Autor de la popular obra Recuerdos del Pasado tantas veces reeditada en Chile, Vicente Pérez Rosales tuvo una vida aventurera que Luis Montt parangona “al inmortal autor de la historia del hidalgo de la Mancha”. Había nacido en Santiago, en 1807, en una familia de buena situación social y económica que lo envió a estudiar a París, pero tuvo grandes contrastes de fortuna. Fue hacendado, comerciante, minero durante la fiebre del oro en California, explorador en la Patagonia pero, sobre todo, un hombre de mundo muy por encima de las estrecheces mentales de sus contemporáneos.
Cónsul activo en Alemania, patrocinó la inmigración de colonos a Chile y publicó allí un excelente libro descriptivo sobre su país natal. En Europa conoció y trató a grandes personajes, entre otros a San Martín, al que recuerda en una entrevista memorable; a García del Río, Andrés Bello o el barón de Humboldt. Su vida fue riquísima y es imposible resumirla aquí. Murió en Santiago de Chile, el 6 de septiembre de 1886, y su libro de memorias, del que extraemos su entrevista con Juan Manuel de Rosas, es un clásico de la literatura costumbrista sudamericana. Si algo se le puede reprochar, a él que es considerado por sus contemporáneos como una persona prudente, benévola y equitativa, es que habiendo dejado escritas tantas anécdotas y pintados personajes diversos de su país y del mundo, no haya dejado escritos más recuerdos de muchos notables americanos y europeos que conoció, y que, según dice uno de sus biógrafos, podríamos “haber visto desfilar animados ante nosotros por su pluma colorista”. Rescatamos su semblanza de Rosas que, por provenir de un chileno, o sea equidistante de los unitarios y federales y del juicio comprometido, es una página poco conocida en la Argentina. Para comprender un poco más su juicio benévolo del personaje, recordamos también que trató a muchos exiliados argentinos en Chile y gozó de la amistad de Domingo Faustino Sarmiento, a quien recuerda gratamente en sus memorias.
“El 3 de mayo de 1855, fecha de mi llegada por tercera vez a Buenos Aires, distaba sólo tres años y tres meses del notable acontecimiento que había obligado al dictador Rosas, vencido en Monte Caseros, a buscar en la lejana Inglaterra la seguridad individual que no podía ya encontrar en su propia patria.
No conozco hombre de Estado que haya merecido a la literatura y a la prensa americana recuerdos tan vivamente apasionados como los que corren consignados sobre Rosas. Los verdaderos o los supuestos hechos que se atribuyen a este hombre singular, que retó a la Francia, escupió a la Inglaterra, despreció al Brasil, y supo al mismo tiempo luchar y sostener su inaudito poderío contra los implacables enemigos que existían en su patrio hogar, han sido cantados en todos los tonos que recorren ocho de las nueve musas del Parnaso; solo la novena ha enmudecido: la severa Historia, que hasta ahora por no ser aún tiempo de hablar, ha observado el más rígido silencio.
Y en verdad que el hombre de fuera, el hombre imparcial, en presencia de los hechos que se cuentan, y en la de las muchas contradicciones que ellos mismos envuelven, para merecer el nombre de justo, hasta estar mejor informado debe suspender su fallo. He aquí los hechos descarnados que no han sido hasta ahora desmentidos y que confiesan los más encarnizados enemigos de Rosas.
La mayoría de los habitantes de los grandes centros poblados del vasto Estado platense, tanto por las grandes distancias en que se encuentran unas de otras las poblaciones, cuanto por su amor al self government, no han querido ni quieren vivir bajo el régimen de los gobiernos unitarios.
El propósito sólo de pretender plantear un gobierno unitario en las provincias argentinas obligó al esclarecido estadista Rivadavia, recién nombrado presidente de la República por la convención constituyente del 16 de diciembre de 1826, a resignar el mando el 5 de julio de 1827. Desde ese día cada provincia se gobernó por sí sola, y la de Buenos Aires se dio por gobernador al desventurado Dorrego, jefe entonces del partido federal. Dorrego contaba con pocas simpatías en el ejército; éste se insurreccionó, y la revolución del 1° de diciembre de 1828, encabezada por el general Lavalle, obligó al Gobernador a refugiarse en la campaña.
