Estos “Apuntes” fueron publicados en el Boletín del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires N° 7 en 1982. O sea que vieron la luz, hace casi un cuarto de siglo. Y su autor ya se había olvidado de ellos, si no fuera porque al concurrir al “Café Margot” de Boedo como lo hace habitualmente, encontró como novedad un flamante folleto sobre los orígenes del barrio de Almagro. Y, ¡oh, sorpresa! volvió allí a reencontrarse con numerosos párrafos transcriptos casi textualmente de su viejo trabajo de investigación. Inútiles fueron sus esfuerzos cuando intentó ubicar su nombre, en alguna parte de ellos… Y recordó entonces aquella ley química que dice: “Nada se pierde, todo se transforma” y dejando de lado su intención de publicar otras cosas inéditas más importantes, decidió reeditar su antiguo trabajo, corregido y mejorado. Y además, citando puntualmente sus fuentes de investigación como corresponde.
El tema es bastante conocido: poco después de la fundación de Buenos Aires, don Juan de Garay, en el célebre repartimiento del 24 de octubre de 1580, distribuyó mercedes de tierras hacia el sur y norte de la ciudad. Y como se hacía en todas las poblaciones españolas de América, dejó hacia el oeste un gran rectángulo de terreno despoblado para la futura expansión de la ciudad. Este territorio se denominaba ejido y era de uso público para los primitivos habitantes porteños. Su frente de media legua, o sea de doce cuadras al sur y doce al norte, se correspondía aproximadamente con las actuales Arenales al norte y avenida San Juan al sur, mientras por el oeste era su confín una línea que coincide metros más, metros menos, con la actual avenida La Plata. Esta última es el actual límite oeste barrio de Almagro, fijado por las Ordenanzas 23.698 del año 1968 y 26.607 de 1972, promulgadas por la entonces Municipalidad de Buenos Aires.1
Zona donde los vecinos apacentaban los ganados de la ciudad, estaba en gran parte cubierta de montes, que si bien servían para la provisión de leña, eran refugio de los abundantes y peligrosos jaguares, que aquí llamábamos tigres, siempre al acecho de los caminantes y sus cabalgaduras. Pero también el ejido era el lugar ideal para la caza menor y los vecinos podían proveerse con bastante facilidad de ganado salvaje, gamos, avestruces y toda clase de aves.
Esto quiere decir, que todo el actual territorio de Almagro, fue durante muchos años de propiedad pública, o mejor dicho del Cabildo, por lo cual se mantuvo casi totalmente despoblado. Pero a medida que avanzaba la urbanización, nuevos pobladores, en gran parte provenientes de las provincias interiores, fueron ocupando y trabajando esas fértiles tierras, llamadas despectivamente “de extramuros”.
Hacia mediados del siglo XVIII ya encontramos familias de labradores y quinteros afincados en el territorio del antiguo ejido; los predios habían sido deslindados y divididos por zanjas y cercos de tuna y poco a poco fueron despareciendo los tétricos montes y las plantaciones naturales de todo tipo, reemplazadas por durazneros salvajes que servían, junto con los cardos, como leña. Las tierras seguían siendo, sin embargo, propiedad del Cabildo, que las arrendaba a los ocupantes quienes, a su vez, se vendían entre sí las posesiones, incluso ante escribano público. ¿Qué vendían? Simplemente los ranchos de paja, los árboles, las plantaciones, alfalfares, los pozos de balde, animales, carretas, herramientas y, en fin, lo que constituía una quinta, excepto el terreno.
Sin embargo, no todo era trabajo en esa vasta región de las chacras. Desde finales del siglo XVII, era una zona donde se pasaba muy de prisa, cuyos montes se convirtieron en refugio de salteadores y vagabundos. Pocos eran los que se atrevían a internarse solos hacia el norte o el sur apartándose del camino real más frecuentado que, a partir de 1676, por disposición del gobernador Martínez de Salazar, fue la actual avenida Rivadavia.
Consta que en 1760 el Procurador de la ciudad se quejó al Cabildo señalando “los graves perjuicios que se originan al bien público en que en el ejido de esta ciudad se haya poblado con varios sujetos de ninguna entidad, con chozas y casillas donde se acogen todos los bandidos y gente malévola de los alrededores, sin que los dueños de dichas casillas como los que a ellas se agregan tengan ni hagan ningún trabajo útil con que mantenerse”.
En varias oportunidades se resolvió hacer un censo o padrón de los habitantes de esos lugares, muy importante para poder alquilar nuevos sitios y quintas y cobrar los correspondientes derechos, que eran entonces de 5 pesos por año por cada cuadra y que debían abonar, según un documento de la época, “los que con licencia o sin ella las estén poblando”.
Así fue como diversas resoluciones del Cabildo se refieren a estas tierras y sus alrededores, incluidas dentro del rubro indefinido del ejido porteño. Sabemos que por orden del Cabildo se hizo un detallado plano de la zona, hoy lamentablemente extraviado, que nos hubiera permitido ubicar en su origen las principales propiedades del populoso barrio de Almagro, sus habitantes y sus quintas aledañas.
El barrio de la Capilla de Don Carlos
Y en este disponer que hacen los cabildantes de las tierras propias del ejido, aparece interesado un comerciante portugués que sería una figura clave en la historia de nuestro barrio: Don Carlos dos Santos Valente. Pues nada más ni nada menos, que el primer vecino importante, precursor indiscutido del progreso y embellecimiento de Almagro, al punto tal que todavía durante muchos años después de su muerte, la zona se conocía, bien o mal escrito, con su nombre o apellido. Y así como la vida de Juan Diego Flores fue estudiada en sus más mínimos detalles por haber dado su origen al barrio de Flores, y los fundadores de pueblos del interior, tienen en muchos casos extensas biografías, es imposible escribir sobre Almagro sin ocuparnos de este personaje, uno de los hombres más ricos y generosos del Buenos Aires de mediados del siglo XVIII.
