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Ciudad de Buenos Aires

Plaza Mayor de Buenos Aires. Casco fundacional y centro cívico de la ciudad colonial (1580-1807)

Rodrigo Leonel Salinas

Maqueta de la Plaza Mayor de Buenos Aires en mayo de 1810, mandada a hacer por don Enrique Udaondo para el Museo Colonial e Histórico de Luján., C. 1940. En primer plano: el Fuerte. A la derecha, la Catedral Metropolitana; en el medio, la primera Recova; y al fondo, el Cabildo de Buenos Aires.

“Yo en nombre de Su Majestad he empezado a repartir y les reparto a los dichos pobladores y conquistadores, tierras y caballería y solares y cuadras en que puedan desde labores y crianzas de todo ganado(…) y poner cualesquiera plantas y árboles que quisieren y por bien tuvieren sin que nadie se lo pueda perturbar, como si lo hubiese heredado de su propio patrimonio; y como tal puedan vender, enajenar, y hacer lo que por bien tuvieren, con tal que sean obligados a sustentar la dicha vecindad y población cinco años(…) y porque conviene, por el riesgo que al presente hay de los naturales alterados, que para hacer sus labores más seguros y con menos riesgos de sus personas y de sus sementeras, que cada vecino y poblador de esta ciudad de la Trinidad y puerto de Buenos Aires, tengan un pedazo de tierra donde con facilidad lo puedan librar y visitar cada día, así, en nombre de Su Majestad y de la manera y forma que dicho tengo, les señalo y hago merced sus pedazos de tierras por la vera del gran Paraná arriba (…)”[1]

 A fines del siglo XVI culmina el periodo inicial de la Conquista española y casi todos los territorios ocupados por las más avanzadas civilizaciones indígenas de América Latina (especialmente aquellas que habitaban en el Virreinato de Nueva España-México y Perú) ya habían sido recorridos por los conquistadores europeos, dejando como resultado numerosas fundaciones a lo largo y ancho del continente. En este periodo de transición entre la Edad Media y el Renacimiento italiano y después de los cuatro viajes realizados por el navegante genovés Cristóbal Colón (1492-1502), se sucedieron una serie de hechos que catalizaron la llegada de los españoles al Río de la Plata a fines del 1500: la exploración de Cuba por Sebastián de Ocampo y Diego Velázquez de Cuellar (1512), el descubrimiento de la Florida por Juan Ponce de León, el descubrimiento de la Mar del Sur o Pacífico por Vasco Núñez de Balboa (1513). A la par, Alvar Núñez Cabeza de Vaca cruzaba a pie el sureste de los Estados Unidos, Juan de Ayolas conquistaba Paraguay, Hernando de Soto exploraba el río Missisipi, García López de Cárdenas descubría el Gran Cañón del Colorado y Juan Sebastián Elcano coronaba en 1522 la expedición iniciada por Fernando de Magallanes dando la primera vuelta al mundo en barco.

Durante esos años, el Imperio español adquirió algún tipo de cohesión con ambos virreinatos, los cuales abarcaban extensos territorios. Así, se creó una vasta red jurídica, comercial y administrativa integrada por capitanes generales, gobernadores, alcaldes, corregidores, colonos, misioneros, científicos, hidalgos ambiciosos, buscadores de fortuna y gentes de toda laya.

Las Audiencias, que aunaban las funciones de Tribunal de Justicia y del Consejo de Administración, fueron distribuidas por las capitales más importantes. La estructura de base la constituían los municipios, cada uno con jurisdicción territorial sobre sus vecinos, y al comercio con España y las cuantiosas remesas de minerales preciosos, asociadas al auge del capitalismo europeo y a la inflación galopante, fue regulado a efectos de seguridad y control fiscal.

En 1569, la corona española accedió a la generalizada petición de fundar un nuevo puerto en América con salida directa al Océano Atlántico, buscando de esta forma fortalecer el eje comercial Paraná-Asunción, para proteger sus provincias meridionales de la superioridad naval y económica de los portugueses en el sur. Así, se produjo otra fase de la Conquista, la mayor de todas en sus últimos años y con imprevisibles resultados, la que corresponde a la penetración laboriosa, dura y al lento dominio de los territorios del Río de la Plata, que requirió del transcurso de dos generaciones, inmensa región de selvas septentrionales flanqueadas por la cadena de montañas más impresionantes de Sudamérica y expandida luego por llanos y desiertos ilimitados. En esta fase de exploración y colonización, influiría poderosamente la figura prolífica y ecuánime del Alguacil Mayor y Teniente del Gobernador de Asunción Ortiz de Zarate, el lugarteniente Juan de Garay, quien en la década de 1570 exploró el río Paraná con el apoyo de bergantines fabricados en la capital paraguaya y, en septiembre de 1573, fundó el enclave portuario que dio origen a la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, “propio por sus aguas y leñas y pastos, pesquerías y cazas, tierras y estancias para la perpetración de la ciudad”; y siete años más tarde (junio de 1580), la ciudad de Buenos Aires, situada en la zona alta de la costa del Plata.

 

JUAN DE GARAY Y LA EXPANSIÓN DE LA CULTURA OCCIDENTAL

“De las ruinas de la primera fundación debía seguir la ciudad definitiva, porque en sus tierras había sido depositada la semilla de la ciudad: la semilla de la ciudad antigua y de la ciudad moderna, la semilla de la aldea y de la metrópoli. Bajo la mata de pasto forcejeaba la altura del momento y la vieja casona soñaba desde el patio con la altura del cielo (…)”[2]

El lugarteniente Juan de Garay fue un campeador de una “tierra de pobres” y el epígono de una larga serie de hombres aguerridos y valientes, fascinados por la aventura legendaria, desde Juan Díaz de Solís a Pedro de Mendoza, desde Juan de Salazar y Ayolas a Martínez de Irala y Cabeza de Vaca, que esparcieron, según el escritor sevillano Eduardo Tijeras lo que podemos entender por “cultura occidental[3] (la cual incluía, entre otros, la lengua, costumbres y técnicas) a lo largo de los caudalosos ríos Uruguay, Paraguay y Paraná e hicieron posible que el fundador de Buenos Aires hiciera oscilar con sus fundaciones el centro hegemónico de América del Sur y provocar la creación para la Corona de un nuevo virreinato para el Río de la Plata (1776), así como una fuente de riqueza de yeguas y vacas y surcos gredosos más firmes y perdurables, si bien fue necesario para ello por lo menos dos siglos y sostener una dura batalla contra los privilegios de la ciudad de Lima, mientras que la fuerza de expansión natural rioplatense encontraba cauce con el contrabando. Por su temperamento y sus obras, Garay quedó en la Historia como un gran hombre representativo de las virtudes que la tradición había querido ver en la castellanía: austeridad, fuerza, valor, sentido del honor y espíritu religioso. Sus dotes de perspicacia y habilidad, unidas a la valentía corriente y profesional que demostró en sus empresas y negociaciones, comportaron grabar su nombre en la piedra angular rioplatense con caracteres imborrables. Personaje de acción y constructor de mundos, fue el verdadero patrono de esa metrópoli austral en la que España, sin falso paternalismo, que es una especie gastada, puede contemplar las peculiaridades genéticas según el paso del tiempo y la absorción de diversas influencias, así como la mecánica de desarrollo en la transmisión de determinadas células culturales, etnográficas y políticas.

 

LA FUNDACIÓN DE CIUDADES DEL NOROESTE ARGENTINO

Las expediciones que partieron desde el Perú hacia el sur y desde Asunción hacia el oeste en la segunda mitad del siglo XVI comprobaron que las riquezas que confiaban obtener mediante la guerra con los indígenas eran fabulosas: allí estaban ubicados los yacimientos del Alto, que solo requerían una explotación sistemática y crecientes cantidades de insumos, mano de obra, alimentos y ropa. Al mismo tiempo, quedó fundado el conjunto de las principales ciudades del Interior de la actual República Argentina, todas ellas situadas especialmente en las tierras bajas o en el piedemonte de la región del Noroeste. Algunos ejemplos fueron las ciudades de Salta (fundada en 1582 por el gobernador Hernando de Lerma, acompañado de muchos indios “amigos flecheros”), La Rioja (fundada en 1591 por el gobernador del Tucumán, Juan Ramírez de Velasco) y la ciudad de Jujuy (fundada en 1593 por Francisco de Argañarás y Murguía). Sus vecinos administraban el trabajo indígena mediante encomiendas. Se trataba de producir telas de algodón y lana- teñida con cochinilla de la tierra- confeccionar “ropas de indios” y de españoles, criar caballos y obtener miel y madera de cedro y nogal. El segundo paso era enviarlo todo al Alto Perú, a cambio de la moneda de plata con la que se proveían los “efectos de Castilla”.

Unos años más tarde, la conquista española se extendió a la Región del Río de la Plata y se produjo, en palabras del historiador Zacarías Moutoukias, la emergencia de las formaciones estatales del periodo colonial y la consolidación de las principales circunscripciones administrativas de dicha región. De este modo, la Gobernación del Río de la Plata (que se prolongó entre 1617 y 1783) nació condicionada por su situación doblemente periférica, respecto del Virreinato del Perú y de la Audiencia de Charcas[4]– que desempeñaba no sólo importantes funciones judiciales sino además políticas- del que formaba parte, y respecto de la corona de Castilla, a la cual aquél se había integrado[5]. Para designar los asentamientos españoles fundados en América- cada uno de los cuales no pasaba de varios centenares de habitantes en el mejor de los casos- Pedro Sotelo de Narváez, un destacado vecino de la ciudad de Santiago del Estero, utilizaba el término “ciudad”, haciendo referencia a la forma política que se le había dado. De este modo, para cada una de las ciudades fundadas se estimaba el número de “vecinos encomenderos[6] (por sus méritos o distinciones personales) y de indios de servicio. Es decir, el número de residentes permanentes que disfrutaban de dos privilegios: la vecindad y el derecho legítimo a obtener el trabajo forzado o el producto del trabajo de los naturales o de la población sometida. La primera suponía que los jefes de familia tenían “casa poblada[7] en el trazado urbano y formaban parte de la comunidad política con plenitud de derechos y obligaciones. Entre éstos estaba el ser miembro del Cabildo o, eventualmente, participar en su elección, así como el de ejercer oficios en cualquiera de las magistraturas y en el cuerpo de las milicias.

Este texto trata sobre la historia y la arquitectura de un espacio urbano concreto y significativo, pero al mismo tiempo muy alejado del poder monárquico dentro de la amplia gama de ciudades fundadas por los españoles en el siglo XVI: la Plaza Mayor de Buenos Aires, casco fundacional y centro cívico de la ciudad colonial. En cuanto a la periodización, el texto abarcaba un poco más de doscientos años de historia de la ciudad, desde su fundación en 1580 hasta 1807, cuando su nombre fue cambiado por el de “Plaza de la Victoria”, tras la expulsión de los británicos por parte de las fuerzas de las milicias urbanas que se formaron en las primeras décadas del siglo XIX y que aquí pretendemos desarrollar brevemente, aunque con variados recursos estilísticos.

La Plaza Mayor de Buenos Aires posee una historia muy particular a la vez que muy rica en detalles arquitectónicos, algunos de los cuales siguen en pie aunque con numerosas modificaciones y que configurarían, con el paso del tiempo, la “base primigenia” de la actual Plaza de Mayo, unificada a partir de 1884. Nació en 1580 y tuvo una historia muy prolongada en los primeros tres siglos de la historia de la ciudad capital de la Argentina, cuando esta adquirió la categoría de “primera ciudad” en importancia en el concierto de las ciudades latinoamericanas.

 

LA FUNDACIÓN DE SANTA FÉ DE LA VERA CRUZ

“ Yo, Juan de Garay, capitán y justicia mayor de esta conquista y población en el Paraná y Río de la Plata, digo que en nombre de la Santísima Trinidad y de la Virgen María y de la universidad de todos los santos y en nombre de la real majestad del rey don Felipe nuestro señor y de el muy ilustre señor Juan Ortiz de Zárate, gobernador y capitán general y alguacil mayor de todas las provincias de dicho Río de la Plata, y por virtud de los poderes que para ello tengo de don Martín Suárez de Toledo, teniente gobernador que al presente reside en la ciudad de la Asunción, digo en el dicho nombre y forma que tengo, fundo y asiento y nombro a esta ciudad de Santa Fe (…)”[8]

El conquistador y gobernante español Juan de Garay (1528-1583) partió del puerto de Sanlúcar de Barrameda- “boca atlantísima de Sevilla”- rumbo al Perú y llegó por primera vez al Río de la Plata entre 1542 y 1543, cuando apenas tenía catorce años de edad, luego de su paso por la ciudad altoperuana de Charcas. Veterano de otras empresas pobladoras, pues ya había acompañado al inquieto explorador y brillante capitán Nufrio de Chávez (1518-1568) en la fundación de Santa Cruz de la Sierra, en  el Oriente boliviano, donde vivió según declaraciones propias por el lapso aproximado de ocho años, donde también recibió el cargo de regidor y caballero hacendado. Para su futura capacidad fundadora, Garay debió de adquirir la experiencia en aquella ciudad y la inspiración en Chávez, quien había desembarcado en América traído por la armada de Cabeza de Vaca, salida de Cádiz en 1540; y pasó algún tiempo en el emporio aurífero de Potosí como explorador y hombre de armas.

