempo, era sensato esperar que facilitara la creación de nuevos bienes y originase la erección de otros poderes sustitutos, dando así satisfacción a algunos de los mil descontentos que recorrían la tierra.
Por otra parte, había confianza en que la lucha sería tan breve como feroz3 y que concluiría con alguna forma de compromiso a partir de cesiones territoriales y de un nuevo ordenamiento colonial. Lo que estaba por ocurrir, o sea la inminente ruina del universo liberal-capitalista, ciertamente nadie lo previó en Buenos Aires, pero, como decimos, esto no alcanza a constituir un específico reproche a los estadistas argentinos, porque tampoco los avispados políticos de Berlín, París, San Petersburgo o Londres lo advirtieron.
Desde la perspectiva porteña, la guerra planteaba dos distintos ámbito de debate: uno distante y emotivo, fundado en la tradicional anglofilia de las clases acomodadas y la no menos característica francofilia de literatos y afines, contrapuestas a la enconada anglofobia hispánica, al horror esencial con que los católicos miran a los “hijos de la luz”, o sea de la Revolución Francesa, y a la incipiente germanofilia que a la sazón se difundía entre melómanos, militares y filósofos idealistas, disyuntivas que en lo cuantitativo tuvieron hacia 1915 una definición tajante y hasta abrumadora con la incorporación de Italia al bando aliado y la consecuente multitudinaria militancia en ese sentido de la colectividad peninsular.
El otro correspondía a la óptica gubernamental, y en este los datos eran bastante más concluyentes: las perspectivas de una rápida victoria alemana se diluyeron en semanas y la posibilidad de que los océanos que nos rodean fuesen negados al predominio británico duraron muy poco más. En noviembre, el almirante Spee persiguió a una escuadrilla inglesa por las costas de Chile y la destruyó frente al puerto de Coronel, pero un mes más tarde sus hazañas navales hallaron tumba en las aguas que rodean lo que sus vencedores llaman las Falkland, o sea nuestras Malvinas. A partir de ese momento, todos los mares exteriores fueron indiscutiblemente británicos y con ellos los cables submarinos y el gran periodismo mundial: el siglo XX comenzaba a parecerse a la imagen con la que lo hemos conocido.
En principio, Victorino de la Plaza no tenía por qué sentirse incómodo en ese mundo nuevo pero ya claramente insinuado. Y tampoco tenía por qué sentirse temeroso: los admirados ingleses regían los océanos y todo indicaba que seguirían haciéndolo indefinidamente, lo que para nosotros equivalía, a juicio de los sagaces, que las decisiones estaban ya tomadas. Por otra parte había designado ministro de Relaciones Exteriores a un hombre que, por sus antecedentes, no anticipaba que fuera a producir mayores iniciativas en esa área, teóricamente intrascendente cuando los poderosos hacen hablar a las armas.
En efecto, José Luis Murature ha sido una de las menos prometedoras designaciones nunca hecha entre nosotros, en particular si se considera la instancia de crisis aguda en que sobrevino. Hombre joven y sin duda intelectual y socialmente brillante, carecía de trayectoria no ya en la diplomacia sino también en la política de batalla. Profesional del periodismo, dos décadas en La Nación eran todo su bagaje, aderezado, en virtud de esto, con la ineludible presunción de que sus raíces en el viejo mitrismo —por esos años la decadente Unión Cívica—, lo convertían en un nostálgico de los tiempos románticos. Con un trasfondo de literato, afín a la benemérita bohemia de las redacciones, discípulo agnóstico del Ariel de Rodó, naturalmente su corazón estaba con Francia y con la humanidad.
Por otra parte, Presidente y ministro apenas si se conocían. Lo que el común de los observadores podía concluir —o suponer— es que De la Plaza, un viejo meticuloso y desconfiado, no querría encomendar las relaciones exteriores, área de la que presuntamente iba a ocuparse en persona, a alguien que respondiese a influencias ajenas a los medios que frecuentaba, pero como estos eran muy reducidos debido a su larga ausencia del país, sus posibilidades de opción eran escasas. En realidad, sus contactos con las preocupaciones y pugnas cotidianas se habían restablecido apenas ayer, al ocupar la cancillería de Figueroa Alcorta. En ese trance, dio en acercarse a su despacho el periodista Murature y las charlas mantenidas con el funcionario aparecieron luego transcriptas o aludidas con tal capacidad de sugerencia y amplitud de miras, que el anciano quedó impresionado.4
No eran amigos, no tenían ninguna afinidad partidaria o personal y los separaban 35 años de edad. Esos dos hombres, sin embargo, coincidieron en el trazado y el seguimiento de una política exterior aproximadamente completa y que fue expuesta desde un comienzo de manera tan coherente, con tan marcados signos de madurez, que hoy, tras noventa años de experiencias contradictorias, nos resulta casi inconcebible. De buenas a primera, pero con todos los indicios de ser algo no improvisado pese a surgir inopinadamente ante la atención pública, se esbozaba una posición obviamente difícil de mantener, pero fácil de ser captada por un pueblo consustanciado con el legado del liberalismo, con la tradición juridicista que unifica a Hispanoamérica y con el despertar nacionalista que las márgenes del Río de la Plata inspiraba una inesperada intensidad vital. Tampoco en ninguna otra ocasión de nuestra historia las definiciones atinentes a las cuestiones exteriores fueron expresadas de manera tan explícita, ni sus objetivos no inmediatos discutidos con tal claridad, ni el tema en sí recogido con tanto interés por la discusión pública.
