Escritor español nacido en Almería en 1847, Rafael Barreda se radicó de joven en Buenos Aires y fue un asiduo colaborador en diversos diarios y publicaciones. Conversador ameno y escritor prolífico, fue también director de teatro y periodista estable en La Tribuna. Muchos de sus trabajos literarios aparecieron en Caras y Caretas y es precisamente de esta antigua publicación de donde rescatamos este interesante y poco conocido relato sobre los unitarios y federales de Flores y la actuación del Juez de Paz don Ventura Martínez. Barreda falleció en nuestra ciudad el 5 de noviembre de 1927 y sus Memorias fueron editadas poco después por su amigo don Héctor Pedro Blomberg.
Te he llamado, Ventura, –le dijo don Valentín Alsina, con aquella solemnidad prosopopéyica con que solía imitar al gran unitario don Bernardino Rivadavia–, te he llamado porque necesito que vayas de Juez de Paz a San José de Flores.
–No tengo inconveniente, puesto que usted lo desea; pero…
–Cómo “muchacho”, exclamó Don Valentín admirado. ¿Qué quiere decir ese pero…? Pretendes imponerme condiciones…¡a mí!
–¿Condiciones…? Líbreme Dios de tal cosa; pero sí excepciones. Como, por ejemplo, señor gobernador: no dejar que nadie robe ni esquilme al vecindario.
–Bueno; ponte de acuerdo con el señor ministro de gobierno, doctor Barros Pazos, y él te facultará para todo lo que sea provechoso en aquella localidad.
Y don Ventura Martínez, aquel respetable anciano del que Sarmiento y Mitre hicieron elogios que honrarían la memoria de nuestros más esclarecidos próceres, marchó a San José de Flores y, con sus correspondientes credenciales, se instaló en el local que después fuera comisaría y en cuyo terreno funciona hoy el Colegio Florencio Varela, en Rivadavia y Caracas, frente a la casa del señor Socas y después botica de Piana.
La noticia cundió muy luego por el pueblo, chacras, pulperías y ranchos, noticia que satisfizo grandemente a los unitarios de la localidad, por serlo don Ventura de los puros, y desagradó superlativamente a los federales, que habíales allí en inmensa mayoría.
Sabido es que, por lo general, las autoridades de campaña de aquellos tiempos y de todos los tiempos, tiraban a la ruina arbitraria de los que no estaban con el que mandaba, y como era lógico y natural, los federales de San José de Flores creyeron ver, en ese nombramiento, que se les venía el chubasco encima, y tanto más amenazador cuanto que, habiéndoseles presentado una comisión de vecinos, compuesta de puritos unitarios, al flamante Juez de Paz, ofreciéndole nada menos que un banquete y baile de bienvenida, don Ventura los puso incondición “sine qua non”, que a esa fiesta debían ser invitados federales y unitarios, sin exclusión alguna.
–¿Por qué?
–Porque el nuevo Juez de Paz deseaba conocer así personalmente a los principales vecinos, sin restricción alguna.
Ante esa inquebrantable resolución del nuevo juez, la comisión de unitarios no tuvo más remedio que acceder, no sin verdadera sorpresa por lo insólito del caso, dado el tradicional odio que los unos y los otros se profesaban. Descontado que aquello iba a ser una fiesta de perros y gatos en que habría maullidos y ladridos, mordiscones y arañazos pues que, mientras se hacían los preparativos y repartíanse las invitaciones para aquella bienvenida extraordinaria, ¡qué de comentarios, qué de castillos en el aire reforjaban, llegándose incluso hasta asegurar que aquella iba a ser trampa para cazar “mazorqueros”; que cuando menos se imaginaban llegaría de la ciudad un cuerpo de ejército y habría allí, en la casa del señor Villanueva, –elegida y prestada para la fiesta– otra San Bartolomé de federales.
Diose por supuesto, entonces, que ninguno de estos asistiría, evitando así la ocasión de una “masacre” de las familias más respetables; pero los federales se reunieron, discutieron, y consideraron que aquel era un reto de sangre, que no debían rehuírlo por razón de valor personal… ¡Criollos habrían de ser!
Decidieron, pues, aceptar la invitación, disponiéndose a vender caras sus vidas, si es que el caso llegaba de hacerlo.
Por su parte, los unitarios, que a verse iban banqueteando y danzando con sus tradicionales enemigos, discutieron también y resolvieron ir prevenidos, “por si llegaba la oportunidad”.
Y llegó por fin el momento de que tuviera lugar la tan anunciada fiesta que, como ya lo dije, iba a celebrarse en la holgada casa del señor Villanueva –a media cuadra de la plaza hacia el oeste de la calle de Rivadavia– y… ¿a qué detenerse en minucias o detalles?