Oigamos ahora, para darnos cabal cuenta de lo que sucedió después, las palabras con que refiere estos sucesos la comisión para la Exposición de Filadelfia en su obra República Argentina, publicada por orden y cuenta del Estado en el año 1876, página veinte:
Lavalle se arrepintió más tarde esta precipitación, porque Dorrego, hombre estimado, era el jefe del partido federal, y éste, por la muerte violenta de aquel, que consideraba un crimen abominable, resolvió usar la ley del talión con los unitarios. No sólo toda la campaña de Buenos Aires se levantó con Rosas a la cabeza contra Lavalle, sino también una gran parte de las otras provincias. Considerando este hecho como una declaración de guerra, la asamblea reunida entonces en Santa Fe, declaró ilícito el gobierno de Lavalle.”
Por perversa que sea la redacción de los párrafos que acabo de copiar, bastará tal cual buena voluntad para comprender lo que quisieron decir los literatos argentinos cuando los escribieron.
Prosigo citando hechos incuestionables.
Después de una lucha encarnizada, fue investido Rosas por la asamblea provincial de Buenos Aires gobernador de la provincia, con facultades extraordinarias, en diciembre de 1829.
No aceptó, tres años después, la reelección que se le ofrecía en diciembre de 1832. Se retiró a la campaña y sólo en marzo de 1835 aceptó la dictadura casi ilimitada que se le ofreció y que continuó ejerciendo hasta que el levantamiento de Entre Ríos dio por resultado su derrota en Monte Caseros el 3 de febrero de 1852. Se retiró después a bordo de un navío de guerra inglés, marchó en él a Inglaterra, y allí “fue recibido por las autoridades inglesas con demostraciones honoríficas”.
De lo expuesto se desprende:
Que dos partidos que se aborrecían entre sí lucharon por el predominio de sus ideas. Que Dorrego, Gobernador legal de Buenos Aires y jefe del partido federal, fue derrocado del poder por tropas insurrectas mandadas por el general Lavalle, jefe entonces del partido unitario. Que Dorrego, vencido y hecho prisionero, fue fusilado por Lavalle, sin proceso alguno. Que a consecuencia de este bárbaro atentado, quedó de hecho proclamada la ley del talión.
Ahora bien, se pregunta: dado que fuesen ciertos cuantos horrores se atribuyen a Rosas, lo que dista bastante de la verdad, ¿por qué no han de ser copartícipes de ellos los que primero que él y sin ningún antecedente que autorizase el acto de asesinar sin causa previa, los promovieron? Si, como se asegura, Rosas mataba, complaciéndose con el tormento de cuantos enemigos caían en su poder, lo que también es inexacto, ¿qué hubieran hecho los unitarios con Rosas, si éste hubiese caído en sus manos?
Cuando se llega a inhumanos extremos, a los sangrientos horrores de una guerra a muerte, ninguna de las dos fieras que se despedazan entre sí tiene derecho para achacar a la otra la responsabilidad de la sangre que se derrama, a menos que una de las dos, por actos incalificables, haya obligado a la otra a echar mano de represalias, y en este caso el partido unitario debería enmudecer.
Además, cómo no suspender el juicio, antes de emitir un fallo definitivo, sobre los actos de un hombre a quien no se la ha oído aún; actos que para atribuírselos a Rosas han sido rebuscados en el corazón de los tigres, y que representados en pinturas, se ve en ellos a un hombre estrujando con sus propias manos en una copa la sangre de un corazón humano, para bebérsela enseguida! La misma exageración o enormidad impone a la prudencia el deber de detener su fallo antes de estar mejor informada.
Lo que hay de cierto y muy averiguado, entre otras muchas cosas que omito, es que Rosas supo muy mal escoger sus amigos; pues, aquellos a quien este hombre extraordinario dispensó más cariño y más confianza, fueron después sus más encarnizados detractores, y los ejemplos los hemos tenido en Chile; pues, cuando publicaban la fama y la prensa con descaro que las hijas del general Lavalle, atadas a un poste, con los párpados cortados por orden de Rosas, sufrían con los rayos del sol sobre sus indefensas retinas los tormentos que la más bárbara y extraviada mente pudo inventar, esas hermosas víctimas del tirano, bailaban regocijándose en las tertulias del alegre Santiago.