Posteriormente, su tío Juan Ortiz de Zárate (1510-1576), nombrado adelantado del Río de la Plata a comienzos del siglo XVI, lo envió a Asunción en calidad de Alguacil Mayor luego de 1566. Llegó a la capital del Paraguay con Felipe de Cáceres, a quien acompañó en dos expediciones hasta la desembocadura del Río de la Plata (1570) con el propósito de explorar detenidamente el curso de los ríos y la situación de las islas. Así, lograron llegar hasta la isla de San Gabriel, en el antiguo Mar dulce de Solís, reconocer los entresijos del delta paranaense y adentrarse unas leguas en el Río Salado. De este viaje, Garay extrajo el conocimiento previo y práctico del terreno y la convicción de fundar por allí un enclave que facilitara las comunicaciones entre Paraguay y Perú y las propias necesidades de la navegación fluvial y las relaciones con España.

Garay tenía buenas dotes de organizador y así lo demostró cuando concibió el proyecto de fundar la ciudad de Santa Fe de la Veracruz, ceremonia que se llevó a cabo y dirimiendo numeroso conflictos jurisdiccionales, el  día 15 de noviembre de 1573 en las proximidades del enclave más antiguo y conocido del litoral, el  “Fuerte de Sancti Spiritus”, levantado a unos 450 kilómetros río abajo al sur de Santa Fe sobre la barraca del Paraná- a orillas del Río Carcarañá-, en una zona muy poblada de indígenas y de mucha relevancia en exploraciones y referencias de la zona, bajo las ordenes del marino de origen veneciano Sebastián Caboto el 9 de junio de 1527, con el fin de “abrir puertas a la tierra” (una de las frases más originales, sugerentes y bellas en su contexto de río y selva y que han caracterizado la personalidad y el recuerdo de Garay[9]), es decir, para abrir el comercio de las provincias del Interior (Tucumán, Asunción y el Alto Perú), facilitar la llegada de bienes importados hacia el “corazón” de América del Sur, establecer relaciones marítimas con la metrópoli, más directas que las que pasaban por Lima y Portobelo (Panamá) y permitir la salida de metales preciosos por el Atlántico. Según se indica en la biografía realizada por Tijeras, Garay consignó para Santa Fe un espacio enorme: “Por la parte del camino al Paraguay y hasta el cabo de los Anegadizos y por el río abajo, camino de Buenos Aires, veinticinco leguas más abajo de Sancti Spiritus, y hacia la parte de Tucumán cincuenta leguas a tierra adentro desde las barcas de este río, y de la otra parte del Paraná, cincuenta (…)”[10], lo que equivalía aproximadamente al territorio de la actual provincia de Santa Fe, con sustanciosos añadidos de Entre Ríos y Corrientes. El autor argumentó, además, que Garay mostró gran generosidad en el repartimiento de las tierras- las cuales eran muchas y poco pobladas- adjudicándose él mismo varios lotes de fincas rurales y haciendas, y para la construcción de la iglesia mayor, aunque debe tenerse en cuenta que el valor de tantas leguas de campo, así como también el del ganado, era para la época todavía ínfimo.

El 9 de abril de 1578, Garay fue nombrado por el oidor de la Audiencia de Charcas, Juan Torres de Vera y Aragón (1527-1613) como Capitán General y Alguacil Mayor del Río de la Plata, con amplias facultades, pues se trataba de una “persona de confianza y discreción que ha servido a su majestad en la dicha tierra con cargos preeminentes, y que de todo lo que se le ha encomendado ha dado buena cuenta, y tiene en paz y justicia la dicha gobernación entendiendo en cada cosa con rectitud y bondad (…)”[11], asumiendo el destino de tan vastos territorios australes del Cono Sur. De su carta al rey Felipe II, fechada en la ciudad de Santa Fe (1582), se desprende que acompañó a Robles en la campaña de las luchas promovidas por Gonzalo Pizarro y que luego le siguió para establecerse también en Chuquisaca (actual Sucre), donde pudo alcanzarle una muestra del rico repartimiento dispensado a Robles por La Gasca como pago de sus buenos servicios. Anduvo por Charcas y Potosí, y tomó parte en la revuelta contra el levantamiento de Francisco Hernández de Girón, desairado en el reparto de recompensas por la Gasca.

 

LA HORA DE BUENOS AIRES- “LA REINA DEL PLATA”

“Buenos Aires, lejos de ser la madre de las demás provincias, fue la natural salida proyectada para la extensa gobernación consumidora y productiva preexistente en su vecindad (…)”[12].

La figura de Juan de Garay es considerada como la última y excepcional de todos los conquistadores y sus actividades se corresponden con la tercera y más madura y sazonada fase de la penetración española en el continente americano: la fase colonizadora, fundante o de la consolidación. En virtud de ello, en 1578, Torres de Vera y Aragón le recomendó a Garay que fundase una ciudad en el puerto de Buenos Aires, gastara lo necesario en la población y en la mejora de estas provincias y a “poblar una ciudad, intitulándola del nombre que le pareciere(…)”[13], mientras él retornaba a España a pleitear para retener la herencia de su joven esposa, la mestiza Juana Ortiz de Zárate (1555-1584), hija de Juan y la princesa inca Leonor Yupanqui. Ese mismo año, Garay accedió al cargo de Gobernador Interino del Río de la Plata, premiando de esta manera su lealtad a la Corona, por tratarse de una persona “en quien concurren las cualidades, ciencia y conciencia que para el tal caso y de derecho se requieren (…)”[14].

Como respuesta a una necesidad geopolítica largo tiempo sentida, Garay proclamó a principios de 1580 y luego de casi medio siglo luego de Pedro de Mendoza, el bando para fundar una ciudad en uno de los puntos estratégicos del estuario rioplatense y que daría nacimiento y con el correr de las décadas, a la tercera urbe más populosa de América Latina, la ciudad de Buenos Aires. De esta forma, obtuvo el instrumento que le permitiría ampliar su radio de acción y desde allí comenzó los preparativos para una nueva expedición refundadora de Buenos Aires, la cual partió el 9 de marzo de ese mismo año desde la ciudad de Santa Fe[15]. Bajando por tierra, sobre la barraca paranaense, iba un gran arreo de hacienda. El grueso de la gente viajaba en carabela, bergantines goleta y balsas[16]. Diez españoles, sesenta mestizos (jóvenes en general y “mancebos de la tierra”), treinta y nueve soldados con armas, caballos o ganado, y centenares de “indios amigos”- en su mayoría indios guaraníes- integraban el grupo, ya que en ambas ciudades el servicio de los indios locales era muy débil. La inclusión de estos últimos se debía principalmente a sus hábitos sedentarios, su dominio de la agricultura y su escasa resistencia al dominio español[17]. El mismo Garay estaba ahora respaldado por sus condiciones de líder y de soldado, y por sus cualidades humanas y lealtad hacia sus superiores y subordinados, prometiendo, además de los habituales solares y encomiendas de indios, la adjudicación de las manadas de caballos y yeguas silvestres que vagaban libremente por la llanura pampeana y que se habían reproducido asombrosamente desde el tiempo de los primeros colonizadores.

Dos zanjones excavados a partir del cauce de dos arroyos situados a la altura de las calles Viamonte y Córdoba, hacia el Norte; y Chile e Independencia, hacia el Sur, aseguraban la defensa contra el ataque de los indios querandíes que habitaban en las cercanías de Buenos Aires, quienes fueron derrotados finalmente por las fuerzas expedicionarias junto con su jefe Tububá a mediados de ese año. Pese a que se trataba, en su mayor parte, de planicies poco pobladas, el dominio colonial efectivo no se alejó demasiado de las costas y se conformaron reducidos enclaves portuarios desde Corrientes hasta Buenos Aires. Todos ellos se instalaron en la parte alta de la costa del viejo establecimiento del adelantado Pedro de Mendoza (1499-1537), a unos 450 kilómetros río abajo al sur de la ciudad de Santa Fe. Este emplazamiento era propicio para abrir el comercio de las provincias del Interior- especialmente Tucumán, Asunción y el Alto Perú- con España. Aún hoy en día no se sabe con exactitud donde ocurrió la primera fundación de la ciudad (2 o 3 de febrero de 1536), donde se instituyó el hambriento y desdichado “Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire”“obra casi de náufragos en la vastedad y las aguas soledosas”[18]– aunque existe un consenso entre los historiadores en que ésta se dio en el mismo lugar donde se halla ubicado actualmente el Parque Lezama o dentro de sus límites.

La fundación de dos espléndidas ciudades en los confines australes de América, como Santa Fe y Buenos Aires, constituyen uno de los acontecimientos más trascendentales en la inagotable “odisea de las Indias” y fue, por supuesto, el elemento catalizador y obvio en la azarosa, esforzada, valiente y fértil vida del fundador de una estirpe de fundadores españoles, el “hidalgo vizcaíno” Juan de Garay, de acuerdo al emblemático nombre atribuido por el cronista Ruy Díaz de Guzmán en su libro “Argentina”.

 

BUENOS AIRES- DEL SIGLO XVI AL SIGLO XVII

Desde su fundación en 1580 hasta la Revolución de Mayo de 1810, Buenos Aires fue una ciudad de población y extensión insignificantes y con una economía endeble aunque algo más diversificado hacia el final del periodo colonial. Tenía el aspecto más bien de una aldea desolada, con casas de barro y paja y puertas y ventanas de cuero, abriéndose penosamente al comercio con Brasil y Perú y enturbiada por el contrabando de esclavos negros, aunque no debe olvidarse que el primer adelantado del Río de la Plata, don Pedro de Mendoza, ya incluía en sus capitulaciones el derecho de importar doscientos esclavos negros. Pero la colonización de esta región fue ganadera y agrícola, pertenece a la última fase de la conquista de América y la muerte de Juan de Garay se ubica al final del increíble imperio del rey Felipe II (1527-1598), cuyo principio de disgregación, con el ascenso talasocrático anglosajón, ya no estaba lejos.

Hacia 1602, Buenos Aires tenía tan solo 500 habitantes, cifra que en 1639 se estiró a 2.070 y en 1658 a 3.359 habitantes[19]. Había recibido refuerzos de la población venidos de España y retenido a unos cuantos soldados desertores de otros destinos. A ello debe sumarse que en 1606 se designaron dos Alcaldes de Hermandad para vigilar la Campaña Bonaerense, hacer en ella justicia sumaria ante los delitos criminales y resolver como jueces las diferencias leves de los vecinos rurales. Del 5,6% de los viajeros entre 1493 y 1519, pasaron a ser el 6,3% entre 1520 y 1539 y el 16,4% entre 1540 y 1559. En este ultimo período, aparentemente, el 46% de las mujeres eran casadas o viudas y el 54% solteras.

Buenos aires vivió por más de un siglo un gran aislamiento, el cual se extendió hasta mediados del siglo XVIII, a pesar de que desde 1617 se había convertido en sede de una de las gobernaciones que conformaban el Virreinato del Perú. Cuando en 1658 y 1659, el comerciante francés Acarette du Biscay recorrió el camino entre el puerto de Buenos Aires y Potosí, la ciudad era una inabarcable llanura de gramíneas y barro, barrancas y alguna empalizada ruinosa y chamuscada, donde se hallaba un pequeño poblado sin atractivo. El campo estaba despoblado y las aldeas españolas diseminadas por el infinito espacio geográfico que presentaba la fértil llanura pampeana. Las únicas riquezas que fueron encontrando salida por el precario embarcadero que comenzó a formarse en el Riachuelo eran los cueros, las astas y la grasa del ganado vacuno y caballar que se reprodujeron por todo el territorio de forma sorprendente y que eran exportados hacia Europa. Se calcula que cuando du Biscay visitó la ciudad en las postrimerías del 1600, había unos veintidós buques holandeses cargando entre 13.000 y 14.000 cueros de toro cada uno.

A pesar de ello, su trazado y la ubicación de algunos edificios salientes (tres de los cuales se crearon a principios del siglo XVIII, como fueron el edificio del Cabildo, el de la Iglesia Mayor y el del Fuerte; y uno a principios del siglo XIX, la primera Recova, que partía al medio la gran plaza fundacional), marcaron los usos del suelo y las características posibles del centro durante mucho tiempo. La Plaza Mayor de Buenos Aires posee una historia muy particular a la vez que muy rica en detalles arquitectónicos, algunos de los cuales siguen en pie aunque con numerosas modificaciones y que configurarían, con el paso del tiempo, la “base primigenia” de la actual Plaza de Mayo, unificada a partir de 1884 durante la gestión del primer Intendente de la ciudad, Torcuato Antonio de Alvear.

 

LOS CONTINGENTES DEL VIAJE

La expedición refundadora de Buenos Aires se dividió en varios contingentes. El grupo de avanzadilla salio río abajo en febrero de 1580, al que siguió otro por tierra, como el caso de Santa Fe, con el ganado y los pertrechos de mayor volumen, al mando de Alonso de Vera. Garay, por su parte, con el resto de la expedición, integrada por la carabela “San Cristóbal de Buena Ventura” (remozada y que después del asentamiento iría a España con el franciscano en misión proselitista fray Juan de Ribadeneira), dos bergantines y otras embarcaciones menores, zarpó a mediados del mes de marzo. Hizo una larga escala en Santa Fe, donde se agregaron algunos otros expedicionarios, y el 29 de mayo de 1580 fondeó en el Riachuelo de los Navíos. Era domingo, día de la Trinidad, y esta coincidencia sin duda influyó como fuente de inspiración para nombrar el proyecto fundador. La etapa de Garay corresponde a la maduración de la Conquista y en su figura se da la doble efigie transitiva del conquistador-colonizador. Desembarcados los pobladores, fue elegido el emplazamiento de la nueva ciudad, media legua al norte de la antigua y ya existente Santa María del Buen Aire. El centro de ese terreno, desmalezado, correspondería a la Plaza Mayor, bautizada a fines del siglo XIX bajo el nombre de Plaza de Mayo.

