La visitante del Centenario
Entre los tantos invitados al festejo del Centenario de la Revolución de Mayo, tal vez la que más presente se mantenga en la memoria sea la Infanta Isabel de Borbón.
Para ubicarnos respecto de este personaje, recordamos aquello que escribiera Jimena Sáenz: “En Sociales de los diarios aparecen los conspicuos nombres de las damas encargadas de recibir a la aún más conspicua visitante, la Infanta Isabel de Borbón, hermana de Alfonso XII y tía del entonces rey Alfonso XIII… Ellas serán, ante el escándalo porteño, apodadas ‘la alta servidumbre’ por la infanta, que sin duda olvida que se festeja el centenario de una independencia brillante, que terminó con varias de esas ‘servidumbres’ en relación con la metrópolis”.
Corroborando esa descripción sobre las facetas menos “amables” de la Infanta, extractamos algunas citas de las memorias de su hermana Eulalia.2
Ambas, y su hermano, el rey Alfonso XII, eran hijos de la reina Isabel II y Francisco de Asís de Borbón. Isabel II era a su vez hija de Fernando VII y de María Cristina de Borbón y Nápoles, su cuarta esposa (y sobrina también). El padre de nuestras protagonistas era hijo de un hermano de Fernando VII, don Francisco de Paula de Borbón, y de la infanta Luisa Carlota de Borbón.
La Infanta Isabel nació en Madrid el 20 de noviembre de 1851, falleciendo en París en 1931. Su nombre completo era Isabel Francisca de Asís. Casada en 1868 con el conde de Girgenti, príncipe de la rama de Nápoles de la casa de Borbón, enviudó en 1871. Las biografías oficiales la definen “dotada de clarísima inteligencia y de refinado ingenio, cultiva con gran aprovechamiento la música…, su palacio, abierto a todo el mundo, es uno de los centros artísticos más selectos de Madrid, frecuentado por nuestros más refinados artistas… su trato sencillo y afable le han conquistado justa popularidad entre el pueblo de Madrid, que siente verdadero cariño hacia la Infanta Isabel, continuadora de las tradiciones de generosidad y filantropía que han brillado siempre en las soberanas y princesas de nuestra Casa Real española.”3
Veremos que esa idílica imagen no era la única que de ella se tenía.
En sus “Memorias”, por las que desfilan la realeza y la aristocracia españolas, su vida cotidiana, sus pesares y sus miserias, Eulalia relata que “En el año 1882 se acordó que yo debía ser presentada a la sociedad madrileña. Para acto tan importante fue escogido el baile que ofrecían anualmente los Duques de Bailén… El protocolo cortesano no daba oportunidad alguna de diversión a una persona real. No nos era dado escoger pareja para bailar, ni a las personas jóvenes que concurrían se les permitía dirigirse a nosotras… Sólo los embajadores podían ser compañeros nuestros… (que) después de sofocarse bailando nos acompañaban a nuestro sitio y con una grave reverencia nos abandonaban a nuestro hastío, mientras veíamos a las demás jovencitas, que tenían la fortuna de no ser Infantas de España, reír, bailar y charlar con gente de su edad y de su gusto… En mi traje de baile… había aparecido un papel sujeto por un alfiler de corbata en forma de flecha. Mi doncella (lo) puso inmediatamente en manos de Isabel: ‘Soy un gusano de tierra enamorado de una estrella y esa estrella se llama Eulalia’ había escrito mi anónimo y audaz galanteador. La frase… distaba mucho de constituir la gravísima falta de respeto que descubriría Isabel quien, furiosa, agitando en la mano que temblaba aquel mensaje de amor imposible, llegó a mi cuarto a interrogarme. Yo nada sabía, ni supe nunca, del galán, y así se lo aseguré a mi hermana. Me respondió que era imposible. Con el sueño que yo tenía, expliqué con ingenuidad y sinceramente, no podía darme cuenta de nada, ni siquiera de un alfiler.
– Si esto te pasa cuando estás dormida –gritó Isabel exaltada– ¿me quieres decir qué te pasará cuando estés despierta? Tuvo que intervenir el Rey (Alfonso XII) más comprensivo… sin regañarme y sin dar al caso la trascendencia que Isabel le estaba atribuyendo.”
Eulalia fue obligada a contraer matrimonio con su primo hermano Antonio de Orleans y de Borbón, siendo la principal instigadora su hermana mayor Isabel: “Pedí un alargamiento del plazo (para el casamiento)… Isabel, entre irritada y temerosa, me encerró en su habitación, amenazándome con no dejarme salir de allí si no cambiaba de propósitos.
– Tú vas a ser, me decía arrugando el pañuelo en las manos crispadas, la causa de un desastre. Te expones a dar disgusto a la Reina, que puede ser de consecuencias funestas.
– ¿Pero es que se van a caer las estrellas porque yo no me case?, le pregunté irritada. ¿Es que no tengo derecho a hacer de mí lo que quiera?
– No, argumentó mi hermana, digna nieta de Fernando VII, nosotras no debemos hacer lo que queremos, sino lo que se debe. Primero, la Dinastía. ¡Hay que saber ser Infanta antes que mujer!… Isabel se contuvo sin responder a lo que creía insubordinación, locura y afrancesamiento, y se retiró dejándome presa en la alcoba.”
