Los árboles de Buenos Aires guardan secretos que el paseante generalmente desconoce. Algunos árboles han desaparecido, otros sobreviven. Muchas veces, el porteño pasa frente a ellos sin saber que una larga historia se esconde entre el follaje.
No abundaban los árboles en el lugar elegido por Pedro de Mendoza para entregar a la Historia la primera Buenos Aires. Desde los balanceantes buques de la Armada anclados lejos de la ribera sólo se veían juncales y cortaderas demarcando la imprecisa línea donde terminaba el río y comenzaban las pampas.
Algo más allá de los juncales se asomaban algunos talas, sombras de toro, ceibos, sauces criollos y sarandíes. Desde atrás de estos escasos árboles, aguardaban agazapados los jaguares.
Luego del desembarco, sobrevino la historia conocida: la enfermedad de don Pedro, el asedio indio, las batallas, el hambre. Precisamente, es al describir esta hambruna que el clérigo Luis de Miranda Villafaña, primer poeta y primer cronista de Buenos Aires, nos da a conocer la primera especie autóctona porteña mencionada por escrito.
“Las viandas más usadas eran cardos que buscaban y aun estos no los hallaban todas veces.”
Claro que no se trataba de los populares cardos que más tarde poblaron las pampas, creciendo hasta sobrepasar la altura de un hombre a caballo sino, según sostiene Carlos Spegazzini, la llamada zanahoria de campo (Eryngyum elegans y E. nudiculae). Recién años después, muy lentamente, comenzaron a destacarse entre los pocos árboles de Buenos Aires, ejemplares dignos de recordación por haber sido testigos, abrigos, cunas, patíbulos o sepulcros.
Árbol del ballestero Bartolomé García
Un ejemplar de los días primeros de la ciudad, fue el “Árbol del ballestero Bartolomé García”, árbol desde donde este soldado, que cazaba para paliar el hambre que aniquilaba a los primeros fundadores, acechó a un peligroso tigre. En una carta fechada en Asunción el 24 de junio de 1556, García describe las penurias de los días trágicos del cerco: “…después que el señor Don Pedro se partió para España, que quedamos con mucha hambre: yo ballesteaba, con mucho peligro de indios y de tigres, y daba de comer a setenta hombres que allí estaban, porque todos los días, domingos y fiestas les mataba dos o tres venados, con que les daba la ración con que se sostenían…”
Y luego agrega: “…los tigres que entraban en la palizada y mataban la gente; yo aguardé uno que hacía muncho daño, dende un árbol, fuera de la palizada, contra la voluntad de Francisco Ruys, habiéndole suplicado y pedido que por merced que me dejase aguardallo, yo lo maté.”
De cuál era la especie de la planta no hay datos y, probablemente, nunca los habrá. García solamente dijo “árbol” y quienes leyeron la carta del ballestero determinaron sin más averiguaciones que se trataba de un algarrobo. Pero eso puede deberse a la costumbre de definir como “algarrobo” a todo árbol importante del cual se desconociera su especie, ya que para los argentinos y los protoargentinos el algarrobo era el árbol por definición. Incluso, los quechuas lo llaman tacu, que aparte de algarrobo quiere decir árbol. Y aun hoy, si están hablando en español, los quechuas dicen madera de árbol en lugar de madera de algarrobo.
Cuando en 1541, el gobernador Irala abandonó su harén en Asunción para acercarse a destruir a la primera Buenos Aires, la ciudad ya tenía sus montes de árboles frutales. Jóvenes aún, pero promisorios. Casi seguramente eran durazneros en su mayoría; estos, aparte de brindar frutas azucaradas, resultaban excelentes proveedores de leña y por eso es que fueron muy cultivados a lo largo de los tres siguientes siglos. También habría higueras de Extremadura, naranjos traídos de Andalucía y algunos limoneros. Todo lo destruyó el fuego con que Irala asesinó a la pequeña Buenos Aires. Hubo que esperar casi cuarenta años para que los hijos de quienes destruyeran la ciudad, vinieran a refundarla.
Algarrobo de los Cabildantes
Ya después de Garay tenemos otro árbol que se hizo célebre: el “Algarrobo de los Cabildantes”.