Porque nos guste o no, la categoría de barrio para esta zona de Buenos Aires aparece por primera vez asignada al paraje gracias a la extensa quinta y capilla que erigió este acaudalado portugués, al punto tal que partiendo desde el Once de Septiembre hasta un poco más allá de la avenida La Plata esta fracción del ejido era conocida en la toponimia porteña como el “barrio de la capilla de don Carlos Valenti”, “barrio de la capilla de don Carlos” o simplemente “barrio de Valenti” o “Balenti”, con su apellido tergiversado.2
Aunque esto lo sabemos hoy los que hurgamos en los viejos protocolos de los escribanos porteños; en contrapartida muy pocos vecinos conocen la interesante historia del poderoso señor Valente, ni tampoco que su nombre perdura hoy evocado en la bellísima iglesia de San Carlos, una de las joyas arquitectónicas del barrio.3
Pero para entrar en tema, debemos señalar que con el paso de los años, el Cabildo, que afrontaba grandes y frecuentes apremios económicos, no se conformó con el simple ingreso por arrendamiento de las tierras del oeste. Los cabildantes resolvieron vender a sus ocupantes, las quintas del ejido. Aunque, en épocas mejores, algunos labradores habían obtenido sus propiedades gratuitamente por merced.
Y el comprador de unas 18 hectáreas despobladas, fue este activo mercader de origen lusitano. En efecto, don Carlos dos Santos Valente, había nacido a fines del siglo XVII, según sus propias declaraciones, en el caserío de Reveles, obispado de Coimbra, jurisdicción de la Villa de Montemor O’Velho, dependiente del Cabildo de Serraventoso, en el reino de Portugal. Muy joven aún dejó su numerosa familia, pues hijo del primer matrimonio, su padre4 se había casado tres veces y entre sus hermanos “enteros” y sus medios hermanos los Valente eran una legión. Carlos, de espíritu aventurero, audaz y hábil para los negocios, se largó a recorrer el mundo y terminó radicándose definitivamente en Buenos Aires, donde vio la oportunidad de reunir en pocos años el dinero suficiente para procurarse un buen pasar.
Y así fue; formó aquí con el tiempo uno de los más importantes patrimonios de su época y el giro de sus negocios se extendió por muchos lugares del Virreinato del Perú, hasta Europa y el resto de América. Tenía representantes en Lisboa, Méjico, Lima, Asunción, Potosí, Santiago de Chile y en diversas ciudades de nuestro país, como Córdoba, Mendoza, Salta o Jujuy. Obviamente sus mayores negocios estaban vinculados con Portugal y el Brasil. Ignoramos, si parte de su fortuna se debió al contrabando con estos dos países, cuyos barcos conducían diversas mercaderías de don Carlos, pero ello no sería extraño para un Buenos Aires donde estas actividades eran tan usuales que hasta los propios gobernadores tenían participación en ella.
Valente que al momento de su casamiento en 1745 declaraba poseer un modesto capital de 10.000 pesos, se convirtió con los años en un verdadero potentado, propietario de numerosos navíos, negros esclavos y cuantiosas sumas de metálico que iban y venían de acuerdo con sus exportaciones e importaciones. Aparte de su lujosa vivienda en la ciudad, luego de comprar el amplio y estratégico terreno del ejido que historiamos, don Carlos ya en edad madura, edificó allí una imponente casona de descanso con numerosas habitaciones y techos de teja, que se destacaba notablemente de algunos de sus vecinos, pequeños labradores con precarias casas de barro techadas con paja.5
Pronto realizó notables mejoras y se preocupó de rodear a su “población” con numerosos árboles frutales y un extenso parque con plantas y flores exóticas de diversa proveniencia, convirtiendo esas tierras despobladas e incultas en un verdadero vergel a las puertas de la ciudad. Según un documento de 1756 la quinta tenía un “sumptuoso edificio en casas de altos y bajos, corredores, puertas, ventanas y demás viviendas útiles y provechosas, con iglesia, coro alto, sacristía, numerosos ornamentos de toda desencia, dos patios; todo ello de adobe cocido y la huerta con muchos árboles frutales, jardín y demás oficinas que en ella se hallan, con todo su terreno que se encuentra zanjeado y con tuna”.6
Por supuesto que un vecino tan opulento, no dejó de ser blanco de la calumnia de muchos de sus contemporáneos, que no podían ver sin envidia los negocios, contactos y progresos de este hiperactivo mercader extranjero. Había casado con doña María Antonia Pacheco Malaver7 y diez años después, según nos cuenta José M. Mariluz Urquijo algunos regidores imputaron a don Carlos, “el ser de oscuro linaje y el estar casado con mujer descendiente de esclavos, como lo prueba el hecho de que su abuela murió sin “salir de su traje de mantellina que es el mismo que viste y usa la gente de servicio”.8
Por ese entonces, la vestimenta de los señores, los sirvientes y los esclavos estaba rigurosamente clasificada según las diferentes clases sociales y se vigilaba que cada una usara la ropa que según su condición, le correspondía. “A las sospechosas de ser mulatas -dice Mariluz Urquijo- les quitaban las hebillas de los zapatos y aún les prohibían que se calzasen, salvo que fuesen mucamas de señoras principales”. Y doña María tenía un subido color moreno…
Luego se descubrió que respecto a don Carlos y su mujer, todas eran viles calumnias y después de un extenso pleito judicial con documentos y declaraciones de testigos, pudo la señora de Valente probar su “limpieza de sangre” y el derecho que le asistía para vestir suntuosas vestimentas de seda, luciendo alhajas de brillantes, perlas y oro.