 

EL RITUAL INICIAL

“A los dichos señores que se junten  con su merced y vayan a la plaza publica que esta señalada en la traza de ella y allí le ayuden a enarbolar un palo o maderos por Rollo público (…)”[20].

El Asentamiento Real de la ciudad de la “Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre[21] fue fundado el 11 de junio de 1580 con todos los ceremoniales de rigor y de acuerdo con el acta labrada por el escribano público y de la gobernación, Pedro de Jerez, y frente a los testigos de la ceremonia solemne, incorporándose jurisdiccionalmente al extenso Virreinato del Perú, creado por la monarquía española en 1532. El nombre recordaba que la llegada al puerto había ocurrido en el día de la Santísima Trinidad, mientras que la denominación del puerto, por cierto, era un homenaje de Garay al asentamiento de Pedro de Mendoza. Aquel día dos alcaldes y seis regidores del Cabildo juraron sus cargos, quienes a su vez procedieron a nombrar a Garay como gobernador interino[22]. Este, por su parte, realizó el ritual prescrito a la altura de las actuales calles Rivadavia, entre Reconquista y 25 de Mayo, donde hoy se encuentra el edificio del Banco de la Nación Argentina: desenvainar la espada, cortar unas hierbas en el aire, tirar cuchilladas y preguntar con voz temible si alguien se oponía a la fundación. En cuanto a la cruz eclesial, esta se trataba de un monolito, probablemente labrado en madera de algarrobo, símbolo de la justicia popular para disuasión del delito y, en su caso, ejecución del delincuente, ya que los militares y nobles recibían otro tipo de castigo, fusilería o garrote vil. Alzaron también el árbol de justicia y “mandó el dicho señor general que ninguna persona sea osada a quitarlo, batirlo ni mudarlo, so pena de muerte natural (…)”. Si erigir el rollo de justicia público fue el acto más trascendente, la toma de posesión, que se desarrolló por ultimo en presencia del Cabildo, estamento militar, pobladores e indígenas, reviste según el historiador franco-argentino Paul Groussac (1848-1929) a cambio los caracteres más espectaculares “con su vetusto simbolismo teatral. Ante él se realizaba la fundación y, como símbolo de la justicia, seria el destino de los reos a la hora de ser castigados.

 

EL TRAZADO DE LA “SANTÍSIMA TRINIDAD”

“Ha de poblarse desde España el puerto de Buenos Aires adonde ha habido otra vez población y hay hartos indios y buen temple y buena tierra; los que allí poblaren serán ricos por la gran contratación que ha de haber allí de España y Chile y del Río de la Plata (…)”[23].

Previstas las oportunas y elementales fortificaciones contra posibles ataques querandíes, se fue accediendo con detalle a las tareas del trazado urbano, al reparto de solares para edificar y de terrenos para la labranza y pastos, según “la traza por mí hecha en un pergamino de cuero (…)”.

Es importante tener en cuenta, en este sentido, que cuando Garay fundó Buenos Aires por segunda vez, se había esparcido por toda Hispanoamérica un modelo de ciudad que se distinguía de otros modelos urbanos de la época por tener características particulares, siguiendo el trazado establecido por la “Real Ordenanza de Descubrimiento y  Población” dictada por el rey Felipe II el 13 de junio de 1573, que consistía en una gran cuadrícula (o “damero” de elementos idénticos) con calles tiradas a cordel que se cortaban entre sí, formando ángulos rectos de 90º como un tablero de ajedrez, siguiendo el modelo de las ciudades indianas. Este tipo de trazado ya se había implementado por los romanos en algunas ciudades fundadas luego de sus conquistas y los españoles lo habían trasladado a América. Las ciudades con esta forma tenían más ventajas que las rebuscadas plantas de las europeas e islámicas. La rectitud de las calles facilitaba el traslado del viento y por lo tanto la limpieza de la ciudad, a la vez que en caso de producirse un combate, existía un riesgo mucho menor de que las balas de cañón impactasen sobre los edificios. Las llamadas “Leyes de Indias”, dictadas en 1553 decretaban que “cuando hagan la planta del lugar, repártanlo por sus plazas, calles y solares a cordel y regla desde la Plaza Mayor, y sacando desde ellas las calles a las puertas y caminos principales, y dejando tanto compás abierto que, aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda siempre proseguir y dilatar en la misma forma (…)”.

Como no existían indígenas permanentes, ni recursos mineros vecinos, el fundador tenía libertad para elegir el sitio más accesible, con un desembarcadero y agua potable. Así, en un gesto de optimismo, pues Garay carecía de gente para ocupar la mayor parte de ellas, la superficie terrestre quedó compuesta por 9 manzanas de este a oeste y 16 manzanas de norte a sur, paralelas a la barranca del Río de la Plata, con un total de 144 manzanas de 140 varas de largo separadas por calles de 11 varas de ancho, destinadas a los “solares urbanos”.

El auto de repartimiento, firmado por el propio Garay el 24 de octubre de 1580, asignaba a cada poblador un solar (aunque de poco valor) en la zona central de la ciudad y una manzana entera en las zonas más alejadas y próximas al río, al mismo tiempo que algunas de ellas se dispusieron para la erección de los principales edificios públicos de la administración del gobierno español en el Río de la Plata (Cabildo, Iglesia Mayor y Fuerte). Dicha superficie correspondía al área delimitada actualmente por las calles Balcarce y 25 de Mayo al este, Viamonte al norte, Libertad y Salta al oeste e Independencia al sur. Allí fijó también la extensión del ejido y de la zona del puerto y distribuyó tierras de labranza. En esa superficie había también patios y baldíos sin edificar, lo que indica, según el historiador Andrés Carretero, la existencia de una población con tendencias a la dispersión y no a la concentración demográfica[24]. En ellos había muchos huertos con árboles. Las calles derechas y ordenadas se veían franqueadas por casas bajas, de un solo piso, construidas de tierra cocida, en general con paredes de forma rectangular, salvo las de la zona céntrica que estaban más pobladas. La mayoría de esas construcciones alejadas del centro tenían, a lo sumo, una ventana. La luz natural ingresaba por ellas y por las puertas. Luego venían las “suertes de chacras” en las afueras de la ciudad (utilizadas para el abastecimiento de frutas y verduras) y otras extensiones mayores llamadas “estancias”, estas medían por lo general 2,5 kilómetros de largo por 800 metros de ancho aproximadamente y se utilizaban para la producción agrícola en gran escala, especialmente para el cultivo de trigo y maíz, los cuales tenían por objeto“prevenir el riesgo que al presente hay de los naturales alterados, y para hacer sus labores más seguras y con menor riesgo de sus personas y sementeras, así como para que cada vecino y poblador tenga un pedazo de tierra que con facilidad pueda labrar y visitar cada día, les señaló los pedazos de tierra por la vera del gran Paraná arriba (…)”[25]. Sin embargo, el principal alimento de la población era la carne, que se obtenía a través las vaquerías, así quedó abierta una “puerta a la tierra” que debía emancipar al Río de la Plata de la hegemonía peruana[26].

 

LA CREACIÓN DEL ESCUDO DE LA CIUDAD

El 20 de octubre de 1580, Garay le otorgó finalmente el escudo a la ciudad de “La Trinidad”: un águila natural coronada- que representaba al Rey de España- criando cuatro polluelos que simbolizaban a las ciudades del Adelantazgo que en sus capitulaciones se comprometía a fundar Ortiz de Zárate (Asunción, Santa Fe, Buenos Aires y “Zaratina de San Salvador”- aunque ésta ultima no prosperó) sosteniendo la “Cruz de Calatrava” -orden a la que pertenecía el gobernador Juan de Torres Vera y Aragón, quien había nombrado a Garay en el cargo de gobernador interino, es decir, como la máxima autoridad de dicha región- la cual se elevaba por sobre la corona del águila la razón del emblema, era la de “haber venido a este puerto con el fin y el propósito firme de ensalzar la santa fe católica y servir a la corona real de Castilla y León y de ser y aumentar los pueblos de esta gobernación que hace que cuarenta años que están poblando y cerrados e iban en gran disminución (…)”[27].  Es importante tener en cuenta que el 5 de noviembre de 1649, el escudo fue modificado por decisión del Cabildo de la ciudad. En este nuevo diseño apareció el ancla, elemento que se mantuvo en el escudo porteño hasta 1997.

 

LA CIUDAD Y EL PUERTO EN LAS CRÓNICAS DE LOS VIAJEROS EUROPEOS

La ciudad de Buenos Aires y su puerto- “puerta austral del Atlántico”- el cual comenzó a funcionar a partir de 1585 en la antigua desembocadura del Riachuelo, ubicada en la actual intersección de las calles Paseo Colón y Humberto I, cuando empresarios del Tucumán fletaron navíos, construidos en Asunción, para comprar en el Brasil esclavos, hierro y maquinarias para la elaboración de azúcar, aunque tiempo después comenzaron a enviar allí su variada producción- fueron mencionados en tres textos escritos a principios del siglo XVII. El clérigo domínico y cronista español Reynaldo de Lizárraga (1545-1615) los menciona en un capitulo de la “Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, el Río de la Plata y Chile” (1605), y se limita a mencionar la multiplicación del ganado de los llanos vecinos y a analizar las tribus indígenas que habitaban en la región próxima a Buenos Aires[28]. El segundo escrito titulado “Argentina Manuscrita. El descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata” fue obra de Ruy Díaz de Guzmán- nacido en Asunción del Paraguay en 1559, hijo de Alonso Riquelme de Guzmán y de doña Ursula de Irala- donde se evocan los sucesos protagonizados por los fundadores del país vecino[29]. Guzmán residió en Buenos Aires hacia el año 1604. En los capítulos de su obra, destinados a una descripción de ambas costas del Río de la Plata, se limitó a mencionar la primera fundación y la abundancia de caballos y yeguas en las llanuras vecinas. Según el sociólogo e historiador Enrique de Gandía (1906-2000) su obra puede ser calificada en el género de las crónicas, pero no es una crónica. “Su lectura tiene un encanto a cosa añeja y vivida que no se encuentra en otros libros de los primeros años de la conquista. Su libro refleja el pensamiento de un mestizo que ha aprendido todo lo que sabe entre indios y en selvas y desiertos, donde era posible adquirir la mentalidad perfecta de un español o europeo de gran cultura, pensar como un lector de la universidad de París y escribir un perfecto castellano y una crónica histórica como lo habría hecho un escritor de meritos muy bien reconocidos (….)”[30]

La tercera obra fue una descripción anónima del Virreinato del Perú que incluye una brevísima descripción de Buenos Aires, una ciudad sin defensas, con “hasta 400 vecinos españoles”, que “no tiene ninguna fuerza”, con pocos indios, algunos vecinos muy ricos, abundantes alimentos y tres conventos de frailes y monjes con hasta doce religiosos en cada uno[31].

 

EL REPARTIMIENTO DE LOS SOLARES Y LOS PRIMEROS POBLADORES

Garay hizo trazar un plano con la repartición de los mismos a través de una copia del siglo XVIII, de autor desconocido, que se guarda en el Archivo General de Indias de Sevilla. Aunque no existen muchos planos fundacionales del siglo XVI y casi todos incluyen el nombre de los beneficiados con solares, además de un croquis en el que su autor señalaba los usos institucionales y religiosos principales como acompañamiento del acta de fundación. Dichas actas abundaban en detalles sobre quien era el fundador, en nombre de quién realizaba la fundación y los títulos de ambos, el nombre de los alcaldes y regidores y demás detalles del acto cumplido.

Para el caso especifico de la ciudad de Buenos Aires, el texto sobre el repartimiento de solares de la ciudad, cuyo original data de 1583, no incluye otra consideración que la de fijar pobladores concediéndoles pedazos de tierra “ para que construyan allí sus viviendas, críen sus ganados y cultiven la tierra, para hacer sus labores más seguras y con menos riesgos de sus personas y sementeras; para que los religiosos construyan sus iglesias, y la ciudad tenga su Cabildo y cárcel(…)”, pues a la Corona lo que le interesaba era controlar las costas del Río de la Plata de cualquier invasión extraña y solo podía hacerlo ocupando el territorio y fijando pobladores. Entre estos últimos había sobrevivientes de la armada de Pedro de Mendoza, como Antonio Tomás, hijo de un poblador italiano; y Alonso de Vera y Aragón -“El Tupí”- persona de confianza de Garay, un mestizo cuzqueño de subida tez y alto linaje por su rama paterna[32]. Las crónicas citan también a una sola mujer, la viuda Ana Díaz, quien según parece no quiso separarse de su hija y casada con un poblador, figura en el reparto que benefició a los capitanes, las ordenes religiosas, los soldados y los primeros vecinos pobladores[33]. En el reparto de los solares le tocó la clásica esquina de Florida y Corrientes. De ella no se sabe más que su nombre, pero de acuerdo a los datos de la época, la cantidad de mujeres españolas que partían hacia América aumentó a lo largo del siglo XVI.