Baste decir que de todas partes llegaron vecinos que, no habiendo sido invitados, por ser ya demasiado el número de los que lo fueron, se agrupaban aquí y allí para ver pasar a éstos.
Ni un federal faltó a la cita, y si no lo hizo don Juan Nepomuceno Terrero –primo hermano de Juan Manuel de Rosas–, fue porque ya en esa época se encontraba enfermo y completamente ciego. En cambio allí estaban don Juan Piana, don Isidro Silva –que había sido el Juez de Paz “permanente” de la localidad en los tiempos del Restaurador de las Leyes–, y otros muchos de la más pura cepa federal. Por supuesto que tampoco faltó ningún unitario, como no faltaron los que, por aquel entonces, nadaban entre dos aguas. Ya puede imaginarse cómo se mirarían los unos a los otros hasta que llegó el momento de que la mesa, la gran mesa del banquete, se dispuso a los invitados.
Y fue entonces que don Ventura Martínez, colocado, como es de presumir, en el sitio de honor, hizo que se sentara a su lado, y nada menos que a su derecha, a uno de los federales mas prestigiosos: don Vicente Silveyra.
–¿Con qué objeto esa preferencia? ¿Sería con el de tenerlo más a la mano para…?¡Hum…! Porque todo se observaba, de todo se recelaba y todo “para los unos”, como “para los otros” tenía su doble intención, aunque no la tuviera.
Aquella escena representaba uno de esos cuadros dignos del cinematógrafo moderno. Aquí, el banquete, en lo que sólo permanecía con el semblante tranquilo y aún sonriente, animado por las frases caballerescas y las bromas de salón, el señor Martínez. Allá, en las puertas de salida y tras las rejas de las ventanas que daban a los amplísimos patios, vecinos del pueblo, gente del campo, gauchos melenudos y barbudos, boyeros y reseros, que observaban, al par que prevenidos, curiosos, el silencioso banquete, no exentos algunos de amenazadoras promesas en la mirada hacia el nuevo Juez de Paz, hasta que llegó el momento álgido. Sí pues, el de los discursos y los brindis, tan inevitable en aquellos tiempos tratándose de un banquete.
Le tocó a don Ventura romper el fuego: “Señores, dijo –y aquí el silencio se hizo tan profundo y la atención tan grande que podía oírse el aleteo de una mosca–, si he aceptado esta manifestación inmerecida, ha sido porque deseaba, como ya lo dije, conocer en esta reunión personalmente a los principales vecinos de San José de Flores, a quienes agradezco íntimamente me hayan honrado con ella, y para manifestarles que si he aceptado el desempeño del juzgado de paz, ha sido con la condición de hacer administración honrada y justicia verdadera.” Imperceptible murmullo.
–”Soy unitario, y unitario de pura raza”. Aquí los murmullos aumentaron y las manos “procedieron” disimuladamente. “Por lo tanto, señores, no es de dudarse que aborrezca, con toda mi alma, el cintillo rojo”. Aquí la estupefacción contuvo la irritada protesta “de los unos” y la satisfecha aprobación “de los otros”.
–”Sí, continuó don Ventura, -con la vibrante voz metálica que aún siendo anciano sonaba en sus labios–, aborrezco el cintillo rojo porque ha sido y es símbolo de sangre y execración de la bandera celeste y blanca que con tantos sacrificios nos legaron nuestros padres”.
Aquí el dique que iba a romperse se contuvo ante la conjugación adversiva que expresaba con Ventura, “pero, a pesar de esta profesión de fe política que me he creído obligado a hacer en este momento, advierto que preferiré siempre estrechar entre mis brazos, como voy a hacerlo, a un federal honrado y nunca a un unitario ladrón”.
Y uniendo la acción a la palabra abrazó cariñosamente a don Vicente Silveyra.
–No tengo inconveniente, puesto que usted lo desea; pero…
–Cómo “muchacho”, exclamó Don Valentín admirado. ¿Qué quiere decir ese pero…? Pretendes imponerme condiciones…¡a mí!
–¿Condiciones…? Líbreme Dios de tal cosa; pero sí excepciones. Como, por ejemplo, señor gobernador: no dejar que nadie robe ni esquilme al vecindario.
–Bueno; ponte de acuerdo con el señor ministro de gobierno, doctor Barros Pazos, y él te facultará para todo lo que sea provechoso en aquella localidad.
Y don Ventura Martínez, aquel respetable anciano del que Sarmiento y Mitre hicieron elogios que honrarían la memoria de nuestros más esclarecidos próceres, marchó a San José de Flores y, con sus correspondientes credenciales, se instaló en el local que después fuera comisaría y en cuyo terreno funciona hoy el Colegio Florencio Varela, en Rivadavia y Caracas, frente a la casa del señor Socas y después botica de Piana.