El testamento de Don Carlos
Para entonces, Valente gravemente enfermo y sintiéndose próximo a morir, extendió su testamento largo el 14 de febrero de 1757. El escribano José Ferrera Feo, debió concurrir a su casa, señalando que lo encontró “enfermo de un mal de apoplejía perlética que le impide el habla y movimiento de la mano derecha, pero en sus cinco sentidos”. Este interesante documento ocupa nada menos que seis carillas y lo modificó por un codicillo que extendió unos meses después. En este último, el notario señala que podía hablar con algún esfuerzo y se hacía entender con señas.9 Como diagnosticaríamos hoy, el pobre hombre había sufrido un ataque de hemiplejia, lo que constituyó una verdadera catástrofe para sus intereses.
Casado como dijimos con María Antonia Pacheco Malaver, llegaba don Carlos al final de su vida sin haber procreado hijos ni tener herederos forzosos ascendientes o descendientes. Por esta razón decidió, en un acto de generosidad sin precedentes, repartir gran parte de sus bienes entre sus parientes de Europa, las órdenes religiosas porteñas y los pobres y necesitados de la ciudad.
De su testamento surge que era un hombre bondadoso, preocupado por el progreso de sus semejantes y de una activa vida religiosa con periódicas contribuciones para obras pías. Reconforta verdaderamente leer las disposiciones de su última voluntad; sus legados a diversas personas son interminables y de gran envergadura. A su hermana María residente en Lisboa le deja 5000 pesos dobles, equivalentes a unas 300 onzas de oro; una suma igual para repartir entre sus hermanastros; 3000 pesos a otra hermana. A sus cinco tías o a sus descendientes en caso de haber fallecido, se le deberían entregar sumas de 500 pesos y 1000 a su tía madrina.
Hay algunas disposiciones curiosas que nos ayudan a valorarlo mejor. Así, regala 2000 pesos para ser repartidos en su pueblo como dote para 34 muchachas pobres y honradas. No se olvida don Carlos de disponer “se den doscientos pesos a una pobre muda, cuyo nombre no tengo presente y de quien darán razón los dichos mis parientes porque uno de ellos la tiene en su casa”.
Deja 1000 pesos para la terminación del seminario de estudiantes de Coimbra que se estaba construyendo y si hubiera sido terminado, para que el rector los aplique en lo que crea más conveniente.
Aquí en la Argentina, Valente beneficia a las cuatro hermanas de su mujer, a una con 5000 pesos, a otra con 3000 y a las dos restantes con 2000 a cada una, sumas realmente importantes para la época. Deja a dos niñas que se criaron en su casa, legados de 500 pesos y en gratitud a la lealtad, amor y fidelidad con que le ha servido por espacio de muchos años, a su empleado Joaquín de Almeida 3000 pesos, equivalentes a unas 190 onzas de oro. Llama la atención que sólo diera libertad, entre todos sus negros, a la mulatilla María, hija de una de sus esclavas.
Y por supuesto las órdenes religiosas resultaron también gratificadas; los conventos de Santo Domingo, San Francisco, los Recoletos, la Merced, las Monjas Capuchinas y el Hospital. Los padres debían decir una misa cantada perpetuamente una vez al año en el día de San Juan Nepomuceno para beneficio de su alma y la de su mujer.
La Capilla de Valenti
Don Carlos era un católico practicante y muy devoto de San Juan Nepomuceno, tanto que una de sus primeras medidas fue erigir en su quinta una capilla cercana a la casa principal, que puso bajo la advocación de este santo. Como lo expresa en su testamento, “para que los fieles del vecindario de aquel pago que se congregasen tuvieran el consuelo de poder cumplir con el precepto de oír misa sin el grande trabajo que les causaría venir al pueblo abandonado sus casas”.
La capilla, que en realidad más que capilla, era una iglesia con sacristía y coro, se constituyó así en el lugar de reunión dominical de casi todos los labradores de aquellas vecindades. Y pagaba los servicios de un par de religiosos que la atendían.
Porque don Carlos era además miembro de diversas cofradías y asiduo benefactor de las órdenes religiosas porteñas, manteniendo muy buenas relaciones con la Compañía de Jesús, con la cual probablemente compartiera algunos negocios. Esta última le extendió una “carta de bienhechor especial”; era también hermano de la Orden Tercera de San Francisco y se desempeñó muchos años como síndico de dicho convento.
Y así como un siglo después, muchos viajeros hablaban de la pulpería del Caballito, que terminó dando nombre al paraje, los porteños identificaban la zona de Almagro con el primitivo nombre de “barrio de la Capilla de Valenti”, en clara alusión a la destacada propiedad de nuestro personaje. La imponente construcción no pasaba desapercibida y por tanto, su nombre se tomaba como única referencia para la zona y sus alrededores. Es que tanto su casa de la ciudad como su quinta estaban lujosamente ambientadas con muebles portugueses, cuadros y detalles de buen gusto y calidad. Como verdadera curiosidad, acotaremos que don Carlos se había hecho construir un gabinete de química, pues era muy aficionado a este tipo de experimentos.
En su testamento no se olvida de su capilla de San Juan Nepomuceno y deja 5000 pesos para la fundación de una capellanía, con la obligación de dar misas todos los días festivos o de precepto. Los capellanes debían rezarlas, una a la madrugada y otra “a hora más oportuna entre las 10 y 11 de la mañana, para que los fieles del vecindario de aquel pago y demás que se congregaran, tengan el consuelo de poder cumplir con el precepto de oír misa.”
Estos dos capellanes tenían también la obligación de alternarse para rezar por las noches el Santísimo Rosario y en los tiempos de cuaresma enseñar y explicar los misterios de la Fe a los niños y demás personas que se congregasen, a fin de que se instruyan por lo menos dos veces por semana por la noche, “hora en que no están empleados en los trabajos”.
Antes de morir, dispuso que su cuerpo fuera inhumado en el convento de San Francisco, vestido con su hábito, pues como hermano tercero “tengo en dicho convento sepultura” o alternativamente en Santo Domingo. A los 9 días de su entierro se deberían decir 1500 misas rezadas, la cuarta parte de ellas en la Catedral y las demás en la iglesia donde fuese sepultado, prefiriendo en las limosnas a los sacerdotes más pobres.