A no dudarlo, De la Plaza era personal y entrañablemente anglófilo tanto como Murature era francófilo. No obstante, asumieron desde el primer momento una política neutralista, que ni en sentido común, ni en dignidad de país inerme, ni en firmeza que redime a un país internamente confundido, cede en lo más mínimo a las posteriores de los presidentes Yrigoyen, Ortiz y Castillo, sino que, a menudo, hasta las supera en hechos prácticos, en la adopción de medidas concretas.
Naturalmente, no es justo restringir la enumeración de los hitos trascendentes de esa política a las protestas, por lo mismo que inexcusables un poco rituales, a los atropellos inferidos a representantes consulares,5 o a las que motivaron el hundimiento o apresamiento de algunos buques mercantes,6 en medio del marasmo en cuanto a normas del derecho de gentes acarreado por la aparición del arma submarina, por los ataques generalizados contra la totalidad de lo englobado en la noción de “Estado enemigo” y por el concepto ampliado de bloqueo marítimo que empezó entonces a aplicarse, con irrisión de los antiguos miramientos hacia los neutrales.
Con ser importantes esos hechos —y al margen de que en la resolución de todos ellos, la posición argentina, tanto bajo el gobierno conservador como bajo su sucesor radical, haya exhibido ejemplar decoro— quedan opacados ante las demostraciones palpables de neutralidad activa que dio el doctor De la Plaza, a costa precisamente de los decantados intereses británicos. La historia es la siguiente: la Armada contaba al estallar el conflicto con dos novísimos acorazados de gran porte, el “Moreno” y el “Rivadavia”, que estaban en alistamiento en los Estados Unidos y que se encontraban entre las naves más modernas y poderosas del mundo. Gran Bretaña —en parte por deseo de aumentar sus armamentos y en parte por temor a que esas naves pasasen a servir a sus contrincantes— se empeñó en comprarlos y los fabricantes e intermediarios norteamericanos secundaban sus esfuerzos. La presión era muy fuerte y se ejercía, por motivos similares, simultáneamente sobre diversos países secundarios. Brasil, entre otros, tuvo que desprenderse de su propio acorazado dreadnought en el preludio de la postración diplomática que lo llevó, a poco, al estado de beligerancia con Alemania.
La Argentina no cedió y, contra amenazas embozadas y halagos intimidatorios, fue finalmente afirmado el pabellón nacional en ambos buques. De modo insistente, el gobierno hizo saber por todos los conductos extraoficiales disponibles que ese gesto voluntarioso obedecía no sólo a la necesidad de armarse, sino, a la vez, a la mucho más trascendente de evitar la entrega de medios de guerra a un país que deseaba usarlos para atacar a otros con los que se mantenían tratos amistosos.
Desde comienzos de 1915, Buenos Aires estaba siendo conmovida por cada vez más actos y manifestaciones favorables a los aliados. En especial, la colectividad italiana participaba de las numerosas reuniones multitudinarias y, una vez que su país se sumó a la Entente, fue habitual que en medio de grandes demostraciones grupos de voluntarios se embarcasen para ir a la guerra, y que en la marcha hacia el puerto los asistentes atacasen edificios vinculados con la colectividad alemana. Los diarios eran casi todos proaliados, tendencia de que asimismo participaba la mayoría de los hombres expectables del oficialismo, empezando por el senador Joaquín V. González, partidario decidido no ya de la ruptura de relaciones con Alemania sino hasta de declararle la guerra, posición que iban haciendo suya más y más figuras prominentes a medida que se aproximaban los comicios para elegir al nuevo presidente. Rodeados por esa creciente barahúnda, De la Plaza y Murature estaban contraídos, ante todo, a la desabrida tarea de preservar una equidistancia decorosa entre comunidades e ideologías que se despedazaban, de todas las cuales era —en mayor o menor grado— deudora la todavía tan imperfecta amalgama social argentina.
Pero los verdaderos pasos del gobierno en cuanto a política exterior se daban en otra dirección, impulsados por el deseo de acometer el mayor esfuerzo que habría de desplegar el país en toda su historia para disponer de coherencia conceptual en ese ámbito. En sí, ese esfuerzo se frustró en un lapso muy breve; sin embargo ha dejado un significativo trazo en nuestras tradiciones políticas y revivió con frecuencia en las maniobras diplomáticas de la región por muchísimo tiempo, quizás hasta pasado 1970.
Resulta hoy por demás claro que el Pacto del ABC no fue un invento de algunos gobernantes y de algunos negociadores, sino la secuela de un prolongado proceso de afianzamiento y decantación de posiciones,7 en el que las de prescindencia en relación con las luchas extrarregionales y la de tratar de desentenderse de los designios de los Estados Unidos constituían ya una constante general no sólo en la Argentina, criterios que si en efecto sólo a las cansadas se traducían en pautas políticas, adquirían en cambio una naturaleza casi agresivamente advertible en cuanto trasfondo cultural.
En nuestro país, lo primero tiene antecedentes tan remotos y tan poco conocidos como las antipáticas renuencias de Mitre a condenar la injerencia francesa en México;8 lo segundo fue un camino muchas veces andado, a partir de aquel hito inicial constituido por el gallardo desplante de Roque Sáenz Peña y Manuel Quintana en el congreso panamericano de 1889, refrendado por la enunciación de la doctrina Drago, a la que Teodoro Roosevelt se vio obligado a cohonestar posteriormente ante el Tribunal de La Haya. Y en lo atinente al estrecho entendimiento con Chile y con Brasil, los Pactos de Mayo, de 1902, y el tratado de arbitraje de 1905, fueron, respectivamente, los cimientos sobre los que se edificó esa construcción política pronto abandonada pero cuyos restos nos sirvieron como amparo en nuestros merodeos por muchos años.