 

LA DOBLE PERCEPCIÓN DE INFINITO

“El paisaje se repetía idéntico, sin relieve, ilimitado, con excepción de los rebaños y caballadas, alguno que otro solitario jinete y a lo lejos, los pequeños montes que denunciaban algún casco o algún puesto de estancia, arboledas que se me antojaban islas en inmensos campos con vocación de mar (…)”[34].

Pregonada la nueva fundación sobre la cuenca del Plata, se alistaron unos 60 colonos, los denominados “mancebos de la tierra”, en su mayoría población criolla o mestiza, hijos de españoles e hijos de españoles e indias, provenientes de la ciudad de Asunción, quienes no habían pasado las privaciones de sus padres y tenían intacto el “espíritu de aventura” y estimulados por el repartimiento de tierras, indios y otras mercedes que sus progenitores conquistadores habían perdido con el correr del tiempo, concediéndole mucho valor, en palabras de Eduardo Tijeras, al rasgo “hispanoamericano” o “criollista” que por primera vez y en esta ciudad ejercía dicha función. Así, aquellos hombres fueron atraídos principalmente por las ventajas que la ciudad les ofrecía, a quienes Garay les prometía además el derecho de adueñarse de cuantos caballos cimarrones pudieran encontrar en las inmediaciones[35]. Es cierto que, en los primeros años, la pequeña ciudad necesitó la colaboración económica de las ciudades de Santa Fe y del Paraguay para alivianar las penurias del vecindario, pero salvados los inconvenientes de esa etapa, y a pesar de la prohibición de comerciar con la Corona, “La Santísima Trinidad”, auxiliada por su excelente posición geográfica, creció de forma sostenida.

Es probable, según el historiador Rodolfo Giunta, que a Garay lo haya impactado la doble percepción de infinito (es decir, la presencia del Río de la Plata por delante y una extensa Llanura Pampeana por detrás), pues se trataba de la matriz natural perfecta para adosar una matriz cultural, concebida como cuadrícula, como puede comprobarse en la iconografía de la primera ciudad, e inclusive en la cartografía de la época, convirtiendo a Buenos Aires en una de las pocas ciudades en el mundo en la que la mayor parte de sus planos no poseen orientación Norte[36].  Así lo explicaba Eduardo Tijeras cuando argumentaba que “en noviembre de 1581, la tropa de Garay cruzaba la sabana manchada de verde, simetría plana que sólo interrumpe el índice melancólico de algún ombú solitario, silencio augusto cortado por el silbo del tero-tero, avefría o frailecillo (…)”[37].

 

LA ARQUITECTURA DE LA PLAZA MAYOR

La arquitectura porteña tuvo un desarrollo muy modesto entre el siglo XVI y XVII, ya que los primeros vecinos de la ciudad solo disponían de madera de sauce, barro y paja para construir sus viviendas que rodeaban con matas de tunales espinosos. Al momento de la fundación de la ciudad y siguiendo los lineamientos correspondientes a la Ordenanza Nº 111 de Descubrimiento y Población, Garay designó media manzana de la actual Plaza de Mayo (Bolívar, Rivadavia, Defensa e Hipólito Yrigoyen), la cual se constituiría en el centro económico, político y cívico de la ciudad, rodeada al oeste por el lote asignado para la construcción del edificio del primitivo Cabildo y la cárcel y al norte por el lote correspondiente  al asiento de la capilla, en el mismo predio donde posteriormente seria construido el edificio de la Iglesia Mayor, devenida luego en Catedral Metropolitana.

A principios del 1600, la Plaza Mayor mostraba un aspecto bastante desordenado, era verdaderamente un yuyal sin árboles ni adorno alguno que se usaba como mercado, plaza de toros y lugar de fiestas religiosas y militares. La eterna convivencia de los primeros ranchos con manzanas enteras sin ocupar por algunos colonos- pues la mayoría de ellos retornaron a su país de origen- servía de baldíos que se podían cruzar de parte a parte a pie, a caballo o con carro y terminaban siendo verdaderos asientos de inmundicias y terribles focos de infecciones y enfermedades. Además, las calles no tenían ningún reparo, ni siquiera estaban iluminadas, lo que constituía un verdadero peligro para los transeúntes, especialmente en los días de lluvia cuando se formaban gigantescos pantanos que impedían la circulación de los transeúntes y de los animales, que al estar sueltos por el terreno, muchas veces se quedaban  atascados en el lodo cenagoso.

La Plaza Mayor era, además, el espacio común de todos los habitantes de la ciudad- pues allí era donde se ubicaba el centro del poder político, económico y administrativo de la pequeña urbe. Esta plaza, además, servía como mercado de abasto para la compra y venta de frutas, verduras, pescados de río, mulitas, gallinas, pollos y perdices de las chacras vecinas. En cuanto a sus dimensiones, la plaza ocupaba la mitad del perímetro actual de la Plaza de Mayo y se hallaba ubicada en la parte norte, donde se encuentra emplazado el Monumento Ecuestre al General Manuel Belgrano desde 1873 y se extendía hasta el cruce de las calles Rivadavia y Balcarce.

Sin embargo, fue recién a partir de la primera década del siglo XVII cuando esta plaza- comprendida entre las actuales calles Bolívar, Rivadavia, Balcarce e Hipólito Yrigoyen- comenzó a convertirse en el asiento de la capilla y del primitivo edificio del Cabildo; mientras que la plaza que se encontraba a su frente fue destinada a la construcción de la Plazuela del Fuerte- donde se ubica actualmente la Casa Rosada, sede del Poder Ejecutivo de la República Argentina.

A mediados del siglo XVII, el Cabildo de Buenos Aires decidió ampliar la Plaza Mayor para así tener aquella manzana comprendida entre las calles Balcarce, Yrigoyen, Defensa y Rivadavia más despejada y ante un posible ataque exterior poder usar libremente el fuego de los cañones del Fuerte.

Originalmente destinada para la construcción del Fuerte, había sido propiedad de Torres de Aragón, quien nunca la ocupó. Allí los jesuitas construyeron el templo de Nuestra Señora del Loreto, más tarde rebautizado con el nombre de San Ignacio de Loyola, pero debido a los avatares políticos de la época, los jesuitas debieron desalojarla. El 13 de noviembre de 1665, fueron definitivamente trasladados a la que posteriormente sería conocida como la “Manzana de las Luces” (1685), en la intersección de la calle Bolívar y Adolfo Alsina. Dicho templo- terminado en 1734- se construyó en base a los planos del bohemio Juan Krauss[38] y fue el primero en ser construido con ladrillos cocidos en horno. Ese año se inauguró también la Iglesia de Nuestra Señora de Belén (1734), en el “Alto de San Pedro”, ubicada sobre la calle Humberto I 340- entre Balcarce y Defensa- donde otrora estuviese el puerto original de La Trinidad. En 1721, comenzaron las obras de la Iglesia de La Merced en las que trabajaron Andrés Blanqui y Juan Bautista Prímoli. El primero estuvo vinculado, como diseñador y director de obras, a la construcción del convento de los franciscanos recoletos, que por entonces se hallaba en las afueras de la ciudad. La actividad de Blanqui, tal vez el arquitecto más importante de mediados del siglo XVIII en Buenos Aires y en la provincia de Córdoba, fue realmente notable[39]. Participó además del diseño del Cabildo, de la Iglesia del Pilar, y la actual Iglesia de “San Pedro González Telmo”. Por su parte, a mediados del siglo XVIII, y en dirección oeste[40], el catalán Juan Pedro de Sierra edificó en 1750 la “Iglesia de Nuestra Señora de la Piedad” (ubicada en la esquina sudoeste de Paraná y Bartolomé Mitre). Por esa época también fueron edificados el “Monasterio de Santa Catalina de Siena” (1753), en la esquina noreste de San Martín y Viamonte y “Nuestra Señora del Socorro” (1769), situada en la esquina sudeste de Juncal y Suipacha.

 

LA CATEDRAL – UNA CONSTRUCCIÓN AZAROSA

Las iglesias emplazadas en el centro de las ciudades americanas durante el periodo colonial indicaban la fuerza de la institución eclesiástica en dichas latitudes. Su presencia era inseparable del acto de la fundación, ya que uno de los objetivos de la conquista era evangelizar las tierras conquistadas. De ahí que se levantaran en la temprana ciudad colonial numerosos templos en los alrededores de la Plaza Mayor. Los templos bellamente construidos y adornados eran el orgullo de los vecinos que contribuían a sostenerlos mediante diezmos y donaciones. Para el caso de la Catedral Metropolitana, la Ordenanza Nº 119 disponía que su emplazamiento debía realizarse en una “isla entera” o manzana, junto a la plaza central, en la intersección noreste de las actuales calles Rivadavia y San Martín, en el solar que había sido destinado a su fundador (hoy Banco Nación). Así lo expresaba el propio Garay en el Acta de fundación de la ciudad, cuando aseveraba que “Hago y fundo en el asiento una ciudad la cual pueblo con los soldados y gente que al presente he traído para ello, la iglesia de la cual pongo por advocación de la Santísima Trinidad, la cual sea y ha de ser Iglesia Mayor parroquial (…)”[41].

A pesar de que no se conocen antecedentes concretos de dicha ordenanza, podría decirse que la construcción de la misma fue de carácter azaroso, ya que su edificio se fue ejecutando por etapas de acuerdo a las políticas aplicadas por cada gobernante en la región. El primer edificio fue construido en 1584. De material muy precario, apenas se sostenía en pie, es por ello que tres años más tarde la estructura fue reconstruida adosándole un tejado a la nueva mampostería y la iglesia primitiva fue elevada a la categoría de Catedral. Los edificios de la Catedral y de la Casa Capitular fueron en los tiempos de los fundadores modestos ranchos que se desmoronaban en caso de lluvias copiosas. Era una arquitectura de barro, acorde a las posibilidades que ofrecía el medio, pero a medida que prosperaba la ciudad se acometían proyectos más ambiciosos. Así, Hernandarias, el primer “super gobernador criollo”, puso empeño a partir de 1604 en iniciar la fabricación de tejas para cubrir los edificios públicos y las iglesias de una manera digna.

En 1622 fue erigida la Diócesis de Buenos Aires como dependiente de la Metropolitana de Charcas en el Alto Perú, lo que evidenciaba su rango prematuro en el concierto de los centros más poblados del Virreinato del Perú y de la Audiencia de Charcas. De este modo, la expansión de la Iglesia Católica en el Río de la Plata tuvo tan significativas consecuencias en el plano religioso que las iglesias mas antiguas de la ciudad datan de este periodo tan próspero. En 1727, el arquitecto jesuita Andrés Blanqui (1677-1740), quien había llegado a Buenos Aires en 1717, fue el encargado de rehacer la fachada y las dos torres laterales construidas a mediados del siglo XVII, pero su resultado fue muy diferente a lo esperado, ya que fue lo único que sobrevivió al derrumbe ocurrido el 24 de mayo de 1752.

Hasta las primeras décadas del siglo XVIII, la Catedral servía a toda la ciudad y su Campaña. En ella se administraban los sacramentos, se celebraban bautismos y casamientos y se expedían certificados de defunción propiamente dichos. Por entonces, algunas iglesias comenzaron a funcionar como “ayuda de parroquia”, hasta que, en 1769, se dividió a la ciudad en seis parroquias. La reconstrucción del edificio comenzó de inmediato sobre dibujos del arquitecto Rocha, pero con tal lentitud, que por aquellos años se acuñó la frase “más lento que la obra de la Catedral”, refrán inconfundible para indicar toda tarea que pareciese interminable. Esta renovación edilicia se constituyó, según el historiador Roberto Di Stefano, en una de las tantas manifestaciones de la generosidad con que los porteños expresaban su “celo religioso”, el cual resultaba más vistoso por las mayores disponibilidades económicas derivadas de las Reformas Borbónicas aplicadas en el continente americano en el siglo XVIII[42].