Dícese que en los días de mucho calor se reunían a su sombra los miembros del Cabildo para discutir sobre los temas municipales que los desvelaban. Todavía faltaban algunos años para que los representantes de la autoridad tuvieran su propia casa y, a falta de un cabildo techado de paja o teja, bueno era un algarrobo.
Sin embargo, aunque Alberto Nin Frías y Enrique Udaondo aseguren que el árbol crecía a orillas del Riachuelo, no deja de parecer extraño que los cabildantes viajaran a un lugar tan alejado sólo para reunirse a charlar al fresco. Especialmente si se tiene en cuenta que no es común que un árbol xerófilo como el algarrobo crezca al borde de un curso de agua y si, además, se considera que, para ir desde el centro de la ciudad hasta el Riachuelo, había que cruzar el arroyo de la calle Chile, que no siempre estaba vadeable. De todas maneras, ante la escasez de árboles destacables durante los días coloniales, no podemos dejar de registrar la presencia de este ejemplar.
Árboles del preboste Alcaraz
En los primeros años del gobierno patrio, la seguridad en las calles y caminos había decaído mucho debido a los desencuentros políticos y a las turbulencias administrativas. Las cosas habían llegado a tal punto que lo único que amparaba a la gente honesta del ataque de los delincuentes era la “partida de Alcaraz”.
A propuesta del Intendente de Policía Hipólito Vieytes, el 8 de marzo de 1814 el Gobierno había dispuesto ascender a Capitán de Ejército a Rafael Feliciano Alcaraz, designándolo simultáneamente comandante del Piquete Selador de Policía. A partir de ese momento y durante once años el preboste Alcaraz, como generalmente se lo denomina, llenó un capítulo especial en la historia de nuestra policía.
Fueron célebres su partida, su honradez, su prescindencia de la política, su coraje personal y especialmente su ferocidad con los delincuentes a los que, si le habían muerto o herido a un vigilante, colgaba sin ningún trámite del árbol más cercano. Uno de estos ajusticiamientos sumarios ocurrió en 1818 cuando el preboste se enteró de que una banda de malhechores planeaba asaltar la quinta de Martín de Elordi, ubicada en las dos manzanas comprendidas por las actuales Guido, Juncal, Montevideo y avenida Quintana. Es decir, lo que hoy conocemos como las Cinco Esquinas.
Alcaraz emboscó a los delincuentes y después de una intensa refriega consiguió matar al cabecilla y capturar al resto de los bandidos. De inmediato puso en práctica su expeditivo sistema judicial, ahorcando a los prisioneros en los árboles de la misma quinta que habían querido asaltar, dejándolos varios días colgados como escarmiento. Es de imaginar que por un tiempo ni el señor Elordi ni su familia se acercaron a la quinta.
Primera plantación de algarrobos y palos borrachos
Si bien aquellos árboles de las Cinco Esquinas se hicieron tristemente famosos por los ahorcados, más adelante, en esa misma quinta —siendo para entonces propiedad del doctor Francisco Almeira— se plantaron el primer algarrobo y el primer palo borracho que conoció Buenos Aires. Esto, que como vemos niega la existencia de algarrobos anteriores, lo afirma Carlos Alberto Carranza en Recuerdos de infancia diciendo que esos ejemplares los trajo su padre desde Catamarca como regalo para el doctor Almeira, alrededor de 1865.
Los dos prístinos ejemplares llegaron a ser árboles enormes, aunque difícilmente podremos saber con exactitud a qué variedades pertenecían. El algarrobo pudo ser un prosopis nigra —algarrobo negro—, o un prosopis alba —algarrobo blanco —, pues ambos crecen en Catamarca. En cambio, el palo borracho probablemente fue un chorizia insignis —yuchán—, variedad de palo borracho que requiere poca agua, de flor blanquecina y tronco abombado, propia de las regiones áridas a diferencia del samohú, más esbelto y de flores liláceas, típico de regiones húmedas como las del litoral.