Hacia 1910 esas aproximaciones en lo que hoy llamamos Cono Sur se habían intensificado notablemente, sin por eso salir del plano protocolar. El Caribe, en tanto, estaba ya consolidado como mare nostrum de los Estados Unidos, aunque todavía sus agentes no controlaban efectivamente la totalidad de los centros de poder de la cuenca, cosa que sólo conseguirían hacer unos diez años más tarde.
De todo modos, era ya evidente en el criterio de Washington la distinción clásica de South America inmediata y South America del extremo austral, ámbitos que merecen —o merecían— tratamientos muy dispares. En 1913 surgió una circunstancia que habría de dar a ese hecho un relieve inusitado y que fue el antecedente determinante que originó la tentativa representada por el ABC. Los Estados Unidos estaban empantanados en su empeño por encauzar la revolución mexicana de modo que no ofendiese sus intereses comerciales y, tras el bombardeo y ocupación de Veracruz, afrontaban la fea perspectiva de tener que enviar una cantidad considerable de soldados en apoyo de sus amigos. No había consenso para hacerlo y algunos políticos propusieron que en vez de esa aventura, se organizara una expedición mancomunada de las Américas,9 en la que se invitaría a participar por lo pronto a Brasil y a la Argentina. A comienzos de 1914, el presidente Wilson cambió por completo el eje de la cuestión, al proponer no ya invadir conjuntamente sino que se lo ayudase en una negociación y, tal vez —aunque de esto no hay testimonio documental—, hasta haya sugerido la mediación colegiada.10
Finalmente, en abril de 1914, la Casa Blanca aceptó los buenos oficios de la Argentina, Brasil y Chile para posibilitar deliberaciones con representantes del presidente Victoriano Huerta que controlaba Ciudad de México y al que se reconocía así como autoridad legítima, acto que marcó el nacimiento de hecho del ABC y también de las polémicas que acompañaron la corta trayectoria de esa liga, cuyo destino formal iba a ser quedar nonata. Pues en toda América latina se entendía que la acción de los Estados Unidos en México no apuntaba sino a la sujeción y a acaso a la anexión de este país, por lo que muchos interpretaron la gestión mediadora como simple complicidad con la prepotencia imperialista. Semicondenada de antemano, tuvo concreción entre abril y junio de 1914 en la conferencia de Niagara Falls, donde los disensos entre México y su inmenso vecino fueron transitoriamente emparchados.
A partir de esa acción común, se sucedieron los contactos y reuniones hasta que el 25 de mayo de 1915 se firmó en Buenos Aires el llamado Tratado Pacifista, Tratado o Pacto del ABC y también Tratado tipartito, sobre la base de un texto muy similar al de los llamados tratados Bryan concluidos entre los Estados Unidos y otras naciones hemisféricas con el objeto de facilitar la solución de cuestiones no previstas en los convenios de arbitraje. Al no haber otras especificaciones quedaba sobreentendido que la finalidad del acuerdo era esencialmente política y era esa característica la que le daba singular importancia y también la que le confería proyecciones para algunos alarmantes. Porque, en un mundo en guerra, si tres pequeñas naciones aisladas procuran unir sus debilidades parecería que sólo la decisión de seguir una determinada política independiente podría justificar semejante iniciativa.
Seguir una determinada política, pero ¿en qué dirección? En la imprecisión en que quedó siempre la respuesta a este interrogante, está, sin duda, la limitación constitutiva del ABC y las razones de su rápido fracaso, pero por ese mismo motivo reside en ella, a la vez, una cierta ductilidad que le permitió a ese fantasma de pacto subsistir por más de medio siglo como un elemento de la diplomacia regional y hasta para servir, todavía hoy, como referencia emocional tal vez emparentada con los recurrentes esbozos de integración.
Pero esa falta de finalidad real se presenta, retrospectivamente, como inocultable. Nuestra visión actual hace, además, que la atribuyamos a la imposibilidad notoria y absoluta en que la alianza se hallaba de confrontar en cualquier terreno con los Estados Unidos, no sólo en términos económicos o militares sino, sobre todo, en términos ideológicos, incapaces como eran —o son— nuestras sociedades de oponer nada consistente a las pautas democratistas, igualitarias, individualistas y capitalistas que conforman la grandeza del país del Norte y dan sentido a su intervención en la historia. El ABC nacía, en efecto, sin nervio y, en rigor, nunca consiguió ser más que un instrumento oportunista de las jefaturas locales, en ocasiones muy útil como cuando, en una de sus proyecciones más célebres, acordó la paz entre Bolivia y Paraguay y clausuró el intento que en ese momento hacían los Estados Unidos para instalar su influencia en el seno del subcontinente, asegurando para esta área austral unos 35 años adicionales de autonomía.
Convengamos que estas observaciones de puro sentido común, tan fáciles de comprender hoy día, eran imposibles de ser formuladas en el trastorno esperanzado y revolucionario que vivía América latina en aquellos años. En tanto en el Norte se advertía cabalmente la entidad de lo que oscuramente era buscado en el fin del mundo,11 sobrestimándonos, sin duda, en Lima, en México, en Caracas, en Bogotá, en La Paz y aun en Montevideo se descontaba que las tres potencias aspiraban a repartirse el resto de los países, sacando provecho del previsible apartamiento de los Estados Unidos, a punto de caer en la vorágine de la guerra europea. Las mínimas élites criollas estaban a la sazón mayormente imbuidas de un ideario darwinista distorsionado y chapucero, que juzgaba ridículo suponer la existencia de otros motores para la alta política que el afán de conquista y la rapacidad de los pueblos.