Pocos años bastaron para que nadie recordase a Carlos de los Santos Valente. Así, un siglo después, el diario local “El Heraldo del Oeste”, que se editaba en Flores en 1904, al publicar un artículo sobre los fundadores del barrio de Almagro afirma textualmente:
“Uno de aquellos vecinos, cristiano viejo sin teorías ni cortapisas, hombre práctico, de sano y maduro sentido común, fue quien se preocupó de las necesidades religiosas de su vecindario, levantando un oratorio donde el alma de los cristianos pudiera sentir un soplo de vida inmortal y detenerse un momento en el tiempo… Fue el generoso don Carlos -continúa el anónimo periodista-, cuyo apellido no ha conservado la tradición porque más se le llamaba por su nombre, quien hizo construir una capilla al sur de Rivadavia, entre los Corrales de Miserere y el quintón de Carrera, conocida de todos los vecinos y transeúntes por Capilla de don Carlos, ya extinguida y borrada del mapa y de la memoria a causa de las modernas transformaciones del barrio de Almagro”.
Y el nombre de la capilla fue durante muchos años referencia obligada para ubicar al barrio. Cuando en 1806 se creó la parroquia de San José de Flores, fue declarada por el obispo Lué, ayuda parroquia del nuevo curato, “con un teniente que sirva y atienda a los feligreses confinantes de este Curato de San José del de Monserrat y la Piedad” hasta tanto se edificase la iglesia del pueblo.10 Se encontraba ubicada a escasa distancia de Hipólito Irigoyen y Boedo y con el nombre de capilla de don Carlos o de Valenti continuó siendo conocida por este nombre hasta mucho después de la caída de Rosas, cuando en los edificios bastante deteriorados todavía se continuaba prestando servicios religiosos.
Hacia 1860 la capilla fue finalmente demolida, pero resurgió unas cuadras más al oeste, ya con su nombre actual y definitivo de Iglesia de San Carlos.
Don Pedro de Cevallos se instala en la zona
Volvamos otra vez a la casa quinta de Valente retrocediendo un siglo en nuestra historia. Por entonces era tal la paz que se respiraba en la propiedad de don Carlos, en esa soledad cubierta de flores y en esa casona grande como un fuerte, que por el año de 1763, don Pedro de Cevallos, por ese entonces gobernador de Buenos Aires, de regreso de un viaje al norte, amargado y triste, se recluyó en ella pretextando el ruinoso estado de las habitaciones que tenía reservadas en el fuerte de nuestra ciudad.
Vivió allí desde 1763 hasta abril de 1766, o sea durante más de tres años, en esa quinta de Valente que, según cuenta el historiador Carlos Correa Luna, era por esa época: “un caserón perdido en la arboleda, más allá del cual la pampa, al sur y al oeste, brindaba su extensión a los paseos solitarios. Encerrado Ceballos en aquella soledad, con la única compañía de Juan de Bustinaga, un oficial real que, por lo mismo, jamás asistió a su empleo, y de don Pedro Medrano, su colega y a la vez secretario del gobernador, pasaba con éste los días, tieso y meditabundo, gustando a lo más del agrio placer de desairar a sus nuevos visitantes.”11
El capitán del buque Santa Gertrudis, don Antonio Casal, estuvo un año entero yendo y viniendo de la famosa quinta para implorar el despacho de su barco, lo mismo que otros capitanes…
Esta estadía del futuro virrey Pedro de Ceballos en el barrio, que hoy nos permite rescatarlo para su historia, motivó sin embargo severas quejas e incluso fue uno de los cargos más graves en el juicio de residencia: “Habitar en una quinta de extramuros de la ciudad”. Pero sobre todo, nadie le perdonaba las “amansadoras” que el excéntrico gobernador hacía realizar allí a sus numerosos visitantes. No sería el único habitante ilustre de Almagro.
La vecina quinta de Lorea
Don Isidro Lorea fue un prestigioso escultor vasco natural de Villafranca, que llegó a nuestro país hacia 1760, luego de haber cursado en Navarra estudios de arquitectura y tallado. Documentos contemporáneos lo mencionan como maestro eximio de carpintería, además de comerciante, industrial e importador de maderas. A pesar de ser un notable escultor y autor del imponente altar mayor de la Iglesia Catedral de estilo rococó, de los retablos de San Ignacio y de la iglesia de Santa Catalina, todos de avanzada concepción artística, su profesión habitual era la construcción y refacción de casas, tarea para la cual había montado una verdadera empresa contando su taller con varios ayudantes y aprendices. Uno de ellos fue el escultor y “adornista” Juan Antonio Gaspar Hernández, que colaboró bajo su dirección en la fabricación y ornamento de los altares y retablos anteriormente mencionados.
Lorea era hombre de grandes iniciativas, que logró consolidar una sólida fortuna y obtuvo un merecido prestigio social por sus múltiples actividades. Vida tan rica como la de este simpático personaje de la colonia no merecía el trágico fin con que la culminó. En efecto, con motivo del ingreso de soldados ingleses a la ciudad durante la segunda invasión, en julio de 1807, don Isidro debió defender su casa, vecina a la iglesia de la Piedad, del saqueo de la soldadesca. Al interponerse, fue herido de varios bayonetazos por los invasores, a consecuencia de lo cual falleció el 10 de julio, después de una dolorosa agonía de cinco días. Su esposa, también recibió una herida mortal aunque lo sobrevivió algunos días más, alcanzando a extender su testamento el 19 de julio.
Pero volvamos unos cuantos años atrás, más precisamente al 30 de junio de 1770. En esa fecha don Isidro compra al genovés Domingo Pellisa una quinta en el ejido de la ciudad “cuyo terreno se compone de tres cuadras en quadro y el demás que se encontrare según la mensura practicada por parte del Muy Ilustre Cavildo”, cuando este último había adquirido la posesión a don Asensio Urquiso en 1757.
