En 1947, Carlos Alberto Carranza publicó un libro titulado “Recuerdos de mi infancia”, donde recrea a través de relatos personales de familia, una época atractiva del Buenos Aires de fines del siglo XIX. Era sobrino del famoso bibliófilo, anticuario y numismático don Ángel Justiniano Carranza, uno de los fundadores de la antigua Junta de Numismática Americana (hoy Academia Nacional de la Historia) a quien dedica unas páginas evocativas que, por su interés, reproducimos a continuación.
Me parece muy conveniente y es natural que me ocupe con cierta preferencia de un personaje que por su vinculación con mi padre nos visitaba con regular frecuencia, y es su hermano Ánjel Justiniano y lo escribo con J el Ánjel, porque así lo hacía él y así creo que debe ser. Es bastante conocida la figura de este caballero, no tanto por los cargos que desempeñó, cuanto por sus conocimientos históricos, que le sirvieron para prestar servicios interesantísimos al país; libros como las Campañas Navales, Liniers, el Laurel Naval, Lavalle, Brandzen, La conspiración de 1839, etc.
Era un gran aficionado a coleccionar medallas, monedas, folletos y toda clase de escritos: tenía en su casa un verdadero museo. Yo era muy chico cuando llegué a conocer algunas de sus genialidades, que en casa se comentaban risueñamente, y no era para menos.
Decía que para ser coleccionista había que tener las uñas un poco largas: no andar con vueltas ni escrúpulos, que cualquier medio era lícito en procura de lo que se consideraba útil para su colección: que el coleccionista que no empleaba el escamoteo, jamás lograría una buena colección, que el robo con habilidad era festejado y hasta estimulado por los antiguos espartanos: no lo castigaban cuando era empleado de esa manera: que debían ingeniarse en ello para en casos de guerra con otros países.
Pues bien; hay algunas anécdotas referentes a la manía de mi buen tío, que vale la pena mencionar y aquí va una. Se anunció un remate de libros en un local muy cerca de casa y mi tío fue a comer con nosotros, pues tenía interés, según decía, por algunos libros que había visto al pasar esa misma tarde. Sale de casa y se encuentra con el joven Bernardo de Irigoyen, hijo del doctor y le pregunta si no tiene inconveniente en acompañarle. Una vez en el remate se acuerda de que tenía que hacer una diligencia en otra parte y que no tardaría en regresar; pero temeroso de que uno de esos libros por el cual tenía gran interés, se rematara durante su ausencia, lo encargó a su joven amigo. A la media hora vuelve, y pregunta si se ha vendido el libro, le respondió éste que sí, pero a tan alto precio, que se creyó en el deber de no adquirirlo. Algo molesto mi tío, le dijo que no se hubiera fijado en el precio, que lo hubiera adquirido de cualquier manera. Recorren los escaparates revisando y hojeando algunos libros que todavía no habían sido puestos en subasta y después de media hora, le dice: “Bueno, ya no necesito nada de aquí, podemos retirarnos”. Cuando llegaban a la puerta de salida, le dice mostrándole debajo del saco un pequeño bulto: “Aquí me llevo el librito”. Lo había escamoteado con gran soltura y ya estaba conforme con el resultado del remate.
Al doctor Irigoyen le habían obsequiado con un cuadro que el autor creyó haber bien representado al general San Martín, pero que al obsequiado no le fue satisfactorio y lo mandó archivar en una de las piezas altas del fondo de su casa. Los fondos de casa daban también, muy junto, a los del vecino, y era fácil poder pasar de una casa a otra, porque el enrejado divisorio no era muy elevado. Sabe mi tío lo del cuadro y muy tranquilamente, con toda desfachatez, que era muy propia de su idiosincrasia, pasa por dicho enrejado, llega a la pieza en que estaba el susodicho cuadro, y con la mayor frescura se lo coloca debajo del brazo y vuelve a casa. Manda buscar un coche y… a su domicilio con él, es decir, a su archivo, que ya era respetable por la gran cantidad de libros y documentos históricos que contenía.