La Catedral Metropolitana de Buenos Aires, tal como se la conoce hoy en día, era el punto de referencia de la ciudad colonial y estaba dividida en cuatro jurisdicciones presididas, a su vez,  por otras tantas iglesias matrices, como las de Montevideo, Corrientes y Santa Fe. Hasta principios del siglo XVIII, en la Catedral se administraban los sacramentos, se llevaban a cabo los bautismos, los casamientos y se firmaban las actas de defunción. Su edificio real empezó a ser construido recién en 1754, según los planos del arquitecto saboyano Antonio Masella (1700-1774)- quien derribó la fachada de Blanqui y rehizo la cúpula- durante el obispado de Monseñor Cayetano Marcellano y Agramont, un reconocido sacerdote y teólogo nacido en la ciudad de La Paz a fines del siglo XVII. Para llevar a cabo dicha empresa, Marcellano dejó la dirección de la nueva obra en manos de su hombre de mayor confianza, el comerciante vasco Domingo de Basavilbaso (1709-1775), el cual se hizo cargo de la tesorería y de la organización del sistema postal que uniría la Gobernación del Río de la Plata con la ciudad de Potosí. La nueva Catedral, según el plano de Masella, sería de cruz latina, es decir, en forma de crucifijo, compuesta por cinco naves y seis capillas laterales a ambos lados. Esta formidable edificación se fue completando progresivamente gracias a los bienes recaudados de la Iglesia Católica, la ayuda real y la cooperación de los vecinos más acaudalados de la ciudad. Ejemplo de ello es la famosa “Nave de San Pedro”, situada a la derecha de la puerta principal, con una altura aproximada de 75 metros de largo, la cual fue inaugurada posteriormente, en 1758. Dos años más tarde, Marcellano tuvo que dejar el gobierno de la Diócesis por haber sido trasladado a la sede arzobispal de Charcas. Su sucesor, el porteño José Antonio Basurco (1760-61) ocupó sólo un año la Sede Primada, pero también dejó su impronta en la construcción de la Catedral, donando el terreno contiguo a la iglesia que pertenecía a su hermana, doña María Josefa, tasado en 7.500 pesos actuales, que pagó de su peculio personal. Luego, las instituciones eclesiásticas devolvían a la sociedad una parte importante de sus propias disponibilidades, aumentadas por tales donaciones. Los conventos, las fábricas de las parroquias, los institutos educativos y de caridad se encontraban entre las más importantes fuentes de crédito, sobre todo para los comerciantes, y para acceder a ellas era imprescindible disponer de eficaces contactos[43].

Tras la expulsión de la “Compañía de Jesús” de América decretada en 1767 por el rey Carlos III, la Parroquia Catedral (creada a partir de la Resolución Real de 1769) pasó a tener el mayor número de habitantes y era en ella donde vivía la población de mayores ingresos económicos de la ciudad. Dicha parroquia estaba rodeada por la Plaza Mayor y se extendía unas ocho cuadras hacia el norte, bordeando la barranca del Río de la Plata, hasta la antigua calle Santa Rosa (actual Avenida Córdoba)[44]. En 1770, vivían en ella 8.146 habitantes; y 5.176 en la parroquia San Nicolás, que se extendía hacia el oeste de la anterior a partir de la calle San Juan (actuales calles Piedras y Esmeralda)[45].

 

LAS CEREMONIAS Y PROCESIONES COLECTIVAS

Las ceremonias colectivas expresaban las relaciones de poder y la cohesión de la sociedad, y las fiestas y procesiones (las cuales marcaban el estilo de vida y los valores culturales heredados del Barroco Hispánico) marcaban el ritmo de vida políticas acompañadas por un intenso ritual religioso. En dichas celebraciones públicas participaban todos los habitantes de la ciudad, ocupando puestos cuidadosamente asignados, que reflejaban el ordenamiento de la sociedad y el papel rector que, en lo espiritual, le había sido asignado a  la Iglesia Católica.

El papel de la fiesta barroca, como sostén de las autoridades, fue argumentado convincentemente por el historiador Juan Carlos Garavaglia (1944-2017), quien citó la defensa de las corridas de toros por el abogado fiscal del Virreinato del Río de la Plata con estas palabras: “porque es digno de notar que las diversiones públicas, como toros, cañas, comedias, volantines y otros juegos, lexos de estimarse por perjudiciales son utilísimas y recomendables al Gobierno político para que los hombres puedan alternar los cuidados y fastidios de la vida humana con los regocijos y festejos honestos (…) buscando con esta intermisión las proporciones de hallarse gustosos para continuar sus encargos, atender (…) a sus obligaciones y estar promptos y vigilantes a servir al Rey(…)”[46].

Según la socióloga Silvia Sigal (1939-2022), entre las ceremonias religiosas que se desarrollaban en la Plaza Mayor se destacaban las procesiones del calendario católico (como la del “Corpus Christi”) o los homenajes a las Vírgenes merecedoras de la gratitud colectiva, especialmente la del Rosario, nombrada Patrona de Buenos Aires junto a la figura del obispo nacido en la antigua región de Panonia (Europa central) en el siglo IV D.C., San Martín de Tours[47], el 20 de octubre de 1580, por haber agregado a su feliz intervención en Lepanto su contribución a la victoria sobre los ingleses. Según recuerda la patriota de Mayo, Mariquita  Sánchez (1786-1868), durante aquellas actividades sociales, a los habitantes de la ciudad les gustaban mucho los espectáculos lujosos. Generalmente, las niñas se vestían de ángeles, para deleite de sus padres, y en todo ellos se gastaba sin “piedad”.

Dichas fiestas se construían a partir de una serie de representaciones minuciosamente normadas que incluían en todos los casos el clásico “Te Deum” (es decir, el reconocimiento de la voluntad divina) y, según las celebración, se añadían representaciones teatrales, danzas y construcciones efímeras diversas. Fiestas que, según la historiadora Beatriz Ruibal, daban lugar a manifestaciones cortesanas de status y poder sin tener en cuenta la adecuación entre gastos e ingresos sino ser dispendiosos y generosos buscando el privilegio y la clientela. Ejemplo de estas costosas fiestas barrocas fueron las celebraciones realizadas en 1788 en ocasión de la proclamación y jura de Carlos IV (14 de diciembre). Según consta en las actas capitulares, el Cabildo certificó y aprobó los suntuosos gastos efectuados por el alférez real durante los tres días de festejos dirigidos a rendir honores al nuevo rey[48].  Allí también se realizaban los eventos cívicos, los que puntuaban la vida de la casa real y la solemnidad más importante, el Paseo del Real Estandarte, en  el día del patrono de la ciudad.

Hasta 1801, en este sitio se realizaban las festividades cívicas y las autoridades españolas y los vecinos importantes de la ciudad podían apreciar las corridas de toros desde los balcones del Cabildo[49]. En aquellos días, estos animales competían con entrenamientos más criollos, como el juego de cañas, arrojadas por cuadrillas de jinetes con escudos de cuero; o del pato, primero con patos vivos, después, metidos hasta el pescuezo en una bolsa con cuerdas para soportar el tironeo. Se corría tras el ave y el vencedor se lo comía. Tampoco faltaban en la plaza otras diversiones, como los clásicos juegos de bochas, salvas de artillería, repiques de campanas, arcos triunfales, volantines, palos enjabonados, fuegos artificiales, mascaras y lanzamientos de globos aerostáticos-como sucedía cada 14 de octubre- en ocasión de los festejos por el natalicio del rey Fernando VII[50].

 

EL FUERTE BAJO LAS GOBERNACIONES DE HERNANDARIAS (1592-1617)

En 1585 se llevó a cabo una primera edificación del Fuerte de Buenos Aires, con sus murallas y bastiones, emplazado sobre la costa de la rivera del Plata- que hasta entonces se hallaba a menos de 100 metros de la Plaza Mayor- en el predio donde se ubica actualmente la Casa de Gobierno-, el cual respondía a una ciudad con una función más miliar que económica. Diez años más tarde, en 1595, el gobernador Fernando Ortiz de Zárate (1535-1595) mandó a construir un corral cuadrado de tapia con terraplén que se ubicó en el mismo lugar en que se había edificado la primera construcción del Fuerte. Es importante destacar que por aquel entonces Buenos Aires pertenecía a la Gobernación del Río de la Plata con capital en Asunción y ésta al mismo tiempo pertenecía al extenso Virreinato del Perú.

Durante las gobernaciones de Hernando Arias de Saavedra (conocido con el seudónimo de “Hernandarias[51]) que se extendieron entre 1592 y 1617, aunque a intervalos, el Fuerte fue dotado de murallas y recibió el nombre de “Real Fortaleza de San Juan Baltasar de Austria” y era el edificio más importante y particular de La Trinidad. Allí se alojaban las autoridades militares y luego pasó a ser la residencia de los gobernadores españoles en el Río de la Plata. En su interior, se hallaban las oficinas de la Contaduría, la Aduana, la Audiencia[52], la Cancillería Real y de la Maestranza. Allí, además, los jesuitas habían instalado una capilla, habitaciones, un colegio y huertas, pero tras la orden de expulsión de la Compañía en 1767, fueron desalojadas.

La planta principal era cuadrada, con cuatro bastiones en los ángulos provistos de garitas para los centinelas que montaban guardia. Contaba con un foso y un puente levadizo que servía para comunicarse con la plaza ubicada en frente. También se lo conocía como el “Palacio de los Virreyes” (o “Palacio Viejo”). En 1616, el “súper gobernador” Arias de Saavedra mandó a cercar el Fuerte con murallas y fue el primero que comprendió la importancia geográfica y estratégica de Buenos Aires en Sudamérica, decidiendo instalarse en este sitio. Al respecto, el historiador Leonel Contreras, considera que el Fuerte no significaba una “gran defensa” para la ciudad colonial- ya que por entonces era el blanco de los piratas ingleses y holandeses, quienes se disputaban el control de los mares a principios del siglo XVII- sino que la verdadera defensa eran los bancos de arena del río, al que los ingleses justamente habían llamado “River Plate” o río plano[53].

 

EL CUERPO DE SOLDADOS

Buenos Aires es una pequeña ciudad de unas trescientas o cuatrocientas familias, que sólo tienen para su defensa doscientos soldados de guarnición (…)”[54]

Hay que destacar que el cuerpo de soldados del Fuerte habría pasado de unos 300 hombres hacia mediados del siglo XVII a alrededor de un millar hacia 1700. Para cubrir diferentes gastos, y sobre todo, para pagar la tropa, las cajas reales de Potosí contribuían con el llamado “situado”, una remesa de metales preciosos que comenzó hacia 1650 y aumentó progresivamente en valor y regularidad, hasta alcanzar a partir de 1670 un ritmo teóricamente anual. Pero los soldados raramente recibían metálico. Un sistema de pago de fichas o vales por el cual lo terratenientes comerciantes adelantaban bienes de subsistencia y vestidos permitía suplir los supuestos retrasos. A la llegada del “situado”, los abastecedores del Fuerte cambiaban los vales por plata. Se beneficiaban así de un sistema monetario y de una posición de fuerza que les permitía devaluar el vale cuando lo recibían del soldado y mantener su valor nominal cuando lo cambiaban por metálico.

Pero es importante advertir, en este sentido, que un solo personaje podía ser al mismo tiempo responsable de transportar el situado, comerciante-terrateniente abastecedor y oficial del Fuerte. De modo que los mecanismos del situado reforzaban la posición relativa de los comerciantes locales, mientras la acción de estos aseguraba la continuidad en el mantenimiento de una tropa, que algunos de ellos también encuadraban.

 

LA CONSTRUCCIÓN DEL CABILDO

Sobre la actual esquina noroeste de Bolívar e Hipólito Yrigoyen, tal cual lo había proyectado Garay, se levantó en 1608 el primer edificio del Cabildo- máxima autoridad de la ciudad-  y su aledaña Cárcel Pública, la cual era un simple rancho de adobe. De esta forma, apareció en escena, según Leonel Contreras, la llamada “ciudad indiana[55], célula básica de la colonización española, la cual era administrada por el Cabildo. Este regulaba el comercio y el abastecimiento de la ciudad, administraba la justicia, aseguraba el orden, la defensa y la seguridad de los vecinos. El edificio del Cabildo de Buenos Aires sufrió diversas transformaciones desde sus orígenes hasta bien entrado el siglo XIX como producto de los avatares y las decisiones políticas tomadas a lo largo de nuestra historia.

Habría que esperar más de cien años para que comenzara la construcción del nuevo edificio del Cabildo de Buenos Aires sobre la calle “La Compañía” (hoy Bolívar), la cual tuvo lugar en julio de 1725, cuando este edificio pasó a ser el más relevante de todos los existentes en la ciudad colonial, convirtiéndose en el eje central de los hechos que tuvieron lugar en la semana de mayo de 1810. Su construcción demoró 39 años aproximadamente. El mismo constaba de dos pisos, con  balcón y torre (una principal y cinco a cada lado), a partir de la confección de los planos realizados por los arquitectos jesuitas italianos Giovanni Bauttista Prímoli (1673-1747), a quien le tocó la realización de la planta baja en forma de U y las habitaciones) y Andrés Blanqui (1677-1740),  quien quedó a cargo del diseño de la fachada, en el cual predominó el estilo barroco de Lombardía, entremezclado con reminiscencias de la arquitectura española.

Pese a ser un edificio bastante simple y austero, Blanqui tuvo la habilidad de utilizar para su construcción mampostería de ladrillos con bóvedas, la carpintería de madera, las ventanas con rejas de hierro forjado y una cobertura de tejas en forma de canal o “musleras” ( como se las conoce en lenguaje coloquial), además de introducir por primera vez el “arco albertiano” en el centro de la edificación y cinco arcos menores a cada lado del mismo, el cual tomaba como modelo al arco triunfal romano, pero ahora superpuesto en dos plantas, con dos galerías abiertas, una ubicada en la planta baja( donde se encontraban las dependencias de la guardia, la policía y la cárcel) y la otra en la planta superior ( destinada a las oficinas del cuerpo municipal), con una balconada, tal como se observa en la actualidad. Otro elemento incorporado al Cabildo fueron las pilastras toscanas que articulaban decorativamente al muro de la fachada con la cornisa curva de la torre, las cuales se asemejaban a las del santuario “Della Madonna Dei Ghirli”, construido en la región de Lombardía en 1623. En el interior del edificio se hallaban la “Sala de Sesiones” o “Sala Capitular” y los despachos para escribanos, amanuenses y archivos. Al frente se veía el pórtico central, y dos arquerías superpuestas, con techo de tejas, barandillas y mensuras que primero fueron de madera y, luego, de metal. En la torre cuadrada se encontraba el reloj fabricado en Cádiz (que en 1810 ya no funcionaba), un balcón colgadizo y el campanario. Además de las sesiones ordinarias del organismo existía la figura del “Cabildo Abierto”, una sesión extraordinaria en caso de emergencia a la que eran invitados los vecinos de la ciudad. Los requisitos para ser vecino eran: tener propiedad en ella, ser residente definitivo y padre de familia.