Así, desde un comienzo, en casi todo el resto de América latina el ABC tuvo muy mala imagen, primero por creérselo un poder vicario de los Estados Unidos y luego por entender que aspiraba a un reparto a la africana de los países menores: un sensacionalismo monstruoso trasladaba los delirios en cuanto a libre mangoneo de fronteras que por entonces florecía en Europa, y así se afirmó con pasmosa inconsciencia que Brasil se anexionaría, preventivamente, a Venezuela y Colombia; la Argentina, a Uruguay y Paraguay; y que Bolivia, el Perú y Ecuador constituirían el botín de Chile, disparate en cuya difusión no conviene desdeñar los trabajos del Departamento de Estado, lógicamente interesado en hacer naufragar el proyecto, y a la sazón no menos capacitado que ahora para incidir en la opinión pública de los países periféricos.
Se reducía el pacto a un texto suscripto por el canciller argentino, José Luis Murature, y sus colegas brasileño, Lauro Müller, y chileno, Alejandro Lira, de impreciso alcance jurídico, e inobjetables enunciados políticos si bien sospechado, con algún fundamento, de ocioso. Pues, en resumidas cuentas, se limitaba a reafirmar la “amistad inconmovible” entre las tres naciones, las que atravesaban, en esos días, por una de sus etapas de más pleno acercamiento. No debe, al respecto, eludirse el hecho de que el ABC, que había funcionado con promisorio éxito y bastante repercusión antes de constituir una formalidad protocolar, tendió a la inanidad no bien lo fue, correspondiéndole a la Argentina, por añadidura, el desairado papel de actuar como su verdugo, de modo que nos tocó ser parteros y enterradores de acaso la más interesante iniciativa diplomática jamás surgida en América latina.
Porque en Río de Janeiro y en Santiago de Chile se obtuvo la ratificación legislativa, pero en Buenos Aires sólo lo aprobó el Senado. Los diputados ni siquiera llegaron a considerarlo pese a las insistencias con que al respecto se prodigaron De la Plaza y Murature. Tras la asunción de Hipólito Yrigoyen, el gobierno dejó de interesarse en el ABC y el proyecto murió de muerte natural, al perder estado parlamentario; como herencia esmirriada, las conversaciones nos dejaron uno de los tantos inútiles tratados de arbitraje con Chile para solventar la trajinada cuestión de la islas del Canal de Beagle.
Por eso no deja de ser extraño que, cada tanto, se hable del ABC como de un acuerdo existente o, en todo caso, vigente en épocas muy posteriores a la que tratamos. A lo sumo se trataba, en esos casos, del espíritu del tratado, sin duda dominante, por ejemplo, entre 1932 y 1935, cuando las tres cancillerías consiguieron, asociadas, frustrar una y otra vez la voluntad de Washington a propósito del conflicto del Chaco. Veinte años más tarde hubo otro momento en el que la relación personal entre los presidentes Perón, Getulio Vargas y Carlos Ibáñez del Campo volvió a recrear la posibilidad de una acción coordinada. Lo que se volvió a repetir a comienzos de la década del 70, debido a las fortuitas coincidencias de golpe surgidas entre los regímenes militares que imperaban en Brasil y la Argentina y el encabezado por Salvador Allende. En 1973, la Argentina dio vida a un gobierno civil cuyos intereses estaban totalmente absorbidos por los asuntos interiores y eso dio por concluido el fugaz ciclo de entendimientos; ese mismo año, la caída de Allende cerró, también, el ciclo mayor de relativa autonomía: la abierta injerencia de los Estados Unidos en la deposición de ese gobernante vino a marcar la definitiva llegada del monroísmo al Cono Sur.
En lo concreto, el desahucio fue obra de la administración de Hipólito Yrigoyen, cuyo ministro inicial de Relaciones Exteriores, Carlos A. Becú, había sido un moderado —e ilustrado— impugnador de la iniciativa, a la que objetaba lo impreciso del texto. Suya es la sentencia de que se trataba de “un mal instrumento para una buena política”.12
Pero, al parecer, el nuevo presidente tenía otros agravios pendientes con el tratado y quizá no todos se originasen, como sería imaginable a propósito de otros personajes, en inquina hacia algo ideado por sus adversarios. La usual maledicencia no tendría, en este caso, demasiado sentido, como tampoco la sospecha de que el cambio en la posición argentina era propiciado por una intriga de la diplomacia norteamericana, como se pensó en Chile. Esta inferencia, poco más o menos inevitable en casi cualquier otro trance similar, es fuerza desecharla, siquiera porque, al menos en términos de nuestras leyendas cívicas, don Hipólito debe quedar —y holgadamente queda— al margen de cualquier presunción de connivencia.
Su decisión negativa se habría fundado en una sustancia más intangible, en una renuencia visceral y moralizante a la noción de “potencias mayores” en que se basaba el pacto. En efecto, ¿por qué disponer en nombre de todos sin tenerlos a todos en cuenta? Y, por otra parte, ¿qué haríamos con los pequeños, qué con Honduras y con Haití, qué con Bolivia y Paraguay, qué, sobre todo, con nuestro querido Uruguay?13 El hombre tenía, sin duda, limitaciones y condicionantes, pero entre ellos no se hallaba el devaneo. Era un realista y una persona honesta y veía, con sensatez, que el ABC era una corporación restringida cuyos integrantes distaban de ser “grandes potencias” y que malamente podían pretender comportarse como tales, por mucho que para simularlo prescindiesen de codearse con sus vecinos escuálidos.