El primer árbol de Navidad
Al anochecer del 24 de diciembre de 1828, el Barrio del Alto se iluminó con un suave resplandor que asombró al vecindario. La gente se fue acercando en grupos a la casa de Miguel Hines, desde cuya sala con los ventanales abiertos, un abedul tachonado de pequeñas candelas irradiaba las sorprendentes luces. De las ramas del abedul pendían muñecas, trompos, soldaditos y cornetas. A sus pies abundaban los caramelos, turrones y chocolates. Fue el “Primer Árbol de Navidad de Buenos Aires”, nos cuenta Pastor Obligado.
Su autor, Miguel Hines —que había nacido en Dublín en 1789 como fruto de un amor clandestino—, recibió el apellido de su madre adoptiva, pero todo hace suponer que en realidad, era hijo ilegítimo del disoluto príncipe Jorge de Inglaterra, que en 1820 llegó al trono con el nombre de Jorge IV.
Sin embargo, Miguel no quiso —o no pudo— hacer valer su parentesco y estando en 1806 en Londres, presenció entusiasmado el paseo triunfal dado al tesoro saqueado a nuestro Virreinato por lo que, sin pensarlo mucho, se enroló en la siguiente expedición que comandaría el general Whitelocke.
Vestido de rojo y empuñando el largo fusil con bayoneta triangular, desembarcó resuelto en estas costas.
Pero sus hazañas militares no llegaron muy lejos porque en los primeros combates un balazo criollo lo derribó en la calle de la Piedad (hoy Bartolomé Mitre). El comerciante Jorge Terrada lo recogió y amparó en su casa. Y una vez curado, el príncipe Miguel Hines ya nunca se alejó del Río de la Plata.
Convertido en comerciante maderero, deambuló de una costa a otra, pues tenía casa en Buenos Aires y en Colonia del Sacramento, donde se casó con María González, quien le dio cinco hijas. En esa misma ciudad, años más tarde, murió asesinado por razones políticas dejándonos, además de su descendencia, la tradición del Árbol de Navidad que, por ese tiempo, aún no había arraigado en Francia ni en España, pero sí en Inglaterra, adonde había sido llevada en 1761 por una princesa alemana.
Queda una duda: ¿era realmente un abedul, como dice Obligado? ¿O era un abeto, como quería la costumbre? ¿O era un roble como el Roble Sagrado de los druidas germanos que San Bonifacio taló en el siglo VIII para impedir los sacrificios humanos, roble que trocado en pino dio origen al Árbol de Navidad?
Ombúes
Lo anterior fue un rápido pantallazo de algunos árboles que durante los siglos anteriores tuvieron sus quince minutos de fama. Recién a fines del siglo XIX, los porteños comenzaron a valorar y registrar los ejemplares que de una forma u otra participaron en hechos importantes de nuestra historia. A comienzos del siglo XX, la Sociedad Forestal Argentina efectuó un recuento para certificar la cantidad de árboles históricos en todo el país.
La incuria, el paso de los años con la inevitable decadencia biológica de los ejemplares, los accidentes naturales y no tan naturales, mermaron la cantidad original. El último registro de árboles históricos data de 1979 con la cantidad de cincuenta ejemplares, de los cuales treinta y tres están protegidos.
Pero, en realidad, de los árboles que queremos hablar es de los que no tienen historia oficial para ser relatada. De los que fueron testigos o partícipes involuntarios de nuestras cuestiones. De los seres vegetales que nunca podrán enterarse de que sus vidas se cruzaron con las vidas de los hombres, a veces en forma dramática, a veces en forma graciosa, a veces en forma trágica. De los árboles que, a pesar de su protagonismo en la historia de nuestra ciudad, difícilmente obtendrán un pedido de clemencia para impedir al hacha talarlos de raíz.
De estos árboles hemos seleccionado algunos para contar sus historias…
Empezaremos con el ombú, nuestro árbol más famoso, el más representativo, el más gaucho de los árboles. Pero que, en realidad —y me duele decirlo—, no todos los entendidos aceptan que sea un árbol. Científicamente llamado phytolacca dioica, a pesar de su aspecto imponente es, en realidad, una hierba gigante que no llegó a convertirse en árbol porque carece de verdadera estructura leñosa.
Su “madera”, una vez separada de la planta, se pudre como si fuera una berenjena y es inútil intentar usarla para preparar el asado. De ahí viene el dicho futbolero para describir la poca habilidad de un jugador: “A fulano lo llaman ombú, porque no sirve ni para dar leña”.