Otra vez, estando de visita en la casa del doctor Irigoyen, este señor le muestra un fósil de un animal antidiluviano, que le habían regalado, como una verdadera curiosidad. El doctor no atribuía mayor importancia a estos descubrimientos, que podrán tener miles de años o mucho menos. Lo guardó en una de las gavetas de su escritorio y, recordándolo, se le ocurre enseñárselo a mi tío, que manifestaba indiferencia, y después lo coloca nuevamente en dicho cajón. Al rato, vienen a decirle al doctor, que una persona de la familia deseaba hablarle. Acude al llamado, no tarda en volver y mi tío, dando por terminada su visita, se despide. No bien se había retirado, el doctor, adivinando alguna travesura dirige su mirada por todo el escritorio, observando si faltaba algo; por fin va hacia el cajón, y el fósil ya no estaba allí.
Era muy aficionado también a dar bromitas y nunca faltaba el candidato. Estando de visita en cierta casa, encontró a dos jóvenes que le hablaron con mucho interés de la patria vieja, como se decía al referirse a los tiempos de la Independencia y que les gustaría tener alguna prenda o reliquia de los guerreros de esa época. Mi tío se ofreció a complacerlos y les invitó a que pasaran por su casa, donde les podría regalar algún objeto viejo, como ser espada, kepis, morrión, etc. Van los jóvenes a hacerle la visita y admiraban la cantidad de artículos que fueran de los viejos militares, y mi tío les dijo que podían elegir algunos de esos objetos. Ellos, encantados, separaron dos o tres espadas, algún cinturón y cualquier otra cosa. Mi tío les da un papel para que los envuelvan y ¡que se los lleven! Se despiden y cuando se iban aproximando a la puerta de salida, les llama y les dice: “Es peligroso que los vean salir con esos paquetes; déjenlos, que yo me encargaré de remitírselos”. Reconocen que es verdaderamente expuesto salir con esos bultos, se retiran y… hasta el día de hoy.
Recorría algunos establecimientos donde podría encontrar libros y documentos de importancia para sus trabajos históricos y naturalmente, los de preferencia eran la bibliotecas y los conventos; pero en uno de éstos, advirtieron la ausencia de un librito muy viejo, pero muy interesante y como sospecharan de mi buen tío, se dio orden a un empleado que no se separara de su lado y observara todos sus movimientos, con cierto disimulo. Como todo ladrón que pronto de se cuenta de haber sido descubierto, resultó que no volvió a pisar ese convento.
No podemos comprenderle en el número de los cleptómanos, porque los así llamados roban todo cuanto pueden, a veces sin saber la utilidad que podrán darle. Es una manía de éstos de tomarse lo ajeno, que es lo que también podríamos calificar con el nombre vulgar de rateros. El caso de mi tío es muy distinto, porque lo hacía con fines más elevados; decía que en vez de estar estos documentos o libros en manos muertas o en poder de alguien que no sabía darles el valor que tenían, él lo hacía para ver si con ellos podía elaborar algo de utilidad para el público, en fin, una obra patriótica.
Tenía la costumbre, en todas sus conversaciones, de repetir como un eco las últimas palabras: tal vez para darles más fuerza a lo que acababa de pronunciar. En el invierno usaba botitas que le llegaban hasta la rodilla y debajo del pantalón. Las empleaba como abrigo.
Las cuatro piezas que constituían su archivo, y en el cual no dejaba entrar a nadie, sino a su esposa y estando él presente, y si accedía era por conveniencia, pues si no se plumereaba o barría de vez en cuando, se daría nacimiento a los dañinos insectos, destructores de libros y madera: polillas, sabandijas, protozoarios. Los otros miembros de su familia, si atraídos por alguna curiosidad, lograban su permiso, él tenía que estar presente y sin reparo lo declaraba, pues sostenía que como él era escamoteador, dado su condición de coleccionista, razón le sobraba para desconfiar del prójimo, fuera quien fuera.
Era aquello un confuso tropel de libros, manuscritos, folletos, monedas, medallas, papeles sueltos, etc., un semilaberinto, sin recovecos en verdad, pero con tales escondrijos, a más de estanterías, anaqueles, percha, repisas y banquitos, que gracias a su memoria prodigiosa, sabía el lugar o descanso, llamaremos así, de cada objeto.
Un escritor chileno, René Moreno, cuenta que un día se anunció un señor en esta forma: “Carranza, papelista y un servidor de usted”. Y escribe: “La fama de este señor era tan colosal en Buenos Aires, como rescatador y pedigüeño de libros y viejos papeles”.