Entretanto, los Estados Unidos, ni una pizca intimidados por nuestra incipiente alianza, acababan de despachar a México la “expedición punitiva” de Pershing y, cuerdamente, era muy de presumir que el ofrecimiento de una nueva mediación coligada no obtuviese sino un desprecio por respuesta: cabe creer que Yrigoyen —señor chapado a la antigua y genuinamente anclado en ritos de altivez y caballerosidad— haya visto con horror la infortunada posiblidad de ser expuesto a vejaciones.14
Advertimos, de pronto, que no es fingida la solidez de las resistencias despertadas en aquella época, y ello nos hace necesario tratar de ver mejor ese propuesto pacto, intentar establecer hasta qué punto algunas de las objeciones que se le hicieron eran motivadas, y hasta dónde algunas de sus debilidades reconocidas eran, en realidad, rasgos constitutivos. Hemos descripto ya la notoria debilidad en que esa coalición hipotética se hallaba en relación con su único competidor imaginable que eran los Estados Unidos. A lo sumo, las fuerzas militares de los tres socios podían preservarlos a ellos y a los países inmediatos pero, de hecho, eso podía conseguirse sin tratado alguno pues todo se reducía a activar una capacidad eventual dependiente tan sólo de datos internos variables, como la organización estatal y la bonanza económica. Becú puntualizaba al respecto una circunstancia empírica conocida por todos: la doctrina Monroe cubría todo el continente, excepción hecha del extremo sur.
El segundo punto debatible era la justicia de haber prescindido de los países chicos, lo que resultaba tanto más descortés en el caso de los vecinos inmediatos de los grandulones. Sin embargo, la razón de haber seguido ese criterio era más que plausible: invitados a incorporarse nuestros tres vecinos pequeños, por ejemplo, no habría razón alguna para no extender el convite a todas las naciones de América latina, lo que hubiese dado a la alianza un inusitado y quizás atractivo carácter de panlatinoamericanismo. Pero esta variante chocaba con la dificultad invencible de que en torno al Caribe había un puñado de países cuyo desarrollo gubernamental estaba por completo mediatizado por los Estados Unidos, o bien podía pasar a estarlo en cualquier momento. No ya las frágiles repúblicas de América Central, sino el propio México invadido, la Cuba de la enmienda Platt, o la Colombia que se disponía a cobrar una indemnización de 25 millones de dólares por su brazo panameño amputado.
El tercero consistía en la vaguedad remanente a propósito del tema del arbitraje: si con plena voluntad y disposición de ánimo dos Estados resuelven renunciar a ejercer el derecho de guerra entre ellos, es obvio que están admitiendo un procedimiento de arbitraje obligatorio para dirimir sus diferencias. Pero Chile porfiaba en que fuese “facultativo”, temeroso de crearse un precedente desvaforable en su contencioso con el Perú por Tacna y Arica.
El cuarto, en la subsistencia de disputas territoriales que no eran —como las de ahora— ínfimos temas de demarcación, sino cuestiones que podían llegar a ser de vida o muerte. Perú —para entonces, campeón de malas relaciones en los lazos fraternos— vivía de sacudón patriotero en empréstito para comprar armas y de acusaciones de traición a ventanales de las legaciones hechos añicos; tenía planteado no únicamente ese diferendo con Chile por nada menos que dos provincias, sino también otro con Ecuador por tres cuartas parte de la superficie total que éste alegaba como propia, y todavía otro más con Colombia, a la que quería imponer como límite el río Caquetá. Bolivia, por su lado, reclamaba la integridad del Chaco boreal, con vistas a disponer de puertos sobre el río Paraguay y paliar así su condición de país mediterráneo.
Todos estos países se sentían amenazados y divisaban guerras en su futuro. ¿Dónde conseguirían armas sino es en los Estados Unidos?, operación tanto más atractiva si, como se prometía, el paso de los mercaderes era seguido por el de los representantes oficiales que finalmente darían a la respectiva causa reivindicatoria —siempre alguien creía en esto— el anhelado respaldo del Departamento de Estado. Entre ambas guerras mundiales y aun un poco después, la historia de América tropical discurrió, en buena medida entre los dramas y los equívocos a que condujo la presunción de muchas burguesías de que, en efecto, eran ellas —ellas, precisamente, y no las establecidas tras tal río o tal monte— el objeto de la predilección sajona: en el fondo, tontas comedias de enredos.
Victorino de la Plaza sirvió con altura e inteligencia los intereses de su patria, a lo largo de medio siglo que abarca una honrosa secuencia en la que figuran los sacrificios del soldado, la contracción del docente y del funcionario público, y, en fín, las cautelas de una personalidad en que, posiblemente, los aspectos de estudioso y de administrador tenían más relevancia que los del político.
Correcto, firme y moderado ministro de Relaciones Exteriores, supo moldear a su imagen y semejanza a José Luis Murature y lo convirtió en un eficacísimo agente del ideal de autonomía nacional según lo habían elaborado los doctrinarios liberales. Juntos capearon la primera mitad del temporal que representó la Primera Guerra e intentaron, en su transcurso, consolidar la seguridad y el orden institucional del país —y, en consecuencia, los de los países vecinos—, a favor de ciertas coyunturas propicias que creyeron advertir. Cumplieron cabalmente ese cometido y la principal de sus iniciativas, pese a haberse frustrado, permanece en el imaginario colectivo como algo que, sin conocerse bien de qué se trata, es universalmente aceptado como bueno.