Yo que desde el principio sabía todo esto, y que había disfrutado varias veces en Buenos Aires de la misma seguridad que se disfrutaba en nuestra capital, movido por la curiosidad pregunté a la señora de Mendeville, matrona respetable y respetada de la alta sociedad bonaerense, en cuya casa se me dispensaba la más cordial y franca hospitalidad, si después de la salida de Rosas quedaban aún en la ciudad algunos miembros de su familia, porque deseaba conocerles, y por toda contestación mandó un recado a doña Agustina Rosas de Mansilla, parienta inmediata de dictador, diciéndola que la esperaba.
No tardó en llegar a la casa, con los atavíos de la más sencilla elegancia, una de las más hermosas mujeres que he tratado en el curso de mi vida. Juventud, atractivos, franqueza, educación y fino trato, adornaban a ese ser privilegiado, la cual, oyéndome decir que deseaba saludar al señor don Juan Manuel a mi pasada por Southampton, tuvo la bondad de entregarme una tarjeta suya, en cuyo respaldo escribió con lápiz una sola palabra. Tuve después ocasión de ver dos veces en el teatro a esta señora, y la de observar los cordiales saludos que la dirigían los concurrentes desde sus palcos.
Hablando algunos días después en Montevideo con el señor Mendeville, comerciante acreditado en aquella importante plaza, me indicó la posibilidad de echarnos pronto al bolsillo algunos pesos fuertes si yo me resolvía a escribir un folleto sobre Rosas, y a mandarle diez mil ejemplares. Aseguraba se vendería en el acto y a muy buen precio, con tal que el escrito contuviese un examen analítico-moral del corazón del ex dictador, sus actuales tendencias y el fundamento de sus futuras esperanzas de volver a ejercer el poder en Buenos Aires.
–No descuide usted –me decía–, los movimientos de su fisonomía; repare usted si los actos de benéfica humanidad le son indiferentes o le entristecen; sígalo usted al teatro cuando se representen dramas horribles o tragedias, y apunte con minucioso esmero el carácter que asume su rostro en los momentos de las catástrofes; exprese, como usted sabe hacerlo, cómo en esos momentos le brillan los ojos de alegría, y cómo las demostraciones de duelo por el crimen consumado sólo le merecen desprecio.
Me parecieron un sí es no es apasionadas las instrucciones que me daba aquel honrado comerciante del pintoresco Montevideo, y mucho más me lo parecieron después, cuando mostrándole yo aquellas mentadas “Tablas de Sangre”, que los enemigos de Rosas lanzaron como un brulote por toda la América para atestiguar los crímenes que se atribuían a ese mandatario, y cuestionándole sobre ellas, reparé que pasaba como por sobre brasas encendidas al llegar a muchos hechos que, sin dárselo yo a entender, me constaba que eran falsos.
Llegado después de un viaje feliz a Southampton, pregunté al dueño de mi posada si sabía dónde vivía Rosas; y con su respuesta afirmativa, si sabía en qué se ocupaba, o qué hacía en aquella ciudad, y me respondió estas textuales palabras:
–Esa fruta de horca, sólo se ocupa en hacer mal, y si no mata gente aquí como mataba en Buenos Aires, es por que en Inglaterra del asesinato a la horca no hay más que un paso.
Espantado con semejante juicio, quise profundizar algo el cimiento sobre que se apoyaba, y no tardé en descubrir que ni de vista conocía a Rosas, y que si llegaba a saber que existía un Buenos Aires en América, era más por la línea de vapores que entre Southampton y aquella plaza navegaba, que por sus conocimientos geográficos.
Los fundamentos de su inconsciente fallo no traían más calificado origen, que el que dejaban en su memoria las hablillas más o menos apasionadas de los argentinos que de paso alojaban como yo en su posada.
Se comprende que cuanto se decía de Rosas debía interesar vivamente mi curiosidad; así fue que en cuanto instalé mis trabajos en mi alojamiento y dí una vuelta para recorrer la ciudad, que ví con gusto por segunda vez, me dirigí a casa de Rosas.
Vivía éste en el segundo cuarto de una modesta casa de cinco pisos, altura muy común de los edificios de aquel pueblo. Llamé, y habiendo entregado al portero que acudió al llamado, muchacho que por el color de la tez me pareció americano, una tarjeta mía, no tardé en oír la voz entera de un hombre que parecía acostumbrado a mandar, que ordenaba se me franquease entrada.
Un instante después se adelantó a recibirme el mismo Rosas. Era éste entonces un hombre como de sesenta y dos años de edad, de estatura más que mediana y de robusta complexión. Lucía su rostro, sobre una tez blanca y sanguínea, dos hermosos ojos azules, una nariz aguileña y un par de labios, aunque finos, perfectamente diseñados.