La noticia cundió muy luego por el pueblo, chacras, pulperías y ranchos, noticia que satisfizo grandemente a los unitarios de la localidad, por serlo don Ventura de los puros, y desagradó superlativamente a los federales, que habíales allí en inmensa mayoría.
Sabido es que, por lo general, las autoridades de campaña de aquellos tiempos y de todos los tiempos, tiraban a la ruina arbitraria de los que no estaban con el que mandaba, y como era lógico y natural, los federales de San José de Flores creyeron ver, en ese nombramiento, que se les venía el chubasco encima, y tanto más amenazador cuanto que, habiéndoseles presentado una comisión de vecinos, compuesta de puritos unitarios, al flamante Juez de Paz, ofreciéndole nada menos que un banquete y baile de bienvenida, don Ventura los puso incondición “sine qua non”, que a esa fiesta debían ser invitados federales y unitarios, sin exclusión alguna.
–¿Por qué?
–Porque el nuevo Juez de Paz deseaba conocer así personalmente a los principales vecinos, sin restricción alguna.
Ante esa inquebrantable resolución del nuevo juez, la comisión de unitarios no tuvo más remedio que acceder, no sin verdadera sorpresa por lo insólito del caso, dado el tradicional odio que los unos y los otros se profesaban. Descontado que aquello iba a ser una fiesta de perros y gatos en que habría maullidos y ladridos, mordiscones y arañazos pues que, mientras se hacían los preparativos y repartíanse las invitaciones para aquella bienvenida extraordinaria, ¡qué de comentarios, qué de castillos en el aire reforjaban, llegándose incluso hasta asegurar que aquella iba a ser trampa para cazar “mazorqueros”; que cuando menos se imaginaban llegaría de la ciudad un cuerpo de ejército y habría allí, en la casa del señor Villanueva, –elegida y prestada para la fiesta– otra San Bartolomé de federales.
Diose por supuesto, entonces, que ninguno de estos asistiría, evitando así la ocasión de una “masacre” de las familias más respetables; pero los federales se reunieron, discutieron, y consideraron que aquel era un reto de sangre, que no debían rehuírlo por razón de valor personal… ¡Criollos habrían de ser!
Decidieron, pues, aceptar la invitación, disponiéndose a vender caras sus vidas, si es que el caso llegaba de hacerlo.
Por su parte, los unitarios, que a verse iban banqueteando y danzando con sus tradicionales enemigos, discutieron también y resolvieron ir prevenidos, “por si llegaba la oportunidad”.
Y llegó por fin el momento de que tuviera lugar la tan anunciada fiesta que, como ya lo dije, iba a celebrarse en la holgada casa del señor Villanueva –a media cuadra de la plaza hacia el oeste de la calle de Rivadavia– y… ¿a qué detenerse en minucias o detalles?
Baste decir que de todas partes llegaron vecinos que, no habiendo sido invitados, por ser ya demasiado el número de los que lo fueron, se agrupaban aquí y allí para ver pasar a éstos.
Ni un federal faltó a la cita, y si no lo hizo don Juan Nepomuceno Terrero –primo hermano de Juan Manuel de Rosas–, fue porque ya en esa época se encontraba enfermo y completamente ciego. En cambio allí estaban don Juan Piana, don Isidro Silva –que había sido el Juez de Paz “permanente” de la localidad en los tiempos del Restaurador de las Leyes–, y otros muchos de la más pura cepa federal. Por supuesto que tampoco faltó ningún unitario, como no faltaron los que, por aquel entonces, nadaban entre dos aguas. Ya puede imaginarse cómo se mirarían los unos a los otros hasta que llegó el momento de que la mesa, la gran mesa del banquete, se dispuso a los invitados.
Y fue entonces que don Ventura Martínez, colocado, como es de presumir, en el sitio de honor, hizo que se sentara a su lado, y nada menos que a su derecha, a uno de los federales mas prestigiosos: don Vicente Silveyra.
–¿Con qué objeto esa preferencia? ¿Sería con el de tenerlo más a la mano para…?¡Hum…! Porque todo se observaba, de todo se recelaba y todo “para los unos”, como “para los otros” tenía su doble intención, aunque no la tuviera.