Pero, por otra parte, De la Plaza es el arquetipo de alguien a quien se le retacean los reconocimientos, lo que se extiende sistemáticamente a todo él, en genio y figura, y a sus adyacencias afectivas y hasta familiares. Esta avaricia en la aprobación lo inficiona en absoluto y enturbia, por ende, la percepción de sus aportes en materia política. Es curioso: cumplió a rajatabla con la voluntad ética de la Ley Sáenz Peña y, sin embargo, mil veces se ha dicho que intentó falsear su aplicación, sin que nadie se haya molestado en traer la menor prueba de tan gravísima aseveración, lo que podría dar a entender que tampoco sería necesario hacerlo, por la unanimidad que la consagra, a tal punto ha incidido en el desdén hacia su memoria la coincidente descalificación que de él hacen la tradición conservadora, que lo culpa de haber consentido la derrota de los “orejudos”, y la tradición popular, para la que nunca fue sino un representante del “régimen falaz y descreído”.
Sesgadamente, se lo acusa de haberse enriquecido en sus funciones de gestor económico y también de haber especulado con tierras; tampoco se aporta testimonio alguno.15
Criollo, retacón, aindiado, de condición muy pobre en su infancia y adolescencia, Lisandro de la Torre no tuvo empacho en calificarlo de “colla hipócrita y traidor”, y de afrentar su ancianidad al atribuirle “resentimientos seniles”. Miembro de una familia honesta, se dijo de él que no tenía padres conocidos. Políglota notable, jurista excepcional, verdadero humanista y hasta uno de nuestros primeros coleccionistas de arte, se aseguraba que era un provinciano zafio, sin más talento que la índole cazurra de los paisanos. Quizá sea arbitrario recordar que, en la República Vieja, los cuatro provincianos vicepresidentes que llegaron a la presidencia, fueron todos, poco más o menos, tenidos, con alegre ligereza, por solemnes mediocres o taimados empedernidos: José Evaristo Uriburu, José Figueroa Alcorta, Victorino de la Plaza y Ramón Castillo. En cambio, el único porteño que protagonizó ese caso institucional, Carlos Pellegrini, fue siempre considerado un hombre excepcional, lo que puede ser el homenaje a una gran inteligencia pero también una sugerente disparidad de juicio.
En lo atinente a nuestro tema, ¿cuántos no tienen a De la Plaza por un mero agente inglés, en abusiva extensión de las consecuencias de su prolongada residencia en Londres y de su profunda adscripción a la cultura británica? Luego, por supuesto, fue un vendido a los brasileños, debido a que aplacó las furias desatadas por Estanislao S. Zeballos. Neutral después, pudo haberlo sido “por no pensar en grande”, o bien por una paradójica “orden de los ingleses”,16 nunca por la simple convicción de que así convenía a la Argentina. Finalmente, el ABC era una maniobra embozada de los Estados Unidos, o, desde otra perspectiva, una locura nacionalista, o acaso hasta una farsa, una forma de entretener a los pueblos para apartarlos de eventuales rebeliones que aprovechasen la coyuntura favorable a la libertad de las colonias proporcionada por la guerra europea.
O sino —y en este caso, la interpretación del Tratado del ABC pasa a ser elogiosa— fue una idea genial de Sáenz Peña, o de Roca, o acaso de Mitre viejo, o aun de Murature, o sino del antecesor de éste en la cancillería, Ernesto Bosch, o tal vez del inevitable barón de Río Branco,17 pero nunca del Doctor Confucio, esa caricatura que lo mostraba como un oriental gordo, rico y letárgico, cuyas palabras crípticas serían siempre las de un oráculo ventajero, en ningún caso las de un patriota decidido, experimentado en cien tareas que los años fueron confiadas a su prudencia y que se realizaron todas de manera encomiable.18 rrr
Notas
1. Consignas partidarias o sectarias aparte, es por demás evidente que a excepción de la fraseología, toda la llamada política exterior de Yrigoyen estaba ya plenamente establecida antes de su asunción como presidente, y que en cuanto al celoso resguardo de la neutralidad no era sino continuación inmediata de lo hecho por De la Plaza. Por supuesto, no hay por qué culpar a nadie de esa “usurpación de honores” que refleja una estimable coincidencia en las miras de gobierno, y tampoco hay por qué apelar a una justicia histórica abstracta que naturalmente no existe. De todos modos, Yrigoyen dejó una extensa nómina de herederos políticos, y De la Plaza ninguno. Y, como se sabe, “la historia la hacen los que quedan”.
Justo es señalar, asimismo, que los conservadores que habían aprobado mayormente la neutralidad cuando la aplicó su presidente, despotricaron en todos los tonos cuando lo hizo su sucesor radical.
2. A Figueroa Alcorta le tocó laudar en la cuestión de límites entre el Perú y Bolivia, pero su decisión provocó el rechazo iracundo de ésta. En La Paz hubo una explosión de furor antiargentino, con ataque a la legación incluido. Los detalles de este entredicho fueron muy ofensivos y conmovieron sobremanera a la opinión pública. Pero el que tras la ostentosa ruptura ambos países encargaran la respectiva “guarda de intereses” a los Estados Unidos, le sirvió a De la Plaza para iniciar un sensible acercamiento al Departamento de Estado, iniciativa que causó extrañeza dada la habitual distancia que nuestra diplomacia mantenía de cuanto tuviese que ver con el gobierno de Washington.
3. Esta presunción no era descabellada y habla bien del don de anticipación de los políticos, sólo que la ciencia militar todavía carecía de medios para provocar el colapso fulminante de un beligerante poderoso. En realidad, la alta política de 1914 necesitaba una blitzkrieg que aún no existía.