Nada encontré en su traje que llamase mi atención; vestía como viste un honrado y modesto inglés de mediana fortuna. No ví en él, chiripá, ni tampoco el grueso pantalón con vivos lacres, ni mucho menos el chaleco de lana colorado y la divisa que afectaba lucir en Buenos Aires, ya en las revistas o ya en los campos de batalla, como me aseguraron en América que encontraría al ex dictador vestido aquí.
Me recibió con afectuosa cortesía, sin olvidar aquella prudente reserva, forzosa compañera del hombre de mundo cuando trata por primera vez a un desconocido; mas esta duró poco, pues no hizo más que recibir la tarjeta de su parienta y leer lo que en el respaldo de ella iba escrito, cuando levantándose de su asiento, me tendió con efusión los brazos, apellidándome ¡paisano!
Seis días estuve en Southampton, y en esos seis días tuve ocasión, uno de almorzar con él y los cinco restantes acompañarle a tomar mate, bebida sin azúcar, que aprecia serle favorita.
Noté en mis conversaciones con este hombre excepcional, que se había apoderado de su ánimo cierta manía de creer que era imposible que los argentinos pudiesen vivir en paz bajo otro sistema de gobierno que el absoluto: que él era el hombre indispensable para contener los desbordes de las pasiones tan propias de esos locos a quienes tanto seguía queriendo, sin saber por qué, y que era también imposible que el escaso juicio que aún se complacía en reconocerles no les obligase a llamarle de un instante a otro. Por cada vapor que llegaba esperaba este llamado, y por cada vapor sufría decepciones su creencia; pero esas decepciones más le inspiraban lástima que cólera, pues, según él decía, más perdían ellos en no llamarle, que él permaneciendo donde estaba.
Hablaba con calor sobre la enormidad de los crímenes que se le atribuían, y recuerdo que paseándose con exaltación la víspera del día en que debí proseguir mi viaje, me cogió de la mano y llevándome a una pieza atestada de cajones abiertos y de sacos de legajos y papeles, me dijo:
–¿Ve usted todo esto, paisano? Pues aquí tiene usted el archivo privado de mi gobierno; aquí puede usted encontrar no sólo los documentos que justifican mis actos, sino también mucho de aquellos que acreditan la desleal conducta de mis enemigos, ingratos unos y malos cuasi todos.
Ya vendrá el día en que todos estos documentos vean la luz pública y de ello me ocupo ahora –agregó señalándome con la mano multitud de papeles borrajeados que tenía sobre su escritorio–. Todo lo comprendo, paisano –agregó con despecho– porque conozco las aspiraciones de los chasqueados; pero lo que no comprendo, lo que nunca he podido comprender, es que los chilenos, sin oírme siquiera, hayan amuchado el número de mis enemigos, cuando el solo examen de la conducta que ha observado en Chile esa tropa de baguales, dispénseme la expresión, que se refugiaron en aquella república, sobraba para conocer la calidad de los testigos que deponían contra mí.
Preguntado por qué no había promovido en Chile la creación de un diario encargado de rectificar las calumnias de sus detractores, me contestó:
–Porque los primeros pasos que dí en ese sentido fueron desgraciados… Promoví en la ciudad de Valparaíso la creación de un diario, de cuya redacción se encargó un señor Espejo… don Juan Nepomuceno, recuerdo que era su nombre; pero no surgió efecto esta medida, porque los diarios de ese país estaban todos en poder de argentinos.
Hice ir entonces a su tierra a un joven cuya familia me debía servicios y que hasta entonces me había dado a entender que era un ardiente partidario mío, y en cuanto no más se encontró en Chile, influenciado por su padre, me volvió la espalda; y también, señor don Vicente, hablemos claro, no hice más diligencias porque cometí la chambonada de presumir más de lo que debía, de la penetración de los chilenos para deducir las mismas exorbitancias que se contaban de mí y de la conducta de mis detractores, la poca fe que sus relatos merecían.”
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año VIII – N° 43 – octubre de 2007
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: PERSONALIDADES, Escritores y periodistas, Políticos, legisladores, autoridades,
Palabras claves: Sarmiento, Rosas, Vicente Pérez Rosales, entrevista, memorias
Año de referencia del artículo: 1820
Historias de la Ciudad. Año 8 Nro43