Y Sarmiento, que parecía antiargentino de tan argentino que era, sostuvo que el ombú era “el árbol que mejor nos representa, por lo haragán, inútil, fanfarrón y plebeyo”.
Especie natural de estas regiones por ser oriunda de los correntinos esteros del Iberá, estableció su hábitat en el sur de Paraguay, sur de Brasil, todo el Uruguay y en las provincias argentinas que rozan el río Paraná. Sin embargo, fueron las pampas bonaerenses, en las que está insertada nuestra ciudad, las que le dieron su fama legendaria y en donde alcanzó su mayor esplendor:
“Cada comarca en la tierra
tiene un rasgo prominente:
el Brasil su sol ardiente,
minas de plata el Perú.
Buenos Aires, patria hermosa
tiene la pampa grandiosa,
la pampa tiene el ombú.”
(Luis A. Domínguez)
Ombú de la Salamanca
Uno de estos ejemplares, al que hemos denominado “Ombú de la Salamanca”, se levanta solitario en la esquina noreste de Paraguay y Pizzurno, frente al Palacio homónimo. Aunque ahora está solo ante la vida, en otros tiempos fue parte de un bosquecito de ombúes que llegó a tener cierta popularidad porque allí Juan Cuello, un gaucho alzado al que Eduardo Gutiérrez hizo famoso por medio de un exitoso folletín, ataba las riendas de su caballo cuando concurría a la pulpería de Las Garantías, como se llamaba antes la calle Rodríguez Peña.
El profesor Diego del Pino me comentó que, en 1924, Héctor Pedro Blomberg había afirmado que, entre los ombúes cercanos a la Capilla del Carmen, se ocultaba una salamanca (o salamandra) famosa, o sea una reunión de brujas presididas por el Zupay. Tal vez algún influjo de ese Mandinga aún se arrastre por el lugar ya que, según también me comentó el profesor Diego del Pino, al pie de nuestro ombú sobreviviente un hombre enloquecido asesinó sin causa alguna a una señora que estaba allí sentada tomando su merienda.
Pero también hubo magia de otra naturaleza relacionada con ese ombú, la magia de la poesía: Ricardo Llanes nos recuerda que a su sombra leía versos Leopoldo Lugones en los días en que era director de la Biblioteca Nacional de Maestros y que bajo su ramaje hablaban de arte y literatura Antonio Lamberti, Ricardo Gutiérrez y Fernán Félix de Amador.
Hoy el ejemplar es, según informa la escritora Tununa Mercado, dormitorio, sala y comedor de un grupo de vagabundos que “por la noche entrecierran los ojos y se quieren barones rampantes”.
A este ombú algunos lo llaman “el gomero de la Plaza Rodríguez Peña”, ya que es habitual confundir ombúes con gomeros debido a la corpulencia de ambas especies.
Cuando el 30 de noviembre de 1992 la atractiva Raisa Gorvachova, esposa del último líder soviético, paseó por la Recoleta, se asombró del imponente gomero del lugar. Sus obsequiosos acompañantes se precipitaron a informarle que el imponente gomero del lugar… era “un ombú”.
Ombú del descuartizador
El 29 de mayo de 1896, Teodoro Besante, anciano ciruja del Pueblo de las Ranas, entregó en la grasería una bolsa con huesos recolectados en el basural de La Quema. Contra esa entrega esperaba recibir las monedas que le permitieran comer esa noche.
Sin embargo, su mala suerte había decidido otra cosa: sin darse cuenta, entre los huesos de la bolsa estaba incluido el bracito de una niña recién nacida.
Posteriormente, la policía encontró mezcladas en los desperdicios las partes faltantes del cuerpo infantil fraccionado en seis pedazos y por disposición del juez, tanto don Teodoro como el carrero Nº 62 que había transportado las basuras, fueron a parar a la comisaría 12ª (actual 32ª). Algunos días más tarde los liberaron y al año siguiente el juez archivó el caso sin haberlo podido resolver.
Pero el 5 de mayo de 1898, Buenos Aires volvió a estremecerse. Esta vez el cuerpito, también encontrado en La Quema, pertenecía a un niño. Un periodista de La Prensa lo describió crudamente: “tiene el cráneo completamente destrozado y los ojos fuera de las órbitas como si aquella infeliz criatura hubiese sufrido crueles tormentos”.