4. Una observación: antes de esa época casi todos los hombres públicos civiles habían ejercido el periodismo, pero no eran propiamente periodistas sino políticos que procuraban llevar sus ideas y principios a ciertos sectores de la ciudadanía. Murature es, en rigor, el único ejemplo que hay entre nosotros de un periodista a secas -en una época en que esa actividad comenzaba a definirse ya como una profesión-, llamado a ocupar una función ajena a la escueta labor informativa.
5. Rémy Himmer, vicecónsul honorario en la ciudad belga de Dinant, fue fusilado en el transcurso de incidentes que acompañaron a la irrupción alemana, y Roberto Payró, cónsul en Bélgica padeció atropellos e incomunicación, hechos ambos que provocaron gran indignación.
6. Fueron cuatro: el “Presidente Mitre” apresado por buques británicos durante la gestión de De la Plaza, y el “Toro”, el “Oriana” y el “Monte Protegido”, torpedeados por submarinos alemanes ya durante la de Yrigoyen. Por una singular fortuna en ninguno de esos casos hubo pérdida de vidas: éste habría sido el argumento central esgrimido por el presidente radical para justificar su decisión de no romper relaciones con Alemania, según el embajador norteamericano Stimson. Cfr. La Argentina y los Estados Unidos, de Harold F. Peterson, Hyspamerica, Bs.As.,1986.
7. En Una política exterior argentina, Hispamérica, Bs.As., 1987, Hugo Raúl Satas expone argumentos muy interesantes acerca de la continuidad de nuestro manejo exterior a partir de la presidencia de Mitre y hasta la de De la Plaza. Comparto plenamente su punto de vista, y creo, además, que esa continuidad se mantuvo mucho después de 1916. No menos sugerentes son los datos sobre la influencia que en la formulación de esa política habrían tenido tendencias que en origen eran propias del liberalismo italiano.
8. El ejemplo es sólo relativamente bueno, porque pone en la picota la idea misma de región. Pero, en fin, lo importante no es determinar si México era en esa ocasión parte de nuestra América o de Norteamérica, sino precisar la disposición neutral de Mitre a propósito de un conflicto lejano, desatado precisamente cuando los Estados Unidos estaban impedidos de actuar debido su Guerra de Secesión. Surgiría de ella, además, cierta propensión a no inhibir la acción de los países europeos: México, en origen, había sido atacado no sólo por Francia sino también por Gran Bretaña y España y en esos mismos años, nuestra Madre Patria se envolvió en varias aventuras indianas como la que le devolvió transitoriamente el dominio de la República Dominicana y la que la hizo bombardear las costas de Chile, Perú, Ecuador y Bolivia. Persistentemente, la Argentina rehusó apoyar a los países hermanos pese a los fervientes pedidos de Sarmiento.
9. Hubiera sido el primer antecedente hemisférico de las modernas “fuerzas de paz”, que, en rigor, ya se habían formado para actuar en las intervenciones que las potencias realizaron en Creta, China y Tánger. Pero en Estados Unidos, el deseo de ampliar el número de países intervinientes fue duradero: ya iniciada la negociación que encaraba el aún nonato ABC, se pretendió la incorporación al grupo de Uruguay y Guatemala: el primero con la obvia finalidad de desacreditar la condición de “grandes potencias” que se atribuirían los miembros del trío; el segundo, fundado en su vecindad con México.
10. Esto es de imaginar: instalado en una posición de fuerza, nadie acepta una mediación que no haya indirectamente solicitado.
11. The New York Times del 30 de abril de 1915, citado en el artículo El ABC como entidad política, de Beatriz R. Solveira de Báez, publicado en el Nº 2 de la revista Ciclos, del Instituto del Investigaciones de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires, 1992.
12. También citada en el artículo de Beatriz R. Solveira de Báez.
13. “¿No se nos querrá comparar con Nicaragua?” había preguntado, desafiante, Estanislao S. Zeballos. No por legítima, su duda era menos insultante.
14. Cuatro meses después de haber asumido Yrigoyen, los Estados Unidos entraron en la guerra y esto cambio completamente el cariz del manejo diplomático. En tanto, las presiones las ejerció Gran Bretaña, por fuertes que fuesen las acompañaban modos corteses que hacían menos amargo tener que soportarlas. Por cierto, en cuanto a eso Victorino de la Plaza fue considerablemente más afortunado que su sucesor. Sus disgustos, originados por la exigencia de que cediera los acorazados, o por negarse los ingleses a admitir que hubiesen afrentado el pabellón nacional al abordar el “Presidente Mitre”, transcurrieron en el silencio de su despacho. Yrigoyen, en cambio, tuvo que vérselas con una feroz campaña de declaraciones injuriosas, de trascendidos e infidencias extorsivas, de provocaciones periodísticas, rematada por la llegada a Buenos Aires de la flota del almirante Caperton, con la singular propuesta de supervisar las aguas territoriales argentinas, “tal como antaño lo había hecho la estación naval británica”. Las cosas llegaron a tal extremo que, tras la renuncia de Becú, no se quiso nombrar ministro de Relaciones Exteriores para evitar que fuese objeto de insolencias: por bastante tiempo, Honorio Pueyrredón fue ministro de Agricultura y Ganadería, “interinamente a cargo” de la Cancillería
Es natural, por otra parte, que un país en guerra pise fuerte y, en efecto, todo el Caribe tuvo entonces oportunidad de temblar. Hasta Dinamarca, país neutral pero ligado a Alemania cultural y económicamente, fue conminado a vender en plazo perentorio sus Antillas y no hubo lugar para la menor discusión; al parecer iba a pasar lo mismo con Holanda pero el fin de la contienda llegó a tiempo para salvar los enclaves coloniales neerlandeses. El caso era para meditarlo y para ir poniendo las barbas en remojo, porque el tratamiento se había aplicado a países que no eran Costa Rica o la República Dominicana. Realmente, en esos días todo se empeñaba en recordar que una cosa había sido el guante de cabritilla británico y otra muy distinta el zapatón yanqui. Que esa diferencia no obedecía a una situación coyuntural lo demostró, años después, la II Guerra Mundial, en la que todas esas actitudes se repitieron puntualmente.