En ese predio de casi 9 hectáreas, se había edificado una sala, aposento, corredor, oficinas y un obraje con su galpón, incluyendo Pellisa en la venta ocho negros esclavos, azadas, palas, sillas, mesas y demás aperos para trabajar dichas casas y hornos. Y por ser “exido de esta ciudad, no puede el otorgante hacer venta real de él, en cumplimento de lo mandado por el Muy Ilustre Cabildo solo le traspasa el dominio y posesión que ha tenido en depósito de dichas tierras y con la prevención de estar sujeto el comprador a pagar cinco pesos por cuadra anualmente según así está determinado”.12 Lorea le abonó 5.400 pesos de plata acuñada y la quinta fue suya.
Como vamos a referirnos a un episodio histórico ocurrido allí, deberemos para ello hacer algunas consideraciones previas.
La fábrica de los hermanos Liniers
Desde épocas antiguas, la navegación por mar tuvo serios problemas; muchos buques salían de los puertos y no llegaban a destino por el problema de la provisión de alimentos en las grandes travesías, siendo frecuente la aparición del escorbuto, enfermedad padecida por la ingestión de alimentos secos y almacenados. Pues bien, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII se inventaron unas pastillas de gran eficacia, confeccionadas con carne salada que podían durar unos tres o cuatro años sin alterarse y que habían sido utilizadas con éxito en la célebre expedición del capitán Malaspina.
En 1790, dos hermanos franceses solicitaron al rey Carlos IV autorización para instalar en Buenos Aires una fábrica de estas grageas, aprovechando la abundancia de ganado de la campaña bonaerense. Estas famosas pastillas de caldo podían ser destinadas a diversos usos, especialmente en los hospitales de Europa, no sólo por su calidad, sino también por su bajo costo.
Uno de ellos era el conde de Liniers y Bremond, entonces coronel al servicio de Su Majestad Católica, quien recibió autorización por Real Orden del 24 de junio de 1790. Acompañaba al audaz coronel francés su aristocrático hermano don Santiago, socio en la nueva industria que estaban empeñados en establecer. Además, el conde de Liniers, decidido a mejorar a toda costa su situación económica, se inició inmediatamente de su arribo a Buenos Aires en el negocio de la compra y venta de esclavos negros. En 1790 obtuvo permiso real para importarlos directamente de África. Lo que hoy se dice en forma despectiva “negrero” era una actividad que en nuestra ciudad desempeñaban muchos miembros de las familias denominadas patricias… Pero sigamos con los emprendimientos de Liniers y su vinculación con el barrio de Almagro.
Al poco tiempo de su arribo a nuestro país, ambos hermanos se establecieron en una casa que arrendaron a don Benito González Rivadavia, en el barrio de Santo Domingo, pensando instalar su fábrica en la quinta que Martín José de Altolaguirre poseía en la zona de Recoleta. Pero luego se decidieron por otra más cercana a los corrales del Sur, para aprovechar con mayor eficiencia la provisión de carnes.
Para ello, en el año de 1795, alquilaron la quinta que había sido de don Isidro Lorea. ¿Dónde estaba ubicada esta finca? Lo dice el propio Liniers en su pleito con Benito González Rivadavia al expresar que “tanto yo como mi hermano tenemos en la quinta donde se fabrican las expresadas pastillas de sustancia, sita en las inmediaciones de la que fue del difunto don Carlos de los Santos Valenti…”13
Pero las cosas no iban bien para los hermanos Liniers. A pesar de que la fábrica estaba en plena producción, los grandes gastos y sus numerosos acreedores no pudieron esperar, y entre ellos el impaciente don Benito Rivadavia, quien les inició juicio por el pago de algunos alquileres atrasados de su casa. Un cierto desahogo provino de una gran partida de pastillas que vendieron a don Diego de Alvear, quien por orden del rey español estaba dedicado a la demarcación de límites entre España y Portugal. Así, con altibajos económicos, los hermanos continuaban con su fábrica de pastillas de carne en el barrio de Almagro.
Pero en 1793 ocurrió un hecho inesperado que cambiaría totalmente el curso normal del emprendimiento. A raíz del estado de guerra entre Francia y España, se prohibió comerciar a los numerosos franceses de Buenos Aires. Cuando en algunos muros aparecieron algunas leyendas de “Viva la Libertad”, en toda la ciudad se habló de que los galos, en connivencia con negros esclavos, intentaban asaltar las viviendas de los principales vecinos y realizar una masacre.
La “conspiración de los franceses”, como se la llamaba, se agradaba día a día en la imaginación de los temerosos porteños, sobre todo ante la inactividad de las autoridades. Finalmente, éstas decidieron hacer algunos allanamientos y por infidencias de varios esclavos se sindicó como centro de la conspiración la quinta de Liniers, la que fue revisada a altas horas de la noche, encabezando estas diligencias el alcalde de Primer Voto, don Martín de Alzaga.
Allí en la antigua propiedad de Lorea, detuvieron al maestro mayor de la fábrica, el francés Carlos Bloud y a otras personas a quienes se les encontraron algunos papeles que, a juicio de los funcionarios reales, eran muy comprometedores. Luego de un largo proceso en que se declararon culpables a varios reos, el maestro Bloud fue desterrado, lo que determinó el fin de la famosa empresa.
Así, la primera fábrica de conservas que se estableció en nuestro país, cuyos pedidos venían desde España y otras regiones de América, funcionó en medio de grandes dificultades, deudas, pedidos de dinero y embargos de los acreedores de los hermanos Liniers, en pleno corazón del hoy barrio de Almagro. Las casas principales o “poblaciones” se encontraban en las inmediaciones de Rivadavia con la actual calle Liniers y no tienen nada que ver con unos edificios antiguos que hace unos años se demolieron sobre esta última calle y la avenida Hipólito Irigoyen.
En esta misma quinta acamparon los ingleses durante la segunda invasión luego del cruce del Riachuelo por el paso de Burgos. Con los años, la propiedad fue adquirida por don Jaime Darquier, pero hasta muy avanzada la época de Rosas, todavía se la conocía con el nombre de “Quinta de Liniers”.