No terminó bien ese matrimonio, y Eulalia determinó que debía divorciarse. “Para una mujer de los tiempos que corren (escribe en 1935) el triste caso no hubiera sido motivo de internas luchas, de cavilaciones, de lágrimas y de consultas. Pero yo era una Infanta española y estábamos todavía en el siglo XIX. En la Corte de Madrid no se podía hablar de separaciones judiciales, y tanto mi hermana (Isabel) como mi cuñada (la reina) me conminaron a llevar en silencio mi desgracia y a entregarme sin resistencia a mi oscuro destino. Me rebelé ante lo que se me exigía. Mi madre tampoco se inclinó a protegerme. Un matrimonio mal avenido les parecía a todos algo sin importancia, y para mi hermana Isabel, especialmente, algo tan natural que le asombraba que yo no lo viera así.”
La inauguración de la Exposición de Chicago, con la inevitable visita a Cuba, el último de los dominios españoles en América, generó “…graves preocupaciones en la Corte. Cuando María Cristina (de Habsburgo, madre de Alfonso XIII) sugirió a Cánovas a mi hermana como posible Embajadora, el Jefe de Gobierno se opuso arguyendo que era demasiado rígida y extremadamente protocolar. Lo mismo pensó Sagasta. Isabel era, según ellos, demasiado seca, un poco áspera, imbuida en ideas antiguas… Cuba era el punto árido y difícil del viaje, y no hubiera sido Isabel, con su carácter sin matices, la persona indicada para explorar espíritus ni limar asperezas.”
Vaya ahora un episodio cotidiano: “En una de las comidas que siguieron a la retirada de los príncipes extranjeros que habían acudido al acto de la proclamación de Alfonso XIII se sirvió en la mesa de Su Majestad coliflor, plato que jamás ha sido de mi gusto. No me serví de él.
– Come coliflor –me dijo el Rey. – No me gusta –respondí–, no la he comido nunca. – Pues cómela ahora –y sonriendo, quizás por tentar a Isabel, de todos modos por bromear conmigo, agregó el Rey: quiero que la comas. – Cómela, saltó Isabel enseguida; lo quiere el Rey y, puesto que él lo manda, hay que hacerlo.
Aquello me pareció ridículo y hubiera terminado mal la comida si María Cristina no hubiera mediado dándome la razón, teniendo buen cuidado de explicar a su hijo que su autoridad real no llegaba hasta esos extremos. Pero si mi cuñada controlaba aquel deseo de ejercer su novel autoridad…, Isabel y los cortesanos preferían dar alientos al inexperto monarca. “Lo que mandes se hará” era siempre el comentario de Isabel a la más pequeña orden o al capricho más menudo… Un día dijo que no le gustaban las sombrillas abiertas en los paseos que dábamos por el Campo del Moro y eso fue suficiente para que mi hermana las proscribiera de la Corte.”
Pasaron los años. Una vez triunfante la República, Alfonso XIII abandona España y se traslada a París (Concluirá su exilio en Roma, donde fallece en 1941).
Con casi 80 años, en una camilla pues estaba paralítica, “ella constituía la más oscura y dramática nota en el desolado cuadro. Moribunda, postrada, casi en estado de inconsciencia, la había sorprendido al República. Dado su estado de gravedad, era matarla traerla en esas condiciones, pero… se negó a permanecer en Madrid después de la salida del rey. De nada sirvió que las nuevas autoridades manifestaran que se podía quedar en su casa de la calle Quintana, que tenía garantías y que en absoluto sería molestada. Dura como siempre…, supo con fuerza rechazar la última genuflexión que se le hizo en su vida: “¡El Rey, el Rey!”, eran la únicas torpes palabras que podía musitar con ojos llenos de angustia y ya velados de sombras… Su vida, su corazón, su alma, eran para el Rey. Murió pocos días después… sin que de su boca saliera otra palabra y sin que su espíritu…, sintiera apagarse un solo instante su gran devoción y su razón de existir: la fe en la Monarquía. Tan apegada a las fórmulas, tan adicta al protocolo, tan pagada de sus privilegios de Infanta de España, bajó a la tumba sigilosamente…, como una buena burguesa de París.”
Y aquí terminamos con otra mirada sobre la visitante del “Centenario”.
Notas
1. SÁENZ, Jimena, “Miedos y festejos en el Centenario”, en la revista Todo es Historia, año VI, N° 71, marzo de 1973.
2. DE BORBÓN, Eulalia, Memorias de Doña Eulalia de Borbón (Ex Infanta de España de 1864 al 1931), Editorial Juventud Argentina S.A., Buenos Aires, 1942.
3. Enciclopedia Espasa-Calpe.
4. El marido de Eulalia era el hijo de una hermana de su madre, la Infanta Luisa Fernanda de Borbón, y del Duque de Montpensier, hijo menor del rey francés, Luis Felipe.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 21 – Junio de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Categorías: , Biografías, Hitos sociales
Palabras claves: reyes, reina, isabel
Año de referencia del artículo: 2020
Historias de la Ciudad. Año 4 Nro21