15. Alfredo Palacios sostuvo lo segundo en ocasión de pronunciar un discurso de barricada, pero interpelado por un pariente del hacía ya mucho fallecido De la Plaza se desdijo y afirmó haber expresado, tan sólo, que el ex presidente se había enriquecido “por la valorización de las tierras, sin haber introducido mejoras de su parte, tal como ha ocurrido con casi todos los miembros de la clase terrateniente…”, etc. Ver diario La Nación del 11 de diciembre de 1957.
16. Exactamente lo mismo se dijo, veinticinco años más tarde, de Ramón Castillo: por oscuras razones a las que se alude pero nunca se explican, la neutralidad convenía para los ingleses, lo que a la vez lleva a inducir, muy legítimamente, que la beligerancia antialemana respondía a imposiciones de Berlín. Con el mayor de los respetos hacia los destacados autores que han sostenido esa tesis, empezando por el gran Milcíades Peña, es pertinente señalar que se trata de un postulado con fuerte tufillo metafísico.
17. Ya se ha adelantado la opinión de que, en efecto, la idea del ABC estaba difundida en el ambiente de los tres países a comienzos del siglo XX , y que reconoce por lo tanto, múltiples antecedentes. Los más inmediatos a la concreción del intento fueron el notable mejoramiento en las relaciones con Brasil conseguido por Sáenz Peña, y los trabajos previos de Río Branco que preveían, por lo menos desde 1905, una alianza permanente de su país con Chile y la Argentina. Como antecedente lateral y divergente, vale la pena mencionar las misivas de Eduardo Wilde en que se defiende un tratado con Brasil y los Estados Unidos, pero para intervenir en los países revoltosos de América latina e imponerles las formas republicanas de gobierno. Por supuesto, Sáenz Peña rechazaba de plano la alocada ocurrencia.
18. Una antología de los desdenes hacia Victorino de la Plaza, debe incluir a Manuel Gálvez: “Nadie lo conoce ni él conoce a nadie. Sus escasos amigos son unos cuantos anglómanos…” A Félix Luna: “Viendo frustrado su juego, se cruza de brazos y abandona al Régimen a su suerte”. A Miguel Angel Cárcano: “Exponente de la vieja generación, estuvo a punto de consumar un hecho que sólo habría servido para desprestigiar aun más, a quienes lo urdieron, sin que por ello detuvieran la avalancha de las aspiraciones”. Este autor lo cree, además, irresoluto: “No tuvo el valor de intervenir en la dirección de la política nacional”, reproche poco comprensible si se dirige al mismo a quien, en páginas inmediatas, se le enrostra haber querido apartarse de la imparcialidad institucional y electoral. Añade que “el doctor De la Plaza designó un nuevo ministerio sin mayor gravitación…”, pero al llegar a este punto ya uno se pierde en la absoluta confusión, pues antes se había afirmado que nunca, como lo hizo Sáenz Peña candidato, “ fue resuelta de una manera tan personal la vicepresidencia de la Nación”, con rechazo expreso de otros postulantes y en busca de una figura solidaria con sus planes de depuración cívica.
Finalmente, corresponde hacer algunas puntualizaciones sobre el concepto de neutralistas, con la advertencia de que en la Argentina poco y nada tienen que ver, en términos políticos, los de la primera guerra con los de la segunda. En aquel caso se trataba, esencialmente, de conservadores, pues aún no había surgido el fenómeno social que en nombre del fascismo y de otras tendencias afines habría de convocar a determinadas vocaciones revolucionarias o extremistas a la lucha contra liberales e izquierdistas. Por otra parte, la multiplicidad de puntos de confrontación entonces vigente a menudo vuelve difícil razonar acerca de las diferencias entre los partidarios de una o de otra posición: así, por ejemplo, La Nación por un lado era acérrima aliadófila, sin perjuicio de estar, a la vez en la primera línea de la defensa del ABC, lo que podría ser, admitamos, el antojadizo resultado de una afectuosa relación personal con Murature; la posición adversa al pacto estaba encarnada, principalmente, por La Prensa, lo que cabría entender, 1) como mera muestra de hostilidad hacia el diario rival, y 2) como el trasunto incipiente de un clásico alineamiento a favor de los Estados Unidos que con el tiempo definiría a ese medio. Pero esto último cae de inmediato por su base, debido a que, a la sazón, el más destacado editorialista de La Prensa era el ex canciller Estanislao S. Zeballos, quien junto con Ernesto Quesada y David Peña integraba el pequeño grupo de intelectuales específicamente germanófilos.
Fernando Sánchez Zinny
Periodista, poeta y escritor
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año III – N° 14 – Marzo de 2002
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERFIL PERSONAS, Presidentes, Política
Palabras claves: Victorino de la Plaza, abogado
Año de referencia del artículo: 1914
Historias de la Ciudad. Año 3 Nro14