Posteriormente, en 1748, un conjunto de carpinteros y herreros encabezados por Diego Cardoso dotó de puertas y rejas al formidable ayuntamiento de la ciudad. El famoso reloj esférico de la torre, importado de Cádiz, sería incorporado en octubre de 1763 y sería un elemento imprescindible para marcar las horas en el ámbito urbano colonial. En 1765, se dio por terminada la torre, obra del arquitecto español José Antonio Ibáñez, la cual remitía a un elemento característico de los ayuntamientos medievales. Se trataba de un elemento imprescindible, ya que al son de sus campanas se convocaban a las sesiones comunes y extraordinarias de los cabildantes de la ciudad. Sin embargo, el Virrey Santiago de Liniers (1756-1829) decidió removerlas de su lugar para evitar disturbios en la vía pública, que se hicieron frecuentes sobre todo a partir de la llegada de las noticias de la invasión del ejército napoleónico a la Península Ibérica en 1808. Diez años antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata, se amplió la cárcel hacia los fondos del terreno al realizar una división más tajante entre las celdas de los presos privilegiados y las destinadas a los reclusos comunes que, a su vez, quedaron separados por sexo entre hombres y mujeres.

En febrero de 1779 ocurrió un suceso casi fantástico en la historia de la ciudad, cuando en una tormenta la torre del edificio fue alcanzada por un rayo. Según las memorias del Gobernador de Buenos Aires, Pastor Obligado, “Este tocó directamente la frase “Casa de Justicia”, borrando la sílaba Jus​, y los mecanismos del reloj quedaron seriamente dañados(…)”[56]En 1783, se logró finalizar la capilla y se agregaron cinco calabozos más a los ya existentes, confeccionados de acuerdo con los planos del brigadier portugués José Custodio de Sáa y Faría (1710-1792).

En 1786, se dispuso el ornato de la Sala de Sesiones, para lo que se adquirieron alfombras inglesas, colgaduras de Damasco carmesí con flecos y borlas de oro, cojines, escaños, mesas y una campanilla de plata. Finalmente, en 1794, el edificio fue sometido a una restauración general que incluyó, además, la incorporación del balcón concejil de hierro.

 

EL CABILDO- UNA INSTITUCIÓN COLEGIADA

El Cabildo de Buenos Aires fue, durante el siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, el sitio donde residía el gobierno de la ciudad y la institución encargada de regular el comercio; administrar la justicia, asegurar el orden, la defensa y la seguridad de los vecinos. Sus intervenciones en la vida económica de la ciudad eran en sí mismas muy variadas: otorgar licencias para vaquear, reglar precios, llevar a cabo obras públicas y asegurar el abasto de carnes y autorizar la apertura de pulperías, además de ejercer justicia tanto en la jurisdicción urbana como su Campaña, entre otras. En este sentido, los Cabildos venían a representar la máxima institución administrativa de la ciudad y estaban abiertos a los vecinos bien conceptuados- peninsulares y nativos- pero la nueva administración los obligó a cambiar de actitud. Así, en muchos casos, nació un “espíritu municipal”  derivado de la aplicación de las reformas carloterceristas a mediados del siglo XVIII y que, unas décadas posteriores, entraría en colisión con las autoridades hispanas.

El Cabildo, entendido  como institución colegiada, estaba constituído por una estructura de base: dos alcaldes ordinarios (o jueces de primera instancia que actuaban en lo civil y en lo criminal, con apelación ante el gobernador o la audiencia), 6 a 12 regidores (administradores), secundados por un grupo de funcionarios especiales, quienes detentaban cargos municipales, tales como el síndico procurador (defensor de los vecinos), el “fiel ejecutor”, quien se encargaba de controlar el mercado y fiscalizar los precios, la corrección de pesas y la calidad de los alimentos; el defensor de menores y pobres, quien administraba las tutelas de los niños y atendía el Asilo; y el alférez (jefe de la milicia urbana, quien llevaba el Estandarte Real de su jefe en ceremonias y acciones militares, por eso se situaba delante de los regidores y detrás de los alcaldes, a los cuales sucedía en caso de vacancia); y, finalmente, el alguacil mayor, encargado de ejecutar las decisiones concernientes a la justicia, al mismo tiene que era el jefe de la cárcel local. Estos dos últimos cargos eran nombrados por el rey de España, la audiencia o el gobernador. Esto los diferenciaba de los demás oficios municipales que eran cooptados por los miembros del Cabildo saliente.

En efecto, tras la primera elección ejecutada por el gobernador fundador de la ciudad, el Cabildo se reunía anualmente para designar a sus sucesores. Los oficios hasta aquí mencionados constituían el cuerpo capitular y participaban en sus deliberaciones (acuerdos) con voz y voto. Sin embargo, había otros cargos designados por el cuerpo a los que se les asignaba diferente grado de participación. Los principales eran los alcaldes de la “Santa Hermandad” y los dos procuradores: el de los vecinos ante el Cabildo (en principio solo tenía voz) y el de la ciudad ante la corte, la audiencia u otras autoridades. Los demás cargos concernían a una variedad de ámbitos de la vida local, desde el juez de menores hasta el maestro, pasando por el encargado de las obras (el alarife).

En 1603, durante el intinerato del gobernador Tomás de Garay y Becerra (1566- 1608), surgió en Buenos Aires la figura del escribano y contador de la Real Hacienda- verdaderos empresarios, comerciantes y terratenientes- como cargo perpetuo, quienes intervenían en las actividades mercantiles a comienzos del siglo XVII. Secundados por el alguacil mayor como ejecutor de sus dictámenes, la jurisdicción de los oficiales reales los llevaba a intervenir en toda suerte de asuntos relacionados con los derechos y las finanzas de Su Majestad: inspección de navíos autorizados o ilegalmente entrados al Río de la Plata, comisos, remates, recaudación de derechos de mercancías registradas o vendidas en remates públicos.

 

LA CREACIÓN DE LA GOBERNACIÓN- INTENDENCIA DE BUENOS AIRES

La ubicación de Buenos Aires en la estrategia geopolítica de España de la segunda mitad del siglo XVIII, la convirtió en la capital lógica del nuevo Virreinato. Reunía los antecedentes jurídicos necesarios al ser, desde las primeras décadas del siglo XVII, sede de una Gobernación del Virreinato del Perú y de un Obispado. A partir de esta decisión real, la ciudad experimentó un importante crecimiento comercial y demográfico que posibilitó el paso de una situación marginal en el espacio colonial, a una plena inserción dentro de él. La consolidación urbana aparecerá entonces, según el historiador Rodolfo Giunta, como el emergente más significativo de este crecimiento[57]. La Ley de Intendencias, sancionada en 1783, imitaba al modelo francés- el cual había sido aplicado con éxito en aquel país en el siglo XVII- fue proyectada por el Ministro de Indias y Primer Ministro de Sonora, el jurista malagueño José de Gálvez y Gallardo (1720-1787), a cuya energía se deben buna parte de las Reformas Borbónicas[58].  Dicha ley  introdujo en el territorio rioplatense una transformación sustancial, ya que determinó el reagrupamiento de las primeras ocho jurisdicciones. La llamada “Gobernación- Intendencia de Buenos Aires” abarcaba las actuales provincias de Buenos Aires (al norte del Río Salado), Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y, nominalmente, toda la Región Patagónica. En el caso particular de Buenos Aires, era el propio virrey quien ejercía el cargo de Intendente, mientras que en las ciudades, el subdelegado de la Real Hacienda controlaba la recaudación de impuestos. Del gobierno de Buenos Aires dependían, además, la ciudad de Carmen de Patagones y la comandancia de las Islas Malvinas. Luego le seguían en importancia las Intendencias de Charcas, La Paz, Potosí (hoy Bolivia), Cochabamba, Asunción del Paraguay, Salta del Tucumán y Córdoba del Tucumán; en tanto que los gobiernos militares de Montevideo, las Misiones de los pueblos guaraníes y las de Moxos y Chiquitos protegían las zonas fronterizas con Brasil. El buen funcionamiento del nuevo sistema dependía de la calidad de las personas nombradas, las cuales al concluir su mandato, estaban sometidas al llamado “juicio de residencia”.

 

LOS PLANOS ARQUITECTÓNICOS DEL ÁREA URBANA

Los primeros planos de la planta urbana de Buenos Aires fueron confeccionados a principios del siglo XVIII por el sargento mayor José Bermúdez, quien había sido designado ingeniero en la provincia del Río de la Plata por el rey Felipe V de España. El primer plano de Bermúdez, fechado en 1708, abarcaba la ciudad y la costa vecina del río desde el Riachuelo, que servía como puerto hacia el sur, hasta un punto al norte, a la altura del Retiro, señalado con la casa del gobernador Agustín de Robles. En una escala mayor resalta por sus dimensiones la planta pentagonal del Fuerte y de la ampliación proyectada, que parece haber sido su verdadero propósito al dibujar un plano que posee diversos errores. Según los arquitectos Margarita Gutman y Jorge Enrique Hardoy, en realidad, son dos planos distintos, en diferentes escalas, utilizando el autor un detalle mayor en el proyecto de la fortaleza que comenzó a diseñar en España antes de viajar a América. El error más evidente del plano es la proporción de la plaza, que dibuja con un frente de tres manzanas y cuatro calles cuando nunca tuvo más de dos manzanas. De este modo, intercaló dos hileras de manzanas centrales en dirección este-oeste, a ambos lados de la que ocupó realmente el Cabildo. La ubicación de los conventos de San Francisco, Santo Domingo, La Merced y del Colegio de la Compañía de Jesús es la correcta, así como la del Cabildo, que recién fue construido en 1711, y de la Catedral, que en esos años, aunque inconcluso, era un edificio de cierta importancia. Otros detalles interesantes del plano son la ubicación de un muelle a punto de ser construido frente al Fuerte, de los pozos donde anclaban los navíos frente a la ciudad, de la terraza baja de la barraca al río, del curso del Riachuelo, del canal de acceso y del incipiente caserío formado alrededor de las barracas y hornos de San Pedro, fuera de los limites de la urbe.

El segundo plano de Bermúdez, dibujado en 1713, es más preciso si se lo compara con el primero. Su finalidad militar es obvia por el tamaño del Fuerte, dibujado en una escala, en relación con la planta de la ciudad y los alrededores, dibujados en otra, y por la importancia otorgada a la ubicación del fondeadero y de otras defensas de la ciudad. Contiene también varios errores en las proporciones de la plaza, en la ubicación del convento de los jesuitas- que no existía en el anterior- y en el número de manzanas y media manzanas paralelas a la barraca.

El plano de 1713 es interesante, además, por otras razones. Es el primero en presentar el curso de los arroyos que cruzaban la planta de la ciudad y los alrededores, drenando  sus cursos en el Río de la Plata y en el Riachuelo, y en dibujar con cierto detalle la terraza inundable de tosca que rodeaba la barraca- estos dos elementos naturales tuvieron mucha importancia en la dirección de los accesos a la ciudad, los que a su vez determinarían el trazado posterior de las principales avenidas y hasta de algunas calles y cortadas.

 

LAS PRIMERAS VIVIENDAS COLONIALES

Las primeras viviendas porteñas se levantaron retiradas de la línea de la calle- marcada por un  cerco de plantas espinosas- y debían convivir con manzanas enteras sin ocupación efectiva, las cuales servían como terrenos baldíos. Esto se debía principalmente a que muchos de quienes acompañaron a Garay en su expedición al Río de la Plata regresaron a su España natal, quedando muchas de aquellas tierras despobladas. A este hecho se sumaba la escasez, o en su defecto, la ausencia total de piedra y madera (dada la inexistencia de canteras y espesos bosques en la zona), lo que dificultó mucho mas las construcciones.

En un primer momento, las casas eran simples ranchos de barro con techos de paja; luego se agregó el adobe (chorizos de barro cocidos al sol) techados con cañas y totoras sostenidas por palmas traídas del Paraguay. Acarette du Biscay realizó una pormenorizada descripción de las casas de Buenos Aires en las postrimerías del 1600 cuando afirmaba que “ Las casas del pueblo están hecha de barro, porque hay poca piedra en todas estas regiones hasta el Perú; están techadas con paja y cañas y no tiene pisos altos; todas las habitaciones son de un solo piso y muy espaciosas; tienen grandes patios y detrás de las casas amplias huertas, llenas de naranjos, limoneros, higueras, manzanos, perales y otros frutales, con abundancia de hortalizas, zapallos, cebollas, ajo, lechiga, alverjas y habas; y especialmente sus melones son excelentes, pues la tierra es muy buena y fértil (…)”.