Cuando el Jefe de Investigaciones, comisario Otamendi, descubrió que el cuerpo había sido arrojado adentro del carro basurero en Estados Unidos y Chacabuco, su olfato policial lo guió hacía el Barrio Norte. Y al 1400 de la calle Artes (hoy Carlos Pellegrini) encontró la explicación de la tragedia. A esa altura de Artes existía un callejón sin salida ni nombre que llegaba casi hasta la actual Cerrito y que en planos de años posteriores aparece con el nombre de Eguía. En esa calleja sombreada por ombúes estaba la casa donde vivían el carrero italiano Cayetano Grassi, su concubina Rosa Ponce y las tres hijas de ésta; Clara, de 24 años, Catalina de 20 y María de 18. Todos vivían en la misma pieza y Caetano tenía hijos con las cuatro. Hijos que mataba y descuartizaba cuando ya se le acumulaban demasiado.
En la siniestra casa del callejón, la policía encontró restos de otros chicos asesinados y luego quemados o enterrados. Incluso halló uno adentro de un balde guardado bajo la cama donde Caetano realizaba sus proezas.
Epílogo: Las mujeres fueron condenadas a unos pocos años de cárcel. Grassi murió fusilado en la Penitenciaría Nacional el 6 de abril de 1900, a las 8 de la mañana en punto, sentado debajo de un arbolito.
Del callejón de las muertes, arrasado por la Avenida 9 de Julio, sólo quedaron los ombúes y sus retoños, justo frente al Colegio Nacional de Lenguas Vivas. Sus grandes ramas y raíces, testigos de aquellos espantosos crímenes, hoy son amparo nocturno de furtivos usuarios de porros y jeringas.
Ombú de la renguita Lucía
En el cruce de Santa Fe y el arroyo Maldonado, ahora transformado en la avenida Juan Bautista Justo, existía un bar de malandrines y poetas, con una orquesta de señoritas que llenaba el aire de tangos, valses y mazurcas. Esa música flotaba apacible hasta que, sin previo aviso, se iniciaba entre el sabalaje la primera trifulca de la noche. Entonces el ambiente se ponía tan denso que el comisario del barrio, Francisco Romay (el futuro historiador), se veía obligado a intervenir entrando algunas veces a caballo y sable en mano, derribando mesas y ahuyentando revoltosos.
Este rico testimonio que entregó el propio Romay a Jorge Bossio se corrobora con el de Enrique Cadícamo que nos informa:
Era un café muy cabrero con un clima pendenciero y llamado La Paloma.
Pero el mismo Cadícamo también nos cuenta que no todo eran puñaladas en esa orilla del Maldonado y rememora al:
Viento que lleva y trae una brisa de aromas con valses de Waldteufel, del Café La Paloma.
Y José Portogalo recuerda:
En La Paloma dije tus mejores versos desde un palquito en alto que llegaba hasta el cielo.
Pero es Héctor Pedro Blomberg el que nos da motivo para incluir al café en esta nota. Blomberg rescata tres cosas del lugar: los amigos, el ombú de enfrente y su amor por la renguita Lucía. Toda la historia cabe en estos fragmentos de un solo, perfecto y melancólico poema:
En una de esas noches mis ojos se encontraron
con su carita pálida… Era rubia y gentil…
Yo le escribía versos… me amó una primavera,
la renguita Lucía, que tocaba el violín.
Yo escuchaba en silencio, abstraído y miraba,
la vereda de enfrente donde había un ombú.
No he encontrado a ninguno después de
tantos años:
El Café ya no es el mismo, y ya no está
el ombú…
Sólo queda un recuerdo de amor de primavera:
la renguita Lucía que tocaba el violín…
No hallé rastros del ombú, ni fotos, ni datos orientadores; pero es de suponer que, por “la vereda de enfrente”, Blomberg se refiera a la vereda norte de Santa Fe, ya que la única otra “vereda de enfrente” posible sería la de la actual avenida Juan B. Justo. Y, en ese caso, el poeta de los puertos hubiera dicho que el árbol estaba “cruzando el arroyo”.