Decadencia y fin de la quinta de Valente
Pero volvamos atrás en la historia de la quinta que diera origen al barrio. La habíamos dejado en el momento en que un ataque de hemiplejia había paralizado la mitad del cuerpo de don Carlos dos Santos Valente dejando al inquieto comerciante portugués casi totalmente inválido.
Ello fue una verdadera calamidad para el curso normal de sus variados y complejos negocios, pues don Carlos manejaba todo personalmente y era el único que los conocía en detalle. Nunca había confiado en socios o habilitados, con lo cual se había atraído la antipatía, cuando no la enemistad, de sus numerosos colegas porteños, habituados a formar trenzas y ligas beneficiosas para sus intereses.
Por ello, poco antes de morir, en la imposibilidad de controlar la situación, don Carlos no tuvo más remedio que otorgar un poder general a su esposa. Doña María, a su vez, dio poderes parciales a diversos individuos de su confianza para que se ocupasen de cobrar, recibir y pagar las cuentas de los comerciantes deudores y acreedores que su marido mantenía en diversos lugares de América y Europa.
Años después, confesaba honestamente que “no entendía de papeleos” y que al fallecer Valente, ella había nombrado apoderado a su cuñado don José de Ezquenerrea, esposo de su hermana Benedicta “quien corría con todos los negocios de su casa”.
Al iniciarse la sucesión, las disposiciones del finado ya eran imposibles de cumplir; el dinero existía en los papeles; en la realidad el inmenso capital de don Carlos consistía en muchas deudas de comerciantes extranjeros difíciles de cobrar. El mismo Valente lo había reconocido cuando ya gravemente enfermo redactó un codicilo a su testamento, reduciendo muchos de sus legados a la mitad.
Su viuda, asesorada seguramente por algún leguleyo de la época, declaró al tiempo de su fallecimiento que había muerto intestado, pues apenas desaparecido don Carlos, sus acreedores cayeron sobre la sucesión. Se destacaba entre ellos, el poderoso comerciante don Domingo de Basavilbaso, quien con la representación de diversos comerciantes extranjeros, pidió el embargo de los bienes del difunto, por una deuda que inicialmente era de 26.400 pesos y que se fue incrementando hasta llegar casi a los 90.000.
En octubre de 1767, Basavilbaso consiguió embargar todos los bienes, previa tasación de los mismos, documento importante, pues nos permite hoy conocer en detalle el estilo de vida de la familia Valente. Así, los muebles de la casa de la ciudad, de dos plantas, eran lujosos, en su mayoría de jacarandá con pies torneados, algunos con incrustaciones de marfil, sillas portuguesas pie de cabra con asientos y espalderas de baqueta labrada, alacenas de cedro, espejos con marcos labrados, cajas grandes y baúles de cuero y madera de Brasil, papeleras, varias pinturas religiosas cuzqueñas con marcos dorados, platos y cubiertos de plata, tres esclavas y hasta un coche cupé con su cochero negro. No se encontraron alhajas porque según manifestó doña María “las fue vendiendo para varias urgencias”. Cosa curiosa, consigna el escribano que ningún vecino quiso ser depositario de los bienes.
Luego pasaron a la quinta donde estaban los objetos más valiosos, unos 15 esclavos negros, numerosos muebles y entre ellos un reloj de campana, pero lo importante es el detalle de las plantas de la quinta; 125 granados, 300 manzanos, 1164 olivos, viñas, naranjos y limones. Dos montes poblados de árboles. Uno de ellos de dos cuadras de frente y tres de fondo, tenía en un centro una laguna o “bañado” de una cuadra de frente por dos y media de fondo, rodeada de árboles. También existía una fracción sembrada con verduras varias.
La casa y la capilla estaban rodeadas de un jardín con plantas de flores y existía en la propiedad una atahona, un horno para cocer ladrillos y numerosas herramientas. El vecino Juan Bruno aceptó gustoso hacerse depositario de la quinta, pero doña María se resistió a entregarla por considerar a este señor “persona no adecuada para responder por un depósito tan cuantioso”, sospechando que en su poder estos bienes irían a menos y por tanto propuso y se aprobó, fueran otorgarlos a don José de Ormaechea, “persona conocida y de calidad.”
También había contraído don Carlos otras deudas. Así, las Monjas Teresas de Córdoba, se presentaron reclamando unos 6000 pesos con 1500 de intereses. Más tarde se sumaron otros acreedores, entre ellos el escribano Inocencio Antonio Agrelo quien en 1785 demandaba a la viuda de Valente por la suma de 31.000 pesos.
Pero los años fueron pasando y a estos pleitos se iban sumando otros mientras la mayor parte de los numerosos créditos del finado no pudieron, por diversas razones ser cobrados. Así, llegamos a 1795, a casi treinta años del fallecimiento de don Carlos. La quinta había entrado en una decadencia total en manos de diversos depositarios, los jardines terminaron arrasados y las casas en una total ruina.