Las familias adineradas de la ciudad, como la de doña María de la Vega, adornaban sus salas con mubles de procedencia portuguesa: un gran estrado de jacarandá, sillas de la misma madera y algún escritorio maqueteado de marfil. Recién en 1606, el Cabildo trajo a dos herreros y dos tejeros provenientes del Brasil y comenzó a implementarse el uso de las rejas y las tejas. Por lo general, las casas contaban con dos modestas habitaciones: una que se usaba de cocina, comedor, sala de estar; y otra que se utilizaba como dormitorio. Con el cuero del ganado, también se hacían techos y se cubrían puertas y ventanas. Con las caderas de las vacas se confeccionaban asientos y se tensaba el cuero para hacer los catres. Las residencias destinadas a la renta se construían con materiales de mejor calidad y contaban con mayores comodidades, como las proyectadas por el cartógrafo portugues José Custodio de Sáa y Faría (1710-1792), en lo que hoy llamamos la “Manzana de las Luces”, o bien aquellas que se ubicaban sobre las actuales calles Perú y Moreno.

A comienzos del siglo XVII, se comenzaron a subdividir los antiguos solares de ¼ de manzana y se construyeron allí las nuevas casas, haciéndose común el uso del vidrio- importado de Europa- alabastros (una piedra transparente que provenía de la provincia de San Luis), el blanqueo con cal en los muros de las fachadas y de los interiores de las propiedades. En cuanto al mobiliario, este era de buen gusto: abundaban las piezas fabricadas con jacarandá, palo santo y otras maderas finas traídas de Brasil y Paraguay, siempre talladas hábilmente por hábiles artesanos.

 

LAS TRANSFORMACIONES EDILICIAS DEL SIGLO XVIII

Según las investigaciones del historiador y erudito José Miguel Torre Revello (1893-1964), hasta mediados del siglo XVIII, las calles de la ciudad tenían una arquitectura homogénea formada por las simples fachadas de casas de una sola planta, con paredes de ladrillos y cal y techos de teja. Sin embargo, fue recién a partir del último tercio de este siglo cuando empezaron a aparecer en la ciudad los primeros modelos de “casas coloniales[59]. Este modelo de vivienda sería el núcleo habitacional clásico de Buenos Aires hasta fines del siglo XIX y de ella derivaría la tradicional “casa chorizo”. El adobe y la paja fueron reemplazados por ladrillos cocidos y tejas en la construcción de las viviendas. La casa colonial se organizaba en torno a dos patios con habitaciones conectadas entre sí que los circundaban. Al primer patio se ingresaba luego de atravesar el zaguán y al segundo luego de cruzar el comedor. El segundo patio era el dominio de la servidumbre y en torno a éste se encontraba la cocina y los baños. Con el correr del tiempo se fue haciendo común el uso de carruajes entre las familias más acomodadas y algunas casas solían tener una cochera al fondo. El comedor de la casa colonial era espacioso. En el centro se ubicaba la mesa, casi siempre cubierta con un mantel de algodón[60]. El cronista español de las Indias, Alonso Carrió de la Vandera- popularmente conocido bajo el seudónimo de “Concolorcorvo” (1715-1783)- quien visitó la ciudad por segunda vez en 1771 por encargo del virrey del Perú para inspeccionar el camino entre Buenos Aires y Lima, comentaba en su libro “El Lazarillo de Ciegos Caminantes” (1773)- el cual ofrece una descripción pormenorizada el Río de la Plata poco antes de la creación del Virreinato del Río de la Plata- que en la ciudad “se adelantó muchísimo en extensión y edificios desde el año 1749, que estuve en ella”, y más adelante agregaba: “hay pocas casas altas, pero unas y otras bastante desahogadas y muchas bien edificadas, con buenos muebles, que hacen traer de la rica madera del Janeiro por la Colonia del Sacramento(…)”[61].

A través de los años, las casas con techo de paja y sin zaguán se fueron desplazando a los arrabales de la ciudad. Se popularizaron los comercios con vidrieras al igual que las rejas sencillas con adornos con flores. El uso de balaustradas ocultaba las tejas y en las casas más importantes ya había azotea. Estas permitían el uso de caños de cerámica que recogían el agua de lluvia que era llevada hasta el aljibe[62]. Allí, donde la cuadrícula se desdibujaba, donde los terrenos despoblados predominaban con respecto a los ocupados, estaban en 1782 las quintas de los dominicos, de los betlemitas y de los jesuitas, así como la quinta del Retiro, que había pertenecido a los ingleses, y donde sería construida años después la plaza de toros. También estaban las quintas de las familias adineradas, como los Ortiz de la Rosa, Rivadavia, Altolaguirre, Mansilla, Peña, Moreno, Bustamante, Ugarte, Warnes y Zabala, entre otros. Algunos de esos apellidos aun existen, así como los Azcuénaga, Riglos, Correa y Palomeque, que aparecen mencionados en el plano topográfico de la ciudad, dibujado en los últimos años del siglo XVIII por el capitán mallorquino de navío Martín Boneo y Villalonga (1759-1812), quien había acompañado al militar español Félix de Azara (1746-1821) en la Comisión demarcadora de los límites con Portugal y fue intendente de policía durante la administración del virrey Nicolás Antonio de Arredondo, entre 1789 y 1795.

 

RESIDENCIA PATRICIA  Y CASA DE INQUILINATO “ALTOS DE ESCALADA”

El complejo habitacional de los “Altos de Escalada”  fue el nombre con el que se conoció a una de las residencias más importantes de las ubicadas en la Plaza Mayor hacia fines del siglo XVIII. Se trataba de una residencia patricia construida en 1785 en el antiguo solar otorgado por Garay al Intendente Gobernador rioplatense-paraguayo Don Rodrigo Ortiz de Zárate (1549-1606) en los inicios de la fundación de la ciudad, la cual pasaría a manos de la familia Aspillaga y luego a los Escalada. Dicha residencia estaba compuesta de dos pisos, finamente amueblada en su interior y con un balcón que corría a todo lo ancho de su frente entre las calles Victoria y Defensa. En ella pasó parte de su niñez y adolescencia quien se convertiría luego en la esposa del General José de San Martín, doña María de los Remedios (1797-1823), aunque su noviazgo fue muy breve.

Con el correr de los años, la casona fue perdiendo importancia, quedando prácticamente en el total abandono por parte de sus propietarios originales, quienes decidieron trasladarse a su nueva residencia ubicada en la intersección de  las actuales calles Cangallo y San Martín.

Esta residencia terminó transformándose, en palabras de uno de los más destacados estudiosos contemporáneos de las artes industriales en Argentina y en toda Hispanoamérica, Alfredo Taullard, en “una especie de conventillo”, casa de inquilinato o “cuartería”, como se lo conocía en aquellos tiempos, debido a que sus habitaciones eran ocupadas por inmigrantes, obreros y campesinos que tentaban suerte en la ciudad y no tenían más recurso que alojarse en una habitación maloliente, en indudables condiciones de poca higiene, compartir el lavadero y un único baño entre todos los vecinos, inconvenientemente ubicado al final del largo corredor del edificio. Allí los inquilinos tendían la ropa lavada en los balcones y por esta costumbre se la conoció como la cuartería y la halconera o balconada.

La planta baja fue dedicada a la actividad comercial, sobre todo a la venta de combustibles y también una casa de comidas muy famosa y recurrida por los porteños de la década de 1820 conocida con el nombre de “Fonda de la Catalana”, especializada en platos típicos españoles, como quedó reflejado en un pasaje del escritor José Antonio Wilde (1813-1887), cuando aseveraba que “Allá por el año veintitantos había en la casa varios fondines; entre éstos uno muy acreditado, llamado “de la Catalana”, propiedad de una rechoncha hija de Barcelona, en donde iban a comer los tenderos de esas inmediaciones, españoles los más. El mondongo a la Catalana, según es fama, se servía con mucho esmero y era muy celebrado por los epicúreos de aquella época; decíase por lo menos que los tenderos concurrían allí atraídos sin duda por el mondongo de la Catalana; sea de ello lo que fuere, la fonda era objeto de grandes y honrosas alabanzas(…)”[63]

 

LA CONSTRUCCIÓN DE LA RECOVA

Como ya se explicitó con anterioridad, además del edificio del Cabildo y de la Catedral, la única construcción de carácter público levantada en la Plaza Mayor luego de la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776) y que corresponde al periodo histórico analizado en esta ocasión fue el de la “Recova”. Para recaudar impuestos, el ayuntamiento de la ciudad envío a construir durante la gobernación del virrey Joaquín Del Pino (1802-1803) este edificio de estilo ecléctico, el cual entremezclaba toques renacentistas y barrocos, y estaba compuesto por una galería de dos arcadas coronadas por un impactante arco central (llamado “Arco de los Virreyes”) para proteger a los transeúntes de la lluvia. El mismo dividía a la plaza en dos mitades, de sur a norte, a la altura de la calle de Liniers (actual calle Defensa) y había sido construido por Agustín Conde y el maestro mayor Juan Bautista Segismundo.

Según la socióloga Silvia Sigal, la Recova separaba las fuentes de tenor político de la plaza: de un lado el Fuerte, residencia de las autoridades, coloniales y revolucionarias, y del otro lado el Cabildo, asiento de los representantes de la ciudad[64]. Las filas de cuartos que poseía estaban ocupadas, casi en su totalidad, por tiendas de ropa ordinaria y se convirtió a inicios del siglo XIX en la “primera galería porteña”. Tras la división de la Plaza Mayor en dos y en honor a la defensa de la ciudad y al triunfo de las milicias urbanas comandadas por el virrey Santiago de Liniers en 1807 sobre la embestida británica, se le dio el nombre de “Plaza de la Victoria” (1807) a la parte Oeste (la plaza original de Garay), mientras que la sección Este fue conocida como “Plaza del Fuerte”, sitio donde además se estableció un mercado de abasto para los habitantes de la ciudad[65]. La Recova, fue también el lugar escogido por las autoridades virreinales para realizar ejecuciones públicas, conocido antes de la Revolución de Mayo de 1810 como el “festival de las horcas”, espectáculo de poder ofrecido en la “Plaza al Pueblo de Buenos Aires”- tomando como ejemplo las palabras del historiador Ricardo de la Fuente Machain (1882-1960)- como lo había hecho el Virreinato en 1802 para descuartizar a Martín Ferreyra Curú, decapitar a los miembros de su banda y colocar sus cabezas en jaulas de hierro[66].

 

BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA:


[1] La frase fue extraída del Acta de Fundación de la ciudad de Buenos Aires por Juan de Garay, fechada el día 11 de junio de 1580.

[2] La frase fue extraída de Anzoátegui. Citada en Tijeras, Eduardo; “Juan de Garay”, Historia 16, Ediciones Quórum, Madrid,

1987, p.124.

[3] Tijeras, Eduardo; ídem, p. 123.

[4] La Audiencia de Charcas era el principal organismo político en el territorio de la actual Bolivia y, hasta la creación del Virreinato del Río de la Plata en agosto de 1776, máximo tribunal de un espacio que incluía al Río de la Plata (exceptuando el breve periodo de la primera Audiencia de Buenos Aires), con competencia en importantes aspectos de gobierno. En Moutoukias, Zacarías; “Gobierno y sociedad en el Tucumán y el Río de la Plata, 1550-1800”. En Nueva Historia Argentina. Tomo II, Buenos Aires, 2000, p. 367.

[5] Moutoukias, Zacarías; ídem, p. 357.

[6] El grupo de vecinos se fue constituyendo en una  red de familias notables que controlaban una variedad de recursos. Dentro de dicha red, quienes podían ostentar el título de vecino encomendero o el ejercicio de algún puesto u oficio podían pretender una mayor preeminencia, aunque en permanente negociación entre competidores. En Moutoukias, Z; ídem, p. 360.

[7] La noción de “casa poblada” suponía una residencia importante, capaz de albergar y alimentar huéspedes, parientes y criados, así como sirvientes, o sea que suponía tanto la distinción social como los medios para sostenerla. En Moutoukias, Z; ídem, p. 360.

[8] La frase fue extraída de Tijeras, Eduardo; “Juan de Garay”, Historia 16, Ediciones Quórum, Madrid, 1987, p. 54, en la que se consigna una porción del acta efectuada el 15 de noviembre de 1573 para la fundación de la ciudad de Santa Fe.

[9] Tijeras, Eduardo, ídem, p. 45.

[10] Tijeras, Eduardo; ídem, pp. 54-55.

[11] Enumeración de los méritos de Garay por el oidor de la Audiencia de Charcas,  Juan Torres de Vera y Aragón, 9 de abril de 1578.

[12] Cita de Levellier, Roberto; “El licenciado Matienzo, oidor de la audiencia de Charcas (1561-1579), inspirador de la segunda fundación de Buenos Aires”, Madrid, 1919.

[13] Tijeras, Eduardo; ídem, p. 80.

[14] Tijeras, Eduardo; ídem, p. 65.

[15] La ciudad de Santa Fe se fundó el 15 de noviembre de 1573 junto a un brazo del río Paraná siguiendo la trama regular adoptada décadas antes en toda América. Según el derecho que las Leyes de Indias le otorgaban al fundador, Juan de Garay designó el primer Cabildo, repartió los solares urbanos, las chacras de cultivo y los pocos indios mansos de los alrededores. La modesta ciudad rodeada de tapias estaba edificada en tierra fértil, sobre la barraca del Río Paraná. Hoy pueden visitarse sus ruinas a 90 kilómetros de la actual Santa Fe, pues mudó su emplazamiento a mediados del siglo XVII. En Furlong, Guillermo y Molina, Raúl; “Las ruinas de Cayastá son de la vieja ciudad de Santa Fe fundada por Garay”. Arayú, Buenos Aires, 1953.