Aquella escena representaba uno de esos cuadros dignos del cinematógrafo moderno. Aquí, el banquete, en lo que sólo permanecía con el semblante tranquilo y aún sonriente, animado por las frases caballerescas y las bromas de salón, el señor Martínez. Allá, en las puertas de salida y tras las rejas de las ventanas que daban a los amplísimos patios, vecinos del pueblo, gente del campo, gauchos melenudos y barbudos, boyeros y reseros, que observaban, al par que prevenidos, curiosos, el silencioso banquete, no exentos algunos de amenazadoras promesas en la mirada hacia el nuevo Juez de Paz, hasta que llegó el momento álgido. Sí pues, el de los discursos y los brindis, tan inevitable en aquellos tiempos tratándose de un banquete.
Le tocó a don Ventura romper el fuego: “Señores, dijo –y aquí el silencio se hizo tan profundo y la atención tan grande que podía oírse el aleteo de una mosca–, si he aceptado esta manifestación inmerecida, ha sido porque deseaba, como ya lo dije, conocer en esta reunión personalmente a los principales vecinos de San José de Flores, a quienes agradezco íntimamente me hayan honrado con ella, y para manifestarles que si he aceptado el desempeño del juzgado de paz, ha sido con la condición de hacer administración honrada y justicia verdadera.” Imperceptible murmullo.
–”Soy unitario, y unitario de pura raza”. Aquí los murmullos aumentaron y las manos “procedieron” disimuladamente. “Por lo tanto, señores, no es de dudarse que aborrezca, con toda mi alma, el cintillo rojo”. Aquí la estupefacción contuvo la irritada protesta “de los unos” y la satisfecha aprobación “de los otros”.
–”Sí, continuó don Ventura, -con la vibrante voz metálica que aún siendo anciano sonaba en sus labios–, aborrezco el cintillo rojo porque ha sido y es símbolo de sangre y execración de la bandera celeste y blanca que con tantos sacrificios nos legaron nuestros padres”.
Aquí el dique que iba a romperse se contuvo ante la conjugación adversiva que expresaba con Ventura, “pero, a pesar de esta profesión de fe política que me he creído obligado a hacer en este momento, advierto que preferiré siempre estrechar entre mis brazos, como voy a hacerlo, a un federal honrado y nunca a un unitario ladrón”.
Y uniendo la acción a la palabra abrazó cariñosamente a don Vicente Silveyra.
La transición fue rápida: federales y unitarios aclamaron, en un estallido de entusiasmo, al nuevo Juez de Paz.
–”No he terminado, señores –continuó don Ventura, imponiendo silencio con el gesto-– y esta segunda parte les interesa a ustedes más que a los señores”, añadió, dirigiéndose al auditorio de puertas y ventanas, “a vosotros, que habéis sido esquilmados hasta ahora con el pago de un peaje por transitar con vuestra hacienda, caballos y carretas por la Calle Real, so pretexto de los gastos que demanda el cuidado de ese camino que conduce a la ciudad.
Pues bien, amigos, desde mañana desaparece ese peaje, que nadie debe pagar, y os invito a vosotros mismos y a los demás vecinos, para que, desinteresadamente, me ayuden al arreglo de ese camino que nunca se ha hecho a pesar del peaje”.
Aquí las aclamaciones, los aplausos y vivas rayaron en frenesí: federales y unitarios honrados, olvidando añejos rencores, se acercaron, se agruparon, para unir sus felicitaciones y agradecimientos al funcionario, que con tan satisfactorio proceder, iniciaba su administración…
Y vino enseguida el baile, el gran baile que aún recuerdan, por tradición, las antiguas familias de San José de Flores.
–”No he terminado, señores –continuó don Ventura, imponiendo silencio con el gesto-– y esta segunda parte les interesa a ustedes más que a los señores”, añadió, dirigiéndose al auditorio de puertas y ventanas, “a vosotros, que habéis sido esquilmados hasta ahora con el pago de un peaje por transitar con vuestra hacienda, caballos y carretas por la Calle Real, so pretexto de los gastos que demanda el cuidado de ese camino que conduce a la ciudad.
Pues bien, amigos, desde mañana desaparece ese peaje, que nadie debe pagar, y os invito a vosotros mismos y a los demás vecinos, para que, desinteresadamente, me ayuden al arreglo de ese camino que nunca se ha hecho a pesar del peaje”.
Aquí las aclamaciones, los aplausos y vivas rayaron en frenesí: federales y unitarios honrados, olvidando añejos rencores, se acercaron, se agruparon, para unir sus felicitaciones y agradecimientos al funcionario, que con tan satisfactorio proceder, iniciaba su administración…
Y vino enseguida el baile, el gran baile que aún recuerdan, por tradición, las antiguas familias de San José de Flores.
Información adicional
Año VII – N° 36 – junio de 2006
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Escritores y periodistas, POLITICA, Hechos, eventos, manifestaciones,
Palabras claves: Rosas, Federales, Confederación, unitarios, diario
Año de referencia del artículo: 1847
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 36