No estaba mejor la anciana viuda de don Carlos, que de señora acaudalada y rodeada de lujos, no tenía siquiera con qué sobrevivir. Fue entonces cuando elevó a los acreedores de su marido una sentida súplica. Pero dejemos a la propia doña María, explicar por que los cuantiosos bienes de su esposo habían corrido: “una suerte bien desgraciada a pesar de mis esfuerzos y no sabe decir cómo se han disipado, porque todos mis anhelos desde el fallecimiento de mi marido, fueron cubrir sus créditos y por lo mismo no he reservado cosa alguna de mi decencia y comodidad que no haya vendido para este fin, como para reparar las fincas, mantener los esclavos y pagar las cargas a que estaban afectadas las posesiones; de todo me deshice y renuncié hasta de mi propia comodidad. No ha sido pues mi conducta la que hizo venir la casa de Balente a una decadencia tan espantosa y si he de hablar yo la atribuyo a dos principios, la quiebra de los considerables créditos del Perú, que se perdieron o no se cobraron por desidia de los apoderados y la inacción del cajero Ezquenerrea, a quien confié todos los negocios, en tal conformidad, que nada savia yo de ellos, ni corría con cosa alguna, y por lo visto, parece que sus ideas se dirigían a engrosar sus bienes, después de haberse mantenido con su dilatada familia a expensas de la testamentería…”14
Señalaba que a la avanzada edad de más de 70 años, estaba “cercada de pleitos que apuran mi sufrimiento y apresuran los términos de mi corta vida” sin tener ninguna participación en la malversación de los bienes. Por ello, con el fin de no perjudicar a sus acreedores, había hecho testamento nombrándolos “únicos universales herederos de los bienes existentes, acciones, derechos y futuras sucesiones” y además, les cedía el efectivo existente en caja y demás dependencias, liberándola de los costosos litigios existentes que terminarían por reducir los escasos bienes a la nada.
La otrora poderosa y respetada señora de Valente, que vivió en vida de su marido rodeada de lujos, comodidades y sirvientes, ponía como única condición que por los días de su vida, le hicieran la gracia de permitirle vivir en la casa, dejándole para sus precisos alimentos, los alquileres de la esquina y cuartos de ella. Y apiadados de la penosa situación de la anciana, así lo acordaron y firmaron de común acuerdo todos los acreedores, en un documento extendido en Buenos Aires el 21 de octubre de 1793.
La familia Almagro da su nombre al barrio
La quinta se fue viniendo cada vez más abajo, hasta que en el año 1809 fue finalmente puesta en remate público para pago de los acreedores de la sucesión. Fue en esas circunstancias que la adquirió el comerciante Juan Bautista Ferreira, a quien tres años después, en 1812, el gobierno patrio se la embargó por sus deudas, nombrándose depositario de la misma a don Miguel Marín, cuya quinta era vecina con la de Valente.
Por entonces, el Camino Real del Oeste era la calle Victoria, hoy avenida Hipólito Irigoyen15 que seguía un curso oblicuo en el tramo comprendido entre Miserere y la avenida La Plata, donde continuaba hacia San José de Flores en la actual Rivadavia. Esta era la vía de comunicación más usada para la entrada o salida de la ciudad de carretas, jinetes, personas y ganados.
Sin embargo, algunos dueños de quintas de la zona comenzaron a permitir el uso de un atajo recto dentro de sus propiedades, especialmente en el invierno, por el que cobraban un excesivo derecho de peaje. Esta situación fue considerada por la Comisión de Vías Públicas, que propuso al gobierno en 1834, la expropiación de esos terrenos, oficializando así la rectificación del antiguo camino real, que poco después recibió el nombre de Camino General Quiroga, bautizado así en recuerdo del caudillo riojano asesinado en Barranca Yaco.
Tal decisión dividió en dos a la antigua quinta de Valente, que debido a los desafortunados negocios de su propietario el comerciante Ferreira, entró dentro del concurso de sus bienes.
La parte sur de Rivadavia, donde se encontraban las casas antiguas y la famosa capilla, fue adquirida por uno de sus acreedores, don Miguel Ramón Rodríguez Orey, el 29 de agosto de 1838, y a fines del gobierno de Rosas era propiedad de su viuda, doña Lucía Carranza, una hermosa dama porteña, cuyo retrato constituye una de las obras maestras de Carlos Enrique Pellegrini, quien la muestra sentada con mucha gracia, un gran peinetón y dejando caer coquetamente su abanico.
Esta fracción de la quinta, según la escritura de venta,16 tenía por el sur un martillo al este “formando plazoleta que es el frente de los edificios” sobre la actual Hipólito Irigoyen, donde lindaba calle por medio con la panadería de José Guerra y la quinta de Manuel Arroyo, por el norte que era su fondo, el recién abierto Camino General Quiroga, por el oeste calle por medio con las quintas de don Nicolás del Arca y del genovés Bartolomé Lucchi, y por el este con quinta del inglés Tomás Sillitoe, quienes fueron los primeros vecinos importantes del naciente barrio de Almagro.
La porción norte de la quinta de Carlos dos Santos Valente, dividida como dijimos por la apertura de Rivadavia, fue adquirida por la familia Almagro en 1839. Manuel Bilbao daba como propietario a don Toribio Almagro, pero la mayoría de los autores hace algunos años coincidía en vincular la historia del barrio con el doctor Juan María de Almagro, cuya biografía realizó Enrique Udaondo y luego Carlos Ibarguren, hijo.
Dice este último autor que Juan de Almagro “poseía vastos terrenos en San José de Flores, los cuales forman el barrio suburbano de Almagro”. Esta afirmación debe tomarse con beneficio de inventario, pues el comprador de los terrenos no fue don Juan, sino su hijo Julián, quien estaba casado con doña Pastora Díaz Guerra y era uno de los once o doce hijos que el famoso asesor de los virreyes había tenido con doña Ana de Andrés de Arroyo y Pinedo. Este es el verdadero origen del nombre del barrio.
Así, el 28 de septiembre de 1839, Juan de Victorica, síndico del concurso del difunto Juan Bautista Ferreyra, vendió a Julián de Almagro el terreno de la fracción norte de la primitiva propiedad de don Carlos, el portugués: “situado en los suburbios de esta ciudad, al oeste de ella, y que es la mitad aproximadamente del que comprendía la quinta de dicho finado conocida por el nombre de Valente y que fue dividida por el Camino General Quiroga”.17
Almagro abonó la suma de 6500 pesos corrientes por estos terrenos, firmándose la escritura de propiedad ante don Faustino Ortiz de Oroño, escribano del Consulado. Conservó estos terrenos durante largos años vendiendo algunas fracciones en 1851 y al establecerse la compañía del Ferrocarril del Oeste en 1857, sus directivos comenzaron gestiones ante los principales propietarios de los lugares donde se había previsto trazar las vías del nuevo medio de comunicación.