[16] Desde Asunción hasta Buenos Aires circulaban una gama de pequeñas embarcaciones de tonelaje reducido que también incursionaban en los riachos que desembocaban en el Paraná y el Plata, entre las islas del delta, en busca de maderas y facilitando el intercambio de productos. Más tarde, esta red de transporte sostuvo el flujo tráfico con Colonia del Sacramento. En Fradkin,Raúl; “ El mundo rural colonial”. Nueva Historia Argentina. Cap. VI, Buenos Aires, 2000, p. 247.

[17] Lettieri, Alberto, “La historia argentina. En clave nacional, federalista y popular”. 1º ed., Kapelusz-Norma, Buenos Aires, 2012, p. 26.

[18] Citado en Tijeras, Eduardo, ídem, p. 104.

[19] Contreras, Leonel; “Buenos Aires. La ciudad. Breve historia”. Ediciones turísticas Mario Banchik, Buenos Aires, 2004, p. 35.

[20] La frase fue citada en Tijeras, Eduardo, ídem, p. 100.

[21]Marinos y navegantes la reconocían como su principal patrona y protectora. Juan de Garay le dio su nombre al puerto de Buenos Aires. Por fuerza de la tradición, el nombre del puerto- Santa María de los Buenos Aires- se impuso al de Santísima Trinidad- y, con el correr del tiempo, quedó reducido a Buenos Aires. El puerto comenzó a funcionar en 1585 en la antigua desembocadura del Riachuelo (Humberto 1º y Paseo Colón). Allí se instaló la primera aduana y la oficina del Trajinista, nombre por el que se llamaba a la persona que tenía el monopolio del acarreo de las cargas, de acuerdo con una tarifa establecida oficialmente. En Contreras, Leonel; ídem, p.29.

[22] El cargo de gobernador le favorecía su intervención en la vida económica, en particular, en el área comercial, para lo cual requería de un importante séquito de criados y parientes que lo acompañaran en sus travesías hasta Buenos Aires. Todos estaban sometidos a los mismos imperativos, colocar a sus allegados para mantener la cohesión de  la casa y con el fin de establecer las alianzas con redes sociales necesarias para el control político de la gobernación. La importancia del séquito era función de rentas e ingresos, lo cual creó un círculo característico de la administración del Antiguo Régimen. En Moutoukias, Z; ídem, p. 380.

[23] Frase extraída del oidor Juan de Matienzo al rey, Charcas, 1556.

[24] Carretero, Andrés; “Vida cotidiana en Buenos Aires 1”. Desde la Revolución de Mayo hasta la organización nacional (1810-1864), editorial Ariel, Buenos Aires, 2013, p. 13.

[25] Citado en Tijeras, Eduardo, ídem, p. 104.

[26] Romero, José Luis; “Breve historia de la Argentina”. En Tierra Firme, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, p. 27.

[27] Citado en Tijeras, Eduardo, ídem, p. 103.

[28] Lizárraga había escrito su obra durante la primera década del siglo XVII cuando era obispo de La Imperial, al sur de Chile. A partir de 1610 fue obispo de Asunción hasta su muerte en 1615. Al escribir su Descripción no conocía el Paraguay, como él mismo menciona en el capitulo LXVIII de su obra. La obra fue impresa por primera vez en 1908 en Lima, y al año siguiente en Madrid. En De Lizárraga, Fray Reginaldo; “Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán, Río de la Plata y Chile”, Biblioteca de Autores Españoles, tomo CCXVI. Ediciones Atlas, Madrid, 1968, p. 192.

[29] Díaz de Guzmán, Ruy; “La Argentina” (terminado c. 1612). Ángel Estrada. Buenos Aires, 1943.

[30] Citado en Félix, Lunas; “La cultura en tiempos de la Colonia”, Momentos Claves de la Historia Integral de la Argentina”, tomo II, editorial Planeta, Buenos Aires, 1998, p. 77.

[31] Lewin, Boleslao; “Descripción del Virreinato del Perú; crónica inédita de comienzo del siglo XVII”. Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional del Litoral, Rosario, 1958, pp. 101-102.

[32] Molina, Raúl; “¿Quienes fueron los verdaderos fundadores de Buenos Aires?”. En “Revista Historia”, Buenos Aires, agosto de 1955, Nº 1.

[33] De Gandía, Enrique; “Primera fundación de Buenos Aires. La segunda fundación de Buenos Aires”. Historia de la Nación Argentina”. Academia Nacional de la Historia. Buenos Aires, El Ateneo, Vol. III, 1939.

[34] Frase extraída de Hudson, Guillermo Enrique; “Allá lejos y en el tiempo”. Ed. Goncourt, Buenos Aires, 1978.

[35] La explotación del ganado vacuno cimarrón se realizaba en un amplio y variado espacio y su radio de acción abarcaba desde Córdoba, hasta Santa Fe, Entre Ríos, la Banda Oriental y Buenos aires. La vaquería no tenía como único fin la extracción de cueros sino que también se organizaba para la explotación del ganado en pie, como la que Córdoba realizaba ya en 1590 hacia Brasil y Potosí o la que se dirigía hacia el Norte. En Fradkin, Raúl; ídem, p. 270.

[36] Giunta, Rodolfo; “Etapas en los paisajes urbanos de Buenos Aires”. Notas CPAU, 27 de marzo de 2017.

[37] Tijeras, Eduardo; ídem, p. 109.

[39] Andrés Blanqui nació en Roma en 1617 y murió en Córdoba en 1740; había llegado a Buenos Aires en 1717. En De Paula, Alberto; “El Cabildo de Buenos Aires”, en Boletín del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, Nº 6. Buenos Aires, 1982, pp. 10-13.

[40] A mediados del siglo XVIII, la ciudad de Buenos Aires ya se extendía hacia el oeste, hasta las actuales calles Salta-Libertad (el limite soñado por Garay).

[41] Frase extraída del Acta fundacional de Buenos Aires, 11 de junio de 1580.

[42] Di Stefano, Roberto; “Entre el Dios y el Cesar: El clero secular rioplatense. De las Reformas Borbónicas a la Revolución de Independencia”. Latin American Research Review, volúmen 35, Nº 2, 2000, p. 137; y en Contreras, Leonel, ídem, p. 47.

[43] Mayo, Carlos y Peire, Jaime; “La política crediticia de los conventos de Buenos Aires” (1767-1810). Revista de Historia de América, Nº 112:147-57.

[44] El historiador, archivista y bibliotecario Manuel Ricardo Trelles (1821-1893) preparó en 1856 un plano de la ciudad de Buenos Aires indicando las parroquias creadas en 1769. En Difrieri, Horacio; “Atlas de Buenos Aires”. Municipalidad de Buenos Aires, Buenos Aires, tomo II, Lamina XXa, 1981, p. 60.

[45] Concolorcorvo: “El lazarillo de ciegos caminantes”. Austral, Buenos Aires, 1946 (primera edición, Gijón, 1773), p. 42.

[46] Citado por Juan Carlos Garavaglia, “A la Nación por la Fiesta: Las fiestas Mayas en el origen de la Nación en el Plata”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercer Serie, Nº 22, Buenos Aires, 2000, p. 79.

[47] Cuenta la leyenda que los primeros porteños se reunieron en el rancho que sirvió de primer Cabildo para decidir la elección del santo. Los colonos metieron unos cuantos papelitos con nombres de santos en una bolsa para sortear el elegido y luego de tres intentos el papel favorecido fue el que mencionaba a San Martín de Tours, declarándolo patrono de la ciudad. Sin embargo, el relato histórico nos dice que San Martín de Tours había sido un romano de Panonia (actual Hungría) que había llegado a ser Obispo de Tours en el siglo IV. Aún hoy se lo considera como el gran apóstol de las Galias y es el santo que sin llegar a morir mártir tuvo más aceptación en el actual territorio francés. Detrás de la leyenda que se esconde tras esta historia hay un santo francés que finalmente se instaló como patrono de la ciudad de Buenos Aires y dio nombre luego a la calle lateral de la Catedral Metropolitana. En Sáenz, Jimena; “San Martín de Tours: El patrono perseguido”. En Todo es Historia. Nº 31, Buenos Aires, Noviembre de 1969.

[48] Ruibal, Beatriz; “Cultura y política en una sociedad de Antiguo Régimen”. En Nueva Historia Argentina (dir. Enrique Tandeter). “La sociedad colonial”, Editorial Sudamericana, tomo II, Buenos Aires, 2000, p. 429.

[49] A fines del siglo XVIII, la plaza de toros se instaló en las inmediaciones de la plaza de Monserrat, en el predio comprendido entre las calles Moreno, Lima, Belgrano y Bernardo de Irigoyen. Una antigua casa, propiedad de la familia Azcuénga, sirvió de balconada. La otra mitad de la manzana se hallaba dividida en dos por una callejuela, un pasaje que funcionaba como entrada a la plaza. Esta plaza fue desmantelada en 1799, cuando comenzó a proyectarse otra con capacidad para 10.000 personas, inaugurada en la plaza San Martín de Retiro en 1801, donde anteriormente había funcionando el antiguo asiento de esclavos de la South Sea Company. La plaza de toros tenía su entrada sobre la actual calle Marcelo T. de Alvear y el ruedo se hallaba en la intersección de Floria y Maipú. En Contreras, Leonel; ibídem, p. 22.

[50] Sigal, Silvia; “La Plaza de Mayo. Una Crónica”, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2006,   p. 14.

[51] Hernandarias (1561-1631) nació en la ciudad de Asunción del Paraguay en 1561. Era hijo del teniente gobernador Martín Suárez de Toledo y de María Sanabria, ambos españoles. Con apenas 20 años de edad colaboró en el gigantesco arreo de ganado para la fundación de Buenos Aires en 1580. Dos años más tarde, se casó con Jerónima de Contreras, la hija de Juan de Garay. En 1592, fue designado Teniente Gobernador del Río de la Plata  por el Cabildo de su ciudad natal, que buscaba terminar así con la preponderancia de la familia Vera. En 1596, fue nombrado gobernador por el virrey peruano debido a los excelentes informes sobre su persona y lo volvió a designar de 1602 a 1608.  En Contreras, Leonel, ídem, p. 33; y Sáenz Quesada, María; ídem, pp. 70-72.

[52] La primera Audiencia de Buenos Aires tuvo una breve existencia de diez años. Fundada en 1622, funcionó realmente entre 1664 y 1674. También destinada a asegurar la represión del contrabando que otras disposiciones facilitaban, sus miembros acabaron en 23 casos de comercio ilícito. Ya en el momento de su traslado a Buenos Aires, dichos miembros, oidores y el presidente, al igual que los gobernadores, habían invertido importantes sumas de dinero en el cargamento de los navíos que los transportaron a la capital.  Por su parte, el gobernador responsable de instruir el sumario, Agustín de Robles, no fue menos que otros magistrados en su participación en la vida comercial ilegal de la ciudad. En Moutoukias, Z; ibídem, p. 381.

[53] Contreras, Leonel; ibídem, p. 33.

[54] La frase es atribuida al francés Bartolomé Massiac, quien era dueño de un garito de juego en la ciudad. En 1664, elevó una prolija descripción al poderoso ministro Colbert del rey Luis XIV, en el que sugería que Francia fundara un establecimiento permanente en el Plata. Citado en Molina, Raúl A.; “Primeras crónicas de Buenos Aires”. En Revista Historia, Nº 1, Buenos Aires, agosto del 1955.

[55] Contreras, Leonel, ídem, p.34.

[56] Obligado, Pastor; “Tradiciones de Buenos Aires. 1711-1861”. Imprenta del Congreso, Buenos Aires, 1896, p. 12.

[57] Giunta, Rodolfo; “Buenos Aires, capital virreinal”. En Crítica, Nº 24. Instituto de Arte Americano, Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1991, p. 32.

[58] Lynch, John, ibídem, p. 61.

[59] El origen de la casa colonial no es otro que la casa romana, que había tenido relativo éxito en España durante la etapa visigoda, siendo luego copiada por los árabes en Andalucía. Era un tipo de vivienda que sólo podía tener éxito en lugares con clima templado, tal el caso sur de España y de Buenos Aires. En Contreras, Leonel; ibídem, p. 40.

[60] Torre Revello, José Miguel; “La sociedad colonial. Buenos Aires entre los siglos XVI y XIX, Editorial Pannedille, Buenos Aires, 1970.

[61] Concolorcorvo; ibídem, 1773.

[62] Cabe destacar que los aljibes no eran muy comunes en Buenos Aires y la primera casa que tuvo uno fue la de Domingo Basavilbaso. Era usual que los vecinos que no contaban con un aljibe en sus casas pidiesen agua a aquellas que sí poseían uno. El agua del río era cada vez más insalubre y se privilegiaba la de los aljibes a la que vendían los aguateros. En Contreras, Leonel; ibídem, p. 40.

[63] Wilde, José Antonio; “Buenos Aires. Desde setenta años atrás”. Imprenta y Librería de Mayo, Perú 115, Buenos Aires, 1881.

[64] Sigal, Silvia; ídem, p.p.13.

[65] Contreras, Leonel; ídem, pp. 67-68.

[66] Sigal, Silvia; ídem, pp. 36-37.

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