Ombúes patíbulos
Los ombúes de Buenos Aires tienen el triste privilegio de ser los más concurridos por quienes mediante una soga pasada por sobre alguna rama terminan, voluntariamente o no, por alejarse definitivamente de las cosas de este mundo.
Hacer una lista exhaustiva de todos los casos sería interminable. Es por eso que presentaremos nada más que tres ejemplos; los que, además de ser simbólicos, tienen la particularidad de representar a tres nacionalidades distintas pero hermanadas por el uso del mismo instrumento ejecutor.
Uno de ellos ocurrió en un ombú muy exclusivo, el ombú distinguido como “Árbol Notable de la Ciudad”, situado en las Barrancas de Belgrano, más precisamente en 11 de Septiembre y La Pampa, con una placa a su pie que acredita esa condición de notable. La nominación se la otorgó la Municipalidad de la Ciudad en 1982 mediante la Ordenanza Nº 2075. Es un ejemplar enorme y evidentemente muy antiguo (aunque con los ombúes nunca se sabe) al que Antonio Requeni atribuye más de doscientos años.
Fue precisamente ese ombú el elegido por Ricardo González, argentino, de 51 años, para concluir sus días colgándose de una de sus ramas. Hacía poco más de dos horas que había comenzado el jueves 11 de noviembre de 1999, cuando don Ricardo afirmó la soga, hizo pasar su cabeza por el áspero lazo y saltó a la muerte.
De una de sus manos crispada por el rigor mortis, quedó pendiendo una bolsita de plástico con una carta explicativa. En ese humilde estuche de polietileno había quedado encerrado el más insondable enigma de todos los tiempos: ¿Qué es la vida… qué es la muerte?
Otro ombú trágico es el que crece vigoroso en Figueroa Alcorta y Dorrego, detrás del hipódromo.
El 26 de noviembre de 1998, involuntariamente fue patíbulo de un extranjero de paso por nuestra ciudad al que policías de comisaría 31ª encontraron colgado de una de sus ramas. Se averiguó que se trataba de Dalmir Meirele Darrocha, quien había nacido hacía 34 años en Brasil. Pero no se pudo saber si era un turista o si se había radicado definitivamente en el país, ni por qué marchó tan al Sur para elegir su árbol final.
La tercera de estas muertes ocurrió en el Bajo Flores, tal vez antes de 1935, en un ombú del que ya no quedan rastros.Y quien se balanceó esta vez de una rama fue un súbdito del Imperio Japonés.
Así lo cuenta textualmente Ángel Oscar Prignano en su libro El Bajo Flores, un barrio de Buenos Aires: “Una tristemente célebre canchita que no tenía ‘dueño’ era la conocida como ‘del terraplén’, baldío que se ubicaba en las inmediaciones de San Pedrito y Balbastro. La mala fama de este potrero provenía de un hecho criminal ocurrido años antes en ese lugar: bajo la sombra de un viejo ombú que allí crecía había sido ahorcado ‘el japonesito Taketa Furuma’. Este suceso, sumado a la cercana presencia del cementerio, contribuyó, sin duda, a que ningún equipo del barrio se hiciera cargo de él.”
Ombú de la negra Paulina
Mencionaremos solamente un ombú más. En este caso, el ubicado en la vereda del Hospital Garrahan, en Brasil al 2100.
Cuando en 1748 en esos terrenos aún perduraba la pampa, se establecieron allí los Padres Betlehemitas. Tal vez el ombú los vio llegar. Y los vio irse cuando, en 1821, los expulsó Rivadavia.
En 1852 también vio pasar galopando al derrotado gobernador Juan Manuel de Rosas, con una mano herida y con su ayudante al lado, rumbo al Hueco de los Sauces, actual Plaza Garay, para firmar al amparo de otro ombú cercano la célebre renuncia que le había pedido Urquiza.
Después, vinieron al lugar hornos de ladrillos, polvorines, cuarteles. En 1885 llegó la negra Paulina a instalar su famoso rancho, que era cabaret y sauna a la vez. Pero de adobe y con techo de paja.