Desde el Parque a La Floresta casi todos los vecinos hicieron donación de la franja pedida, a pesar de que en la mayoría de los casos esta cesión los perjudicaba, porque estando las vías tan cercanas al Camino Real, las propiedades quedaban divididas bastante arbitrariamente.
Don Julián no sólo donó el terreno para las vías sino también todo lo necesario para instalar en ese lugar una estación de pasajeros. Por esta razón y atento a la generosidad del donante y a que la zona era conocida por Quinta de Almagro, recibió el nombre que hoy se perpetúa en el barrio homónimo.18
Esta primitiva estación ferroviaria por su cercanía al Once de Septiembre, tenía muy poco movimiento, lo que motivó que una resolución del Director General de Ferrocarriles, del 1° de junio de 1887, dispusiera su supresión para todo servicio, a partir del 15 de ese mes. Con todo, este edificio subsistió hasta principios del siglo pasado, siendo demolido al construirse las vías a bajo nivel.
En 1871 cruzó por Almagro el primer tranvía, establecido a iniciativas de don Mariano Billinghurst, que se electrificó en 1898 con el nombre de Tramway La Capital. Pero nuestro trabajo se titula “Apuntes históricos” y dejamos para otra oportunidad ampliar el tema del barrio con la historia de algunas quintas interesantes de la época de Rosas, como la de don Andrés Candelaria, cuya tumba olvidada puede verse en la parte más antigua del cementerio de Flores, sobre las quintas de Paso, Carreras, Bejarano, la que fuera de Tomás Grigera, el famoso alcalde de las quintas y vendida luego en 1829 al doctor Vélez Sársfield (parte de la cual ocupa hoy el Hospital Italiano) y otras más modernas como las de Tarragona, Muñiz, Rolleri, Estevarena, Pereyra, Díaz, etcétera. Sin olvidar tampoco, el afincamiento en la zona de los salesianos que fundaron el Colegio Pío IX de Artes y Oficios, donde estudió el desdichado indiciecito Ceferino Namuncurá…
Notas
1 Los límites de Almagro fijados en esa oportunidad fueron los siguientes: Independencia por el sur; Av. La Plata y Río de Janeiro por el oeste; Ángel Gallardo y Estado de Israel, Córdoba por el norte; Gallo y su continuación Sánchez de Bustamante y Sánchez de Loria por el este, hasta encontrar nuevamente la Av. Independencia por el sur, que cierra el perímetro del barrio.
2 “Barrio de la Capilla de Balenti”, figura en la venta de una quinta de Isidro Lorea a Manuel Zorrilla en noviembre de 1804; “Barrio de la Capilla que llaman de don Carlos, vulgo de Valenti” en la venta de Martín Díaz a Francisco Vinent en 1828, etcétera. Se la mencionaba en documentos contemporáneos con el pomposo título de “Quinta de San Juan Nepomuceno, conocida hoy vulgarmente por Quinta de Balente”.
3 Este es el verdadero origen de esta parroquia de Buenos Aires, ya que casi todos los que se han ocupado del tema afirmaron erróneamente, en base a una tradición carente de fundamento, que habría sido erigida por unos vascos devotos de San Carlos.
4 Se llamaba Juan Caraballo Valente y su madre María de los Santos. Debemos recordar que los portugueses acostumbran poner como primer apellido el materno. Así su hijo pasó a ser Carlos de los Santos Valente. El apellido “de los Santos” en el original portugués es “dos Santos”.
5 Estas tierras lindaban por ese entonces, al este con el regidor Alonso García de Zúñiga, por el sur calle por medio con Bernardo Graguera, por el norte calle por medio, con tierras de Francisco Pieri.
6 A.G.N. Sucesión 8736.
7 Hija de los correntinos Andrés Pacheco Malaver y Petrona de Muga.
8 Mariluz Urquijo, José M. “Indumentaria y jerarquía social en el setecientos porteño”. En La Nación del 7 agosto 1988. Hay reimpresión en “Historias de la Ciudad” N° 1, Buenos Aires, septiembre 1999.
9 A.G.N. Registro 1. 1757. Folio 197 y siguientes.
10 Rómulo Carbia, “San José de Flores. Bosquejo Histórico”. Buenos Aires, 1906.
11 Correa Luna, Carlos. “Baltasar de Arandía”. Buenos Aires, 1919.
12 A.G.N. Registro 1. 1770. Folio 121v.
13 La historia completa del asunto fue publicada en el excelente trabajo de José Luis Molinari, “La Real Fábrica de Pastillas de los hermanos Liniers”, (Boletín N° 7 del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades. Buenos Aires, 1959), de donde tomamos la mayoría de los datos. Posteriormente, sobre el mismo tema puede leerse el erudito artículo de Carlos A. Rezzónico, “La llamada quinta de Liniers”, en el N° 7 de esta revista, de diciembre de 2000, donde sigue la evolución de la propiedad hasta su loteo final.
14 A.G.N. Sucesión 8418.
15 Este camino, en el acto de erección del curato de San José de Flores en 1806 se lo menciona como “calle de Don Carlos Valenti”.
16 A.G.N. Registro 73. 1838. Folio 29v y siguientes.
17 A.G.N. Registro 73. 1839. Folio 26.
18 La quinta de Almagro se loteó completamente en 1871 en el concurso de los bienes de don Julián. Ver sobre el particular, el capítulo de la quinta de Valente en el libro “Antiguas quintas porteñas” del escribano Carlos A. Rezzónico. Buenos Aires, 1996.
Información adicional
Año VII – N° 39 – diciembre de 2006
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
ARQUITECTURA, Palacios, Quintas, Casas, ESPACIO URBANO, Avenidas, calles y pasajes, Historia, Mapa/Plano / Quintas, Barrio, Fábrica, ciudad, vecindario, expansión, tierra
1870 /
Historias de la Ciudad – Año VI Nro 39
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