El doctor Juan María Gutiérrez cuenta que estando reunidos una noche en la casa del renombrado bibliófilo Manuel Ricardo Trelles, dijo el general Mitre: “Habría que cerrar las puertas; están aquí juntos cuatro locos” y que Lamas agregó: “Sólo falta Carranza y ese sí que es loco de atar”. El doctor Carlos María Urien pudo decir: “Era el más esforzado coleccionista y anticuario y bibliófilo de la República Argentina, que pierde ahora, un americanista de nota, un servidor especial y un historiador ilustre”.
David Peña escribía más tarde: “Buscando medallas, adquiriendo a poco precio los muebles de escritorio del general Mitre, cruzaba a toda hora el doctor don Ánjel Justiniano Carranza, con su color de manzana, pero expresión indígena, como príncipe quichua, el más bravo coleccionista de cuanto resto histórico encontrara y uno de los espíritus más alentadores y más entusiastas para facilitar y estimular en los demás, especialmente en los jóvenes, el estudio de los historia nacional. Su hermano don Adolfo, también blanco y rosado, como un sajón, entraba y salía de todas partes con sus negocios a cuestas y también con su nerviosa información. Enderezaba hacia el comedor de don Bernardo, daba la noticia y desaparecía sin dar tiempo a la ampliación ni al más breve comentario, causando el efecto de una racha de viento que hubiera abierto la puerta de repente”.
Por su parte, Ernesto Quesada en “Los numismáticos argentinos”, al referirse a Carranza expresa: “Precede al libro de 1895 (de Alejandro Rosa) un prólogo del malogrado Ángel Justiniano Carranza, conocido historiador y numismático argentino: verdadero polígrafo, que había reunido una portentosa biblioteca y un espléndido monetario y sabía tanto que, a las veces, parecía abusar de su fama, pues se diría que inventaba citas de memoria o emitía afirmaciones algo arriesgadas pero contundentes, que sus interlocutores no cuidaban después de comprobar; fue el “salvador” clásico de papeles y objetos, terror de los que tales cosas tenían. Todavía recuerdo horrorizado cierto rarísimo vocabulario tupí que, malgrado mi vigilancia, “salvó” un día de mi biblioteca, pero logró así juntar verdaderos tesoros; realmente en la época actual no sé quien podría compararse con él, y su memoria merece un recuerdo de cariño respetuoso, habiéndole tenido en vida más que rendida mi voluntad: como oro en paño guardo agradecido su memoria”.
Quesada vuelve a referirse a Carranza al describir la famosa biblioteca de Enrique Peña, cuya consulta facilitaba a los estudiosos exigiendo únicamente que se hiciera allí mismo, “lo que era perfectamente explicable, tanto más cuanto que debía defenderse contra ciertos aficionados, como aquel inolvidable finado consocio a quien todos hemos conocido y apreciado sinceramente, no obstante su famosa “debilidad”, quien practicaba el curioso sport de ensayar siempre el modo de hacer pasar a su poder las piezas bibliográficas más raras que tuviera cualquier otro, enriqueciendo así su propia notable biblioteca, y empleando en esa singularísima prestidigitación libresca un arte consumado e inimitable”. Y concluye: “Todos nosotros tomábamos esa “enfermedad” amistosamente a la broma y el mismo excelente amigo se reía de ello y de su manía de “salvar libros”, pero como se trataba de una cleptomanía de bibliófilo, cada dueño de biblioteca, cuando venía de visita el consabido, se convertía nerviosamente en los cien ojos de Argos… Así y todo, Peña me ha confesado que alguna de sus piezas raras desaparecía en esas visitas, hasta que recurrió al temperamento de acomodar lo valioso en los anaqueles superiores y dejar en los que quedaban al alcance de la mano, solo obras in folio o gruesos volúmenes no fáciles de escamotear dentro de las mangas del visitante, por más anchas que éstas fueran. Y el otro por su parte, adoptaba a su vez la precaución de colocar en su propia biblioteca al alcance de la mano sólo obras intencionadamente truncas, para lo cual ponía los tomos siguientes en lugar separado, decía que esa era una defensa eficaz contra la pasión ajena”.
Información adicional
Año VII – N° 34 – diciembre de 2005
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Académicos y científicos, Escritores y periodistas, Biografías
Palabras claves: Carranza, Libro, Infancia, historia,
Año de referencia del artículo: 1860
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 34