Allí, entre chicas alegres, guitarreros, soldados borrachos y vigilantes con casco, la negra Paulina bailó los primeros tangos que bailara una mujer en este mundo. Y seguramente lo hizo al compás de la primitiva versión de C… sucia, tango compuesto y ejecutado por su marido, el violinista Casimiro Alcorta, más conocido como “el negro Casimiro”.
Años más tarde, el prostibulario tango C… sucia recibió el civilizado nombre de Cara sucia, además de la infaltable firma de Francisco Canaro. Pero fue bajo ese ombú de la calle Brasil donde desenfadados parroquianos, atiborrados de “cerveza chancho” habrán cantado a voz en cuello la pecaminosa letra original: “¡C… sucia, c… sucia, c…sucia,/ te has venido con la c… sin lavar!”.
Mil novecientos dos. La conflagración con Chile parecía inevitable. El ministro de Guerra decidió entrenar a las tropas con maniobras de carros y despliegues envolventes de infantería, para los que eligió como escenario la calle Brasil entre Pozos y Pichincha, tramo que quedará cortado durante los siguientes setenta años.
La negra Paulina debió esfumarse para siempre junto con el adobe del rancho fiestero, pero el ombú permaneció dispuesto a ser testigo de nuevos avatares.
El vecino Luis Di Capua comentó que cuando su fallecido hermano Domingo cumplió, en 1940, el servicio militar en el Regimiento 3 de Infantería —por entonces un regimiento castigado al que no le daban mate cocido ni le cambiaban la despedazada bandera—, los soldados veteranos le señalaron que bajo la sombra de ese ombú, años atrás, una madre pidió clemencia para su hijo condenado a muerte. Al serle denegado el pedido, la mujer maldijo al Presidente, el que pronto sufrió una desgracia.
Pero ¿quién fue este presidente maldecido?
Di Capua cree que se trataba del general Justo, ya que el 7 de enero de 1938 su hijo Eduardo se mató en un accidente aéreo en Itacumbú, Uruguay.
Sin embargo, surgen algunas dudas: el único fusilado durante la presidencia de Justo fue el cabo Luis Leónidas Paz que, a su vez, había asesinado a un superior.
El fusilamiento ocurrió el 9 de enero de 1935 en Santiago del Estero, muy lejos del ombú de la negra Paulina. ¿Por qué iba a ir a rogar una madre bajo ese árbol de Buenos Aires, si a su hijo lo matarían en Santiago?
Pienso —sin creer en los efectos de las maldiciones —que el condenado pudo ser el soldado Dolores Frías, fusilado cerca del ombú el 22 de febrero de 1906, ya que pocos días después, el 12 de marzo, fallecía el Presidente Manuel Quintana, quien había denegado la clemencia.
Mi abuelo, Pedro Labraña, me contó que cuando en 1910 fue conscripto en ese regimiento, vio empotrados en un muro los hierros con que sujetaron al soldado a fusilar. (Y quien quiera saber la triste historia del soldado Frías y la perrita blanca con manchas negras, que lea San Cristóbal, el barrio olvidado, de Jorge Larroca).
Muchos años después, en la aciaga madrugada del 9 de junio de 1956, el ombú volvió a encontrarse con la muerte. Esta vez con la de dos ejecutados anónimos que habían participado en la frustrada revolución.
Actualmente el ombú vive momentos más felices. Pertenece a la vereda de un hospital de niños que es orgullo de la ciudad y todos los días ve transitar padres llegados desde todos lo confines de la República —y aun más allá—buscando salud para sus hijos, salud que casi siempre encuentran.
Sin embargo, el anciano ombú sobrelleva en silencio una tristeza clavada en su corazón vegetal: hasta hace poco exhibía jactancioso las placas que viejos cadetes y soldados colocaron a su pie como condecoraciones de guerra. Ya no están.
Información adicional
HISTORIAS DE LA CIUDAD. Una revista de Buenos Aires
Declarada de “Interés de la Ciudad de Buenos Aires” por la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Año IV N° 20 – Abril de 2003
I.S.S.N.: 1514-8793
Registro de la Propiedad Intelectual N° 100.991
Categorías: Edificios Públicos, ESPACIO URBANO, Plazas, Parques y espacios verdes, Medio Ambiente
Palabras claves: espacios verdes, arboles
Año de referencia del artículo: 1879
Historias de la ciudad. Año